Privilegio
Concede el Emperador nuestro señor a Martín Nucio, impresor de libros en la villa de Anvers, que por tiempo de cuatro años ninguno pueda imprimir este libro so las penas contenidas en el original privilegio. Dado en Bruselas en su Consejo, y subsignado.
Facuwez.
Capítulo I. En que da cuenta Lázaro de la amistad que tuvo en Toledo con unos tudescos, y lo que con ellos pasaba
En este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna, y como yo siempre anduviese acompañado de una buena galleta de unos buenos frutos que en esta tierra se crían, para muestra de lo que pregonaba, cobré tantos amigos y señores, así naturales como extranjeros, que do quiera que llegaba no había para mí puerta cerrada; y en tanta manera me vi favorecido, que me parece, si entonces matara un hombre, o me acaeciera algún caso recio, hallara a todo el mundo de mi bando y tuviera en aquellos mis señores todo favor y socorro. Mas yo nunca los dejaba boquisecos, queriéndolos llevar conmigo a lo mejor que yo había echado en la ciudad, a do hacíamos la buena y espléndida vida y xira; allí nos aconteció muchas veces entrar en nuestros pies y salir en ajenos. Y lo mejor desto es que todo este tiempo, maldita la blanca Lázaro de Tormes gastó, ni se la consentían gastar; antes, si alguna vez yo de industria echaba mano a la bolsa fingiendo quererlo pagar, tomábanlo por afrenta y mirábanme con alguna ira y decían: Nite, nite, Asticot, lanz, reprehendiéndome diciendo que do ellos estaban nadie había de pagar blanca.
Yo con aquello moríame de amores de tal gente, porque no solo esto, mas de perniles de tocino, pedazos de piernas de carnero cocidas en aquellos cordiales vinos con mucha de la fina especia, y de sobras de cecinas y de pan me henchían la falda y los senos cada vez que nos juntábamos, que tenía en mi casa de comer yo y mi mujer hasta hartar una semana entera. Acordábame en estas harturas de las mis hambres pasadas, y alababa al Señor, y dábale gracias que así andan las cosas y tiempos. Mas como dice el refrán: «Quien bien te hará, o se te irá o se morirá». Así me acaeció, que se mudó la gran corte, como hacer suele. Y al partir fui muy requerido de aquellos mis grandes amigos me fuese con ellos, y que me harían y acontecerían. Mas acordándome del proverbio que se dice: «Más vale el mal conocido, que el bien por conocer», agradeciéndoles su buena voluntad, con muchos abrazos y tristeza me despedí dellos. Y cierto, si casado no fuera, no dejara su compañía por ser gente hecha muy a mi gusto y condición. Y es vida graciosa la que viven, no fantástigos, ni presuntuosos; sin escrúpulo ni asco de entrarse en cualquier bodegón, la gorra quitada si el vino lo merece: gente llana y honrada, y tal y tan bien proveída, que no me la depare Dios peor cuando buena sed tuviere. Mas el amor de la mujer y de la patria que ya por mía tengo, pues como dicen: «¿De dó eres, hombre?», tiraron por mí; y así me quedé en esta ciudad, aunque muy conocido de los moradores della, con mucha soledad de los amigos y vida cortesana.
Estuve muy a mi placer con acrecentamiento de alegría y linaje por el nacimiento de una muy hermosa niña que en estos medios mi mujer parió, que aunque yo tenía alguna sospecha, ella me juró que era mía, hasta que a la fortuna le pareció haberme mucho olvidado y ser justo tornarme a mostrar su airado y severo gesto cruel, y aguarme estos pocos años de sabrosa y descansada vida con otros tantos de trabajos y amarga muerte. ¡Oh gran Dios! Y ¿quién podrá escribir un infortunio tan desastrado y acaecimiento tan sin dicha, que no deje holgar el tintero poniendo la pluma a sus ojos?
