Una cristiana
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Una cristiana

  1. 170 páginas
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Una cristiana

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Información del libro

Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire. En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905). En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista. Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788498976694
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Classics
XX
Al bajarme del tren en Madrid, en la estación del Norte, lo primero que pude divisar fue la roja barba y el rostro acentuado de mi tío Felipe, que me alargó la mano y llamó a un mozo para entregarle el talón de mi baúl. Después, metiéndose conmigo en un coche de punto, dio las señas de su casa: «Claudio Coello, número tantos...».
—¿No vamos a mi posada? —pregunté sorprendido.
—Verás... —respondió el hebreo con aquella especie de dificultad de frase y aquella contracción en el rostro que acompañaban en él a la manifestación de la avaricia—. Es una tontería andar con eso de posadas, entre parientes... En mi casa hay un cuarto sobrante, que de nada sirve; lo ocupaban unos trastos... Es alegre y capaz... Mejor tratado que en la posada ya estarás, hijo... Y para tus estudios, la tranquilidad que quieras.
Comprendí el mezquino cálculo. Pagarme el pupilaje tenía que costarle más, por barato que fuese, que hospedarme en su casa. Pero yo allí... En el primer momento no sé explicar qué efecto me produjo la idea. Lo cierto es que exclamé:
—Mi tía no ha de ver con gusto que yo me aloje en casa de ustedes.
—Te diré —respondió el marido—. Al principio se le figuró que para tu objeto convenía más la casa de huéspedes... Se aferraba en eso... Pero la he convencido... Ya no pone el menor obstáculo.
Guardé silencio. Notaba la impresión desagradable que se experimenta al salir de una atmósfera templada a una corriente de aire frío, que azota el rostro. La vida en la Ullosa había sido un paréntesis, un descanso, una especie de grata somnolencia; y aquel brusco llamamiento al exterior, a la agitación y a la fantasmagoría, cuando precisamente estaba yo en el momento de reanudar los estudios, necesitando de toda mi voluntad y fuerza mental para consagrarla a muy arduas tareas, me trastornaba. Y sin embargo, la juventud ama tanto el riesgo, la marejada y la tormenta, que sentí un estremecimiento de placer cuando mi tío tiró del botón de cobre de la campanilla eléctrica, y se abrió la puerta tras de la cual estaba Carmiña Aldao.
¡Con qué temblor del alma la saludé! Mi sangre toda giró por el cuerpo precipitándose al corazón, y conocí los síntomas de la antigua llama —como dice Dante al hablar de su encuentro con Beatriz—. La esposa de mi tío me recibió correctamente, sin mostrar ni despego ni excesiva cordialidad. Llenando sus deberes de dueña de casa, me instaló en mi cuarto, se enteró de lo que yo necesitaba, me mostró algunos muebles donde podía colocar mis libros y ropas, me dio consejos prácticos para aprovechar mejor las cuatro paredes... «Aquí pones tus camisolas... En esta percha cuelgas la capa... La mesa aquí, junto a la ventana, que podrás estudiar mejor... Mira, este es el lavabo... Ten aquí siempre las toallas... Te he buscado este quinqué de pantalla verde, que no te echará a perder la vista...»
Mientras ella me explicaba semejantes pormenores, yo la miraba con tal sed de verla, que bebía sus facciones y devoraba su aspecto querido. Lo que buscaba al contemplarla era esa revelación que, bien estudiado, encierra todo rostro de mujer casada, y que pudiera llamarse la cuenta corriente de la felicidad. No, no era feliz. Lo cárdeno de sus ojeras no procedía de amorosa fiebre, sino de pena oculta. Su boca no se dilataba para la risa o el halago; se recogía como la de todos los luchadores que mortifican solitariamente el cuerpo o el espíritu. Sus sienes estaban un tanto marchitas. Su talle era más plano: no había adquirido la redondez graciosa y majestuosa que se advierte en las esposas a los pocos meses de vida conyugal, aunque no sean madres. ¡No era feliz!
