XL
Dejamos a doña Bernarda Cordero camino de su casa, después de oír de boca de don Dámaso la revelación del secreto que le ocultaba su hijo.
Durante la marcha, la irritación que esta noticia le había causado se aumentó, como era de figurarse. Destruía aquella revelación tan ambiciosas esperanzas, concebidas por causa de Amador, que, al verlas desvanecerse, su encono contra el que, engañándola, se las hiciera abrigar, crecía en proporción del prestigio que cualquiera esperanza adquiere cuando es perdida. Así fue que al entrar en su cuarto arrojó sobre una silla el mantón y llamó a su hija mayor con desabrida voz.
Adelaida se presentó al momento.
—¿Y tu hermano? —le preguntó doña Bernarda.
—En su cuarto estará —contestó la hija.
—Llámalo, tengo que hablar con ustedes.
Pocos instantes después llegaron a la pieza en que doña Bernarda esperaba Adelaida y Amador.
Doña Bernarda miró a su hijo con expresión de ira reconcentrada.
—Conque me has estado engañando, ¿no? —le dijo apoyando ambas manos en la cintura y con un singular movimiento de cabeza.
—¡Yo! ¿Por qué, pues? —contestó Amador, que, como todo el que vive con la conciencia vigilante por causa de alguna falta, sospechó al momento el significado de aquella pregunta, que le hizo palidecer.
—¡No sé, pues! Estaré tonta que hasta mis hijos me engañan. ¡Era lo que faltaba! Conque Adelaida está bien casada, ¿no?
—Pero, madre, ¿no le he estado diciendo estos días que ya todo estaba arreglado?
—¡Bonito el arreglo! ¡No hagáis otro y quedarais limpio! Arreglado, quedando nosotros como unos negros. ¿Con qué caras vamos a andar por la calle? Hasta los chiquillos nos señalarán con el dedo.
—¡Las cosas suyas! —dijo Amador confundido.
Doña Bernarda se exasperó con esta exclamación, que en su estado de irritabilidad creyó poco respetuosa. Ésta fue la señal para que, descargando sobre Amador y sobre Adelaida todo el peso de su furor, prorrumpiese en desatinadas maldiciones, horrorosos insultos y amenazas terribles, que la decencia nos impide transcribir. Adelaida, más tímida que Amador, creyó libertarse de aquella granizada de improperios que amenazaba degenerar en vías de hecho, dando con temblorosa voz esta disculpa:
—Yo no tuve la culpa, mamita.
A lo que Amador replicó en tono sarcástico:
—Sí, pues, la habré tenido yo. ¡No ve que era yo el que me iba a casar! Bueno, pues, yo no me ando con santos tapados.
—Y ¿quién es entonces? —exclamó doña Bernarda—. ¿No fuiste tú quien me vino a hablar del casamiento? ¿Para qué me engañaste? Algún interés tenías.
—¿Qué interés quiere que tuviese? ¡Esto sí que es bonito!
—¿Y cómo ésta dice que no tuvo la culpa? —preguntó doña Bernarda señalando a su hija.
—Sí, pues, porque ella lo dice ya fue cierto.
—En la carta dices que tú trajiste a un amigo vestido de padre.
—¿En qué carta?
—En la que escrebistes a don Dámaso.
—Así fue; pero yo no lo hice por mí, sino por Adelaida.
Doña Bernarda se volvió hacia ésta con la vista inflamada de cólera.
—Yo no tengo la culpa —repitió Adelaida en contestación a esa mirada.
—Eso es, pues, échame la culpa a mí ahora —dijo Amador picado y respondiendo a otra mirada de su madre.
Luego añadió:
—Si ella no tiene la culpa, pregúntele por qué lo hacía yo.
—A ver, responde, pues —dijo a Adelaida doña Bernarda.
—¿Por qué...? ¿Cómo sé yo? Tú me dijiste que me convenía.
—¡No ves! —exclamó doña Bernarda—, bien lo decía yo; tú solo tienes la culpa.
A su exclamación agregó la señora una nueva granizada de insultos dirigidos a su hijo, que solo pudo hacerla interrumpirse con estas palabras:
—Averigüe bien primero lo que pasa en su casa y no me insulte sin razón.
Adelaida dirigió una mirada suplicante, que Amador no pudo ver porque solo pensaba en calmar a su irritada madre.
—¿Qué pasa en mi casa? —preguntó ésta.
—Que le diga Adelaida si no fue por ella que yo lo hice. Nada le cuesta decir que no tiene la culpa; yo no tengo nada que tapar y ella sí que tiene.
Adelaida conoció el peligro en que estaba si su hermano seguía hablando y tomó la palabra para echar sobre ella toda la responsabilidad de lo acaecido; mas aquel recurso era tardío después que las sospechas de algún nuevo misterio entraron en el espíritu de la madre con lo que acababa de oír. En vano Adelaida juró que ella había incitado a su hermano solo por el deseo de casarse con un caballero, doña Bernarda repetía solo por contestación esta pregunta:
—Sí, pero algo tienes que tapar cuando éste lo dice.
Hubiéranse calmado las sospechas de doña Bernarda si Amador hubiese confirmado las aseveraciones de su hermana; pero se guardó bien de hacerlo...