Capítulo II. Cómo Lázaro, por importunación de amigos, se fue a embarcar para la guerra de Argel, y lo que allá le acaeció
Sepa Vuestra Merced que estando el triste Lázaro de Tormes en esta gustosa vida, usando su oficio y ganando él muy bien de comer y de beber, porque Dios no crió tal oficio, y vale más para esto que la mejor veinteycuatría de Toledo; estando así mismo muy contento y pagado con mi mujer y alegre con la nueva hija, sobreponiendo cada día en mi casa alhaja sobre alhaja, mi persona muy bien tratada, con dos pares de vestidos, unos para las fiestas y otros para de contino, y mi mujer lo mismo, mis dos docenas de reales en el arca, vino a esta ciudad, que venir no debiera, la nueva para mí, y aún para otros muchos de la ida de Argel. Y comenzáronse de alterar unos, no sé cuántos vecinos míos, diciendo: «Vamos allá, que de oro hemos de venir cargados». Y comenzáronme con esto a poner codicia; díjelo a mi mujer, y ella, con gana de volverse con mi señor el Arcipreste, me dijo: «Haced lo que quisiéredes, mas si allá vais y buena dicha tenéis, una esclava querría que me trajésedes que me sirviese, que estoy harta de servir toda mi vida. Y también para casar a esta niña no serían malas aquellas tripolinas y doblas zahenas, de que tan proveídos dicen que están aquellos perros moros».
Con esto y con la codicia que yo me tenía, determiné (que no debiera) ir a este viaje. Y bien me lo desviaba mi señor el Arcipreste, mas yo no lo quería creer: al fin habían de pasar por mí más fortunas de las pasadas. Y así, con un caballero de aquí, de la Orden de San Juan, con quien tenía conocimiento, me concerté de le acompañar y servir en esta jornada, y que él me hiciese la costa, con tal que lo que allá ganase fuese para mí. Y así fue que gané, y fue para mí mucha malaventura, de la cual, aunque se repartió por muchos, yo traje harta parte.
Partimos desta ciudad aquel caballero y yo, y otros y mucha gente, muy alegres y muy ufanos como a la ida todos van; y por evitar prolijidad, de todo lo acaecido en este camino no hago relación, por no hacer nada a mi propósito. Mas de que nos embarcamos en Cartagena y entramos en una nao bien llena de gente y vituallas, y dimos con nosotros donde los otros, y levantóse en el mar la cruel y porfiada fortuna que habrían contado a Vuestra Merced, la cual fue causa de tantas muertes y pérdida, cual en el mar gran tiempo ha no se perdió; y no fue tanto el daño que la mar nos hizo, como el que unos a otros nos hicimos; porque como fue de noche, y aun de día el tiempo recio de las bravas ondas y olas del tempestuoso mar tan furiosas ningún saber había que lo remediase, que las mismas naos se hacían pedazos unas con otras, y se anegaban con todos los que en ellas iban. Mas pues sé que de todo lo que en ella pasó y se vio Vuestra Merced estará, como he dicho, informado de muchos que lo vieron y pasaron, y quiso Dios que escaparon, y de otros a quien aquellos lo han contado, no me quiero detener en ello, sino dar cuenta de lo que nadie sino yo la puede dar, por ser yo solo el que lo vio, y el que de todos los otros juntos que allí estuvieron ninguno mejor que yo lo vi. En lo cual me hizo Dios grandes mercedes, según Vuestra Merced oirá.
De moro ni de mora no doy cuenta, porque encomiendo al diablo el que yo vi. Mas vi la nuestra nao hecha pedazos por muchas partes, vila hacer por otras tantas, no viendo en ella mástil ni entena, todas las obras muertas derribadas y el casco tan hecho cascos, y tal cual he dicho.