¡Cuánto trabajó mi fantasía sobre la base de esta suposición! No tardé sin embargo en habituarme a la convivencia con tití, y fue pareciéndome algo menos peligrosa que al pronto. La proximidad es siempre incentivo, pero la convivencia, quitando interés dramático y novedad a las ocasiones de encontrarse, tal vez disminuye el riesgo.
Aunque los últimos años de la carrera de ingeniero distan mucho de ser tan absorbentes como los primeros, y las dificultades van allanándose a medida que se sube la áspera cuesta; la empollación bastaba a ocupar mis ocios. La vida de tití se deslizaba tan apartada de la mía, que viviendo bajo el mismo techo, apenas nos tropezábamos, fuera de las horas oficiales. Por la mañana salíamos los dos, yo a mis clases, ella a compras y a devociones muy largas. Al almuerzo yo observaba en Carmiña cierta animación y un contento inexplicable. Venía consolada de la iglesia: era evidente. Mi tío, también satisfecho y decidor, de zapatillas y sin corbata, charlaba conmigo, me hacía preguntas, comentaba las noticias de la víspera, los diálogos en el salón de conferencias y en los pasillos del Congreso con don Vicente Sotopeña sobre el cariz de la política, las insinuaciones de los periódicos, la última conversación confidencial de la Regente con el embajador de Austria, que persona bien enterada había repetido en el Casino de pe a pa. Yo provocaba la locuacidad de los esposos, pues tití, a su vez, me contaba la gaceta de Pontevedra, los inocentes chismes que la escribían sus amigas, y mil detalles relativos a las vecinas del principal y del entresuelo, a las cuales solía visitar de noche, según la costumbre mesocrática madrileña, que organiza en cada casa una tertulia de vecindad. Por la tarde mi tío salía, ya solo, ya con su mujer; yo necesitaba bien el tiempo para trabajar o pasear con Luis, y ¡adiós hasta la comida! Esta era más triste que el almuerzo: mi tía estaba nerviosa y excitada, o aplanada y distraída, sin que lograse disimularlo. De noche, ella subía a sus tertulias caseras o hacía labor junto a la chimenea, y mi tío me sacaba de casa, llevándome, a veces, a algún teatrillo por horas. Ningún peligro, pues. El engranaje de mis tareas me salvaba de las sugestiones de la ociosidad. El diablo no sabía cuándo tentarme.
Ya supondrán ustedes con quién desahogaba yo. ¿Para qué están en el mundo las personas sesudas y discretas como Portal, sino para oír confidencias de maniáticos? Creo que me incitaba a hacer confesión plenísima lo muy a contrapelo que Portal la tomaba. Sus agrias censuras eran latigazos o pinchazos que me estimulaban obligándome a reflexionar sobre mi estado y a escarbar más hondo allá en los rincones de mi espíritu.
—Chacho —díjome un día el formal amigo—, ya he adivinado lo que padeces. Conozco la medicina de tus achaques. Guíate por mí y sanas al cuarto de hora. El mal tuyo recibe este nombre técnico: espuma de la mocedad comprimida. El remedio se llama... ¡adivina adivinanza! Se llama Belén.
—¿Belén?
—Qué, ¿no te acuerdas va de ella? Belén, la hurí de negros ojos, la que pegaba angelitos en cajas de cartón. ¿Conque tan olvidada la tenías? ¡Descastado! Pues yo le he seguido la pista... Chico, transformación de comedia de magia. Verás tú ahora a la prójima esa en su apogeo. Coche no lo arrastra aún... pero todo se andará.
—¿De verás? ¿Ha encontrado gran Paganini? —pregunté sin curiosidad.
—No quiero decirte nada hasta que juzgues por ti mismo... Te quedarás absorto.
De allí a pocas tardes, el orensano me condujo a una buena casa, en la calle céntrica y solitaria a la vez, de las Hileras. El portal era decente; la escalera cómoda y clara, y la puerta del entresuelo, a que llamamos, tenía notable aspecto de seriedad y discreción, y metales relucientísimos.
Nos abrió una mujer de mediana edad, vestida de negro, mestiza de doncella y ama de llaves, y a las primeras palabras de Luis nos dijo que pasásemos a la sala, que iba a avisar «a la señora».
—¿Eh? ¿Qué tal? —exclamó mi amigo—. ¿Qué te parece? «La señora» por arriba y «la señora» por abajo... Sillería de lana, color botón de oro... espejo con marco de palo santo... alfombra de buena moqueta... cortinas de yute fino... dos jarrones de bronce y porcelana... su quinqué con pantalla de paraguas... Me parece a mí que el bolsista no se queda corto.
—Pero chico, ¡qué metamorfosis!
—Ahí verás tú... Los tiempos cambean. Por otra parte, la metamorfosis era prevista. La chica se cansaba de pegar flores de azahar en cucuruchos; pero no le habían saltado más gangas que el cicatero de tu tío, que al darla dinero para dulces, le tomaba después la cuenta por céntimos. Cuando apareció el bueno de don Telesforo Armiñón, resuelto a sacarla de penas, ¡no te quiero decir lo que pasó! Vio el cielo abierto la chica. Lo primero que pidió la infeliz fue calzado... Tu tío la traía echando los dedos... Estas de Madrid, el pie es lo que las desquicia. ¡Ahora hay cada zapatito!... (Portal lanzó un beso al aire). Ahí viene ya... Ponte serio.
Rugir de faldas... Belén hizo su entrada solemne. ¡Rediós! Era verdad; no había quien fuese capaz de conocerla disfrazada así. Peinada con la clásica modestia de las señoras, lucía una bata de terciopelo color hoja seca, y en las orejas dos tornillitos de brillantes. En las manos, afinadas ya por la holganza, relucía también alguna piedra; y al andar, se le entreveían aquellos zapatitos famosos, estrechos, entaconados, de raso oscuro, manzana de su perdición. Me pareció más gruesa, de movimientos más tranquilos y lánguidos, de tez aún más pálida y fresca que antes, comparable solo al satinado de la hoja de magnolia.
—¿Venimos a mala hora? —preguntó Portal.
Antes de responder, Belén se fijó en mí, y casi chilló de alegría...
—¡Hola! ¡ya pareció el perdido! ¿Es usted, mala persona? Una sola vez he tenido el gusto de verle, y luego la del humo... Veraneando ¿eh? Pues aquí nos hemos aguantado los demás con calores y resquemores... Pero, y ¿desde cuándo estás por aquí? —añadió, apeándome con resolución el tratamiento.
—Desde dos días hace —atajó Portal—, y siempre suspirando por echar la vista encima a la gente buena. No me dejaba vivir con «vamos a saludar a Belén... Aunque como ahora está hecha una señorona, puede que no haga maldito caso a los pobres estudiantes... Pero yo me pongo malo si no la veo... Lo dicho, me da un ataque de... algo...».
—Ande usted, gallego trapacero —contestó la hermosa, que clavando en mí sus flechadores y soberbios ojos, me envolvió en una mirada fogosa y humilde a la vez—. Ni este se acordaba de mí, ni ganas... Na, después de aquel día de jaleíto... si te he visto, no me acuerdo. Y yo... claro, ¿qué ha de hacer una? Para los despilfarros que le costaba a tu tío... ¡Tiñoso mayor! Dicen que se ha casado... Divertida estará la mujer... En fin, ahora me encuentro bien, lo que se dice bien... Estos son otros López. Mira —añadió sin dar tiempo siquiera a que nos sentásemos— ven a ver mi casita; es la gran casa... Gabinete con chimenea y todo... Hoy no han encendido, porque todavía no hace frío ¿sabes tú?, pero voy a mandar que enciendan... volando. ¿Ves?, pasa por aquí... el comedor... chiquito, pero muy desahogado... una cocina hermosa... cuarto para baúles... Da la vuelta por allí... alcoba de columnas y todo...
—Hija —advirtió Portal con ánimo de sacarla de sus casillas—, no me convences. Has pasado de un catre franco a un catre hipócrita. Armiñón tiene más duros que arenas la mar, y no te ha puesto coche, ni te ha vestido los muebles de seda; de manera que... no me digas a mí que se porta. Lo que es el diván de raso, y la victoria y la yegua inglesa, te lo debe como yo debo la vida a mi padre....

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. XXI
  24. XXII
  25. Libros a la carta