Los capitanes y gente granada que en ella iban saltaron en el barco y procuraron de se mejorar en otras naos, aunque en aquella sazón pocas había que pudiesen dar favor. Quedamos los ruines en la ruin y triste nao, porque la justicia y cuaresma diz que es más para estos que para otros. Encomendámosnos a Dios y comenzámosnos a confesar unos a otros, porque dos clérigos que en nuestra compañía iban, como se decían ser caballeros de Jesucristo, fuéronse en compañía de los otros y dejáronnos por ruines. Mas yo nunca vi ni oí tan admirable confesión: que confesarse un cuerpo antes que se muera acaecedera cosa es, mas aquella hora entre nosotros no hubo ninguno que no estuviese muerto. Y muchos que cada ola que la brava mar en la mansa nao embestía, gustaban la muerte, por manera que pueden decir que estaban cien veces muertos, y así, a la verdad, las confesiones eran de cuerpos sin almas. A muchos dellos confesé, pero maldita la palabra me decían sino suspirar y dar tragos en seco, que es común a los turbados, y otro tanto hice yo a ellos, pues estándonos anegando en nuestra triste nao, sin esperanza de ningún remedio que para evadir la muerte se nos mostrase, después de llorada por mí mi muerte y arrepentido de mis pecados, y más de mi venida allí, después de haber rezado ciertas devotas oraciones que del ciego mi primero amo aprendí aprobadas para aquel menester, con el temor de la muerte vínome una mortal y grandísima sed, y considerando cómo se había de satisfacer con aquella salada, mal sabrosa agua del mar, parecióme inhumanidad usar de poca caridad conmigo mismo, y determiné que en lo que la mala agua había de ocupar era bien engullirlo de vino excelentísimo que en la nao había, el cual aquella hora estaba tan sin dueño como yo sin alma, y con mucha prisa comencé a beber. Y allende de la gran sed que el temor de la muerte y la angustia della me puso, y también no ser yo de aquel oficio mal maestro, el desatino que yo tenía, sin casi saber lo que hacía, me ayudó de tal manera, que yo bebí tanto, y de tal suerte me atesté, descansando y tornando a beber, que sentí de la cabeza a los pies no quedar en mi triste cuerpo rincón ni cosa que de vino no quedase llena, y acabando de hacer esto y la nao hecha pedazos, de sumirse con todos nosotros todo fue uno. Esto sería dos horas después de amanecido; quiso Dios que con el gran desatino que hube de me sentir del todo en el mar, sin saber lo que hacía, eché mano a mi espada, que en la cinta tenía, y comencé a bajar por mí mar abajo.
Aquella hora vi acudir allí gran número de pescados grandes y menores, de diversas hechuras, los cuales, ligeramente saliendo, con sus dientes de aquellos mis compañeros despedazaban y los talaban. Lo cual viendo, temí que lo mismo harían a mí que a ellos si me estuviese con ellos en palabras; y con esto dejé el bracear que los que se anegan hacen, pensando con aquello escapar de la muerte, de más y allende que yo no sabía nadar, aunque nadé por el agua para abajo, y caminaba cuanto podía mi pesado cuerpo, y comenzóme a apartar de aquella ruin conversación prisa y ruido y muchedumbre de pescados que al traquido que la nao dio acudieron; pues yendo yo así bajando por aquel muy hondo piélago, sentí y vi venir tras mí grande furia de un crecido y grueso ejército de otros peces, y según pienso venían ganosos de saber a qué yo sabía; y con muy grandes silbos y estruendo se llegaron a quererme asir con sus dientes. Yo, que tan cercano a la muerte me vi, con la rabia de la muerte, sin saber lo que hacía, comienzo a esgrimir mi espada, que en la diestra mano llevaba desnuda, que aún no la había desamparado, y quiso Dios me sucediese de tal manera, que en un pequeño rato hice tal riza dellos dando a diestro y a siniestro, que tomaron por partido apartarse de mí algún tanto; y, dándome lugar, se comenzaron a ocupar en se cebar de aquellos de su misma nación a quien yo defendiéndome había dado la muerte, lo cual yo sin mucha pena hacía, porque como estos animales tengan poca defensa, y sus coberturas menos, en mi mano era matar cuantos quería, y a cabo de un gran rato que dellos me aparté, yéndome siempre bajando, y tan derecho como si llevara mi cuerpo y pies fiados sobre alguna cosa, llegué a una gran roca que en medio del hondo mar estaba, y como me vi en ella de pies, holguéme algún tanto y comencé a descansar del gran trabajo y fatiga pasada, la cual entonces sentí, que hasta allí con la alteración y temor de la muerte no había tenido lugar de sentir.
Y como sea común cosa a los afligidos y cansados respirar, estando sentado sobre la peña di un gran suspiro, y caro me costó, porque me descuidé y abrí la boca, que hasta entonces cerrada llevaba, y como había ya el vino hecho alguna evacuación por haber más de tres horas que se había embasado lo que dél faltaba, tragué de aquella salada y desaborida agua, la cual me dio infinita pena rifando dentro de mí con su contrario. Entonces conocí cómo el vino me había conservado la vida, pues por estar lleno dél hasta la boca no tuvo tiempo el agua de me ofender; entonces vi verdaderamente la filosofía que cerca desto había profetizado mi ciego, cuando en Escalona me dijo que si a hombre el vino había de dar vida había de ser a mí. Entonces tuve gran lástima de mis compañeros que en el mar padecieron, porque no me acompañaron en el beber, que, si lo hicieran, estuvieran allí conmigo, con los cuales yo recibiera alguna alegría. Entonces entre mí lloré todos cuantos en el mar se habían anegado, y tornaba a pensar: «quizá, aunque bebieran, no tuvieran el tesón conveniente, porque no son todos Lázaro de Tormes, que deprendió el arte en aquella insigne escuela y bodegones toledanos con aquellos señores de otra tierra».
Pues estando así pasando por la memoria estas y otras cosas, vi que venían do yo estaba un gran golpe de pescados, los unos que subían de lo bajo y los otros que bajaban de lo alto, y todos se juntaron y me cercaron la peña. Conocí que venían con mala intención, y con más temor que gana me levanté con mucha pena y me puse en pie para ponerme en defensa; mas en vano trabajaba, porque a esta sazón yo estaba perdido y encallado de aquella mala agua que en el cuerpo se me entró. Estaba tan mareado, que en pies no me podía tener, ni alzar la espada para defenderme. Y como me vi tan cercano a la muerte, miré si vería algún remedio, pues buscallo en la defensa de mi espada no había lugar, por lo que dicho tengo; y andando por la peña como pude, quiso Dios hallé en ella una abertura pequeña y por ella me metí; y de que dentro me vi, vi que era una cueva que en la mesma roca estaba, y aunque la entrada tenía angosta, dentro había harta anchura y en ella no había otra puerta. Parecióme que el Señor me había traído allí para que cobrase alguna fuerza de la que en mí estaba perdida; y cobrando algún ánimo vuelvo el rostro a los enemigos, y puse a la entrada de la cueva la punta de mi espada. Y asimismo comienzo con muy fieras estocadas a defender mi homenaje.
En este tiempo toda la muchedumbre de los pescados me cercaron, y daban muy grandes vueltas y arremetidas en el agua, y llegábanse junto a la boca de la cueva; mas algunos que de más atrevidos presumían, procurando de me entrar, no les iba dello bien; y como yo tuviese puesta la espada lo más recio que podía con ambas manos a la puerta, se metían por ella y perdían las vidas; y otros que con furia llegaban heríanse malamente, mas no por esto levantaban el cerco. En esto sobrevino la noche, y fue causa que el combate algo más se aflojó, aunque no dejaron de acometerme muchas veces por ver si me dormía o si hallaban en mí flaqueza.
Pues estando el pobre Lázaro en esta angustia, viéndome cercado de tantos males en lugar tan extraño y sin remedio, considerando cómo mi buen conse...