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El suspiro del moro
Leyendas tradiciones, historias referentes a la conquista de Granada
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El suspiro del moro
Leyendas tradiciones, historias referentes a la conquista de Granada
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El suspiro del moro is a detailed account of the fall of the kingdom of Granada in Spain in the late 15th century.
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Información
Capítulo XXV
Las compañeras de Zoraya vertieron abundantes lágrimas y lanzaron agudos sollozos. No satisfechas de estas manifestaciones de duelo, cogieron con ambas manos los rizos que les caían sobre las espaldas y se mesaron con furia las largas cabelleras. Distinguióse entre todas por su dolor la tierna Moraima, pues, segura del cariño de Boabdil, nunca creyó tener en las esclavas, ni moras ni cristianas, temibles rivales. En cambio la austera Aixá disertó sobre los desórdenes de la mesa y tomó pretexto de aquel inesperado caso para argüir muy largamente del olvido de las leyes koránicas y de la maldita manía de beber vino. Cautiva andaluza, la pobre Zoraya conservaba en su conciencia y siempre que podía en sus oraciones y prácticas religiosas, como hemos visto, el culto de sus padres; mas en el harén, sin que nadie la hubiese consultado, pasaba por renegada y mahometana. Así, no es mucho que sobre su cadáver frío recitara. Aixá la oración muslímica por los difuntos; y volviendo su rostro a la Meca, dijera los cuatro tekbires necesarios para encomendar los muertos a la divina misericordia. En el primero, exaltó la gloria de Dios; en el segundo, le consagró largas alabanzas; en el tercero, le pidió para Mahoma las mismas bendiciones llovidas sobre Abraham; y en el cuarto le conjuró a que acordase a la difunta justicia, si había sido buena y perdón si había sido mala, convirtiendo su tumba en lugar de delicias y en pórtico del paraíso. Pero no había concluido esta plegaria religiosa, cuando llegó proposición de rescate, y con la proposición de rescate el propósito adivinado por Muley en Aixá de entregarla a cambio de tesoros muy buenos para alimentar las guerras civiles y conseguir el logro de todas sus desapoderadas ambiciones. Un delegado de Venegas cogió el cuerpo, y lo depositó a hurtadillas en la mágica estancia señalada por el enamorado Sultán.
Era de noche. Bien lo indican el canto del cuclillo en la llanura, del búho en la caverna, del ruiseñor en la floresta, de la rana en el estanque y del grillo en la hierba. Dentro de preciosa estancia yace sobre un lecho de damasco carmesí, el cuerpo de Zoraya, revestido de lino blanco como la nieve y coronado de flores recién cogidas en los encantados cármenes. El suelo de alabastro brilla como si fuera un pedazo de la Luna llena; las paredes, primorosamente alicatadas, ostentan todos los colores del iris, realzados por la hojarasca de plata y oro; la bóveda, compuesta de estalactitas varias, parece destilar esas gotas de luz que se llaman soles y estrellas; levántanse a las alturas surtidores de aromadas aguas que perfuman el aire, penetrando, además, por las venas como un sueño delicioso; y lejos, apagadas por la distancia, suaves melodías impregnadas de amor que a su vez embriagan el alma. Sobre sendos cojines, a los pies del lecho, se ven trajes orientales de la mayor riqueza y joyas tan preciadas que valdrían ellas solas un reino. La luz, a cuyo resplandor todos aquellos objetos están iluminados, guarda reflejos dulcísimos y extraños como si proviniera de otros cielos y astros enteramente desconocidos para los míseros mortales. Una klepsydra, puesta cuidadosamente a la cabecera del lecho, acaba de vaciar todas sus arenas, cuando Zoraya se incorpora dando un suspiro, y se lleva la mano derecha a la frente y la mano izquierda al corazón como queriendo sacudir un triste sueño y descargarse de una gran pesadumbre.
—¿Dónde estoy? —dijo— ¿qué es de mí? Muerta, muerta, y he debido llegar al otro mundo.
Y a esta reflexión se lanzó del lecho y recorrió la estancia.
—Dios mío —dijo—. ¿Me has enviado al, cielo, al infierno, al purgatorio? No lo sé. ¡Oh, madre, madre mía! El ángel de la guarda, con que tantas veces entretuviste mis insomnios y ocupaste mi pensamiento, no ha venido a recibirme aquí, en las riberas de la eternidad. Ni oigo las letanías sin fin que despiden los bienaventurados de sus labios, ni veo las palmas de luz que cimbrean en sus manos las mártires. La Madre de Dios, cuya sonrisa me bendecía en el crepúsculo, cuando la campana de nuestro castillo, desde la torre altísima llamaba los campesinos al reposo y a la oración, no ha derramado sus rosas místicas sobre mi cuerpo virginal y sobre mi alma inocente. Todas las esperanzas de mi cautiverio han marrado. Si sobreviví al rapto, si me resigné al harén, si pude vivir entre infieles como la rosa entre zarzas, fue con la esperanza de encontrar en mi paso desde este manto al otro por los cielos eternos de mi Dios las almas bienaventuradas de mis hermanos y de mis padres. Los vi caer defendiendo tu santo nombre; los vi expirar en la pelea con la mirada convertida a tu gloria; y se han perdido como el polvo levantado por sus corceles, y se han disipado como la sangre derramada de sus venas. El surco de los combates se tragó sus cuerpos y sus espíritus, confundidos con el terruño, como una capa de polvo puesta sobre otra capa de polvo. Y aquí, en el otro mundo, por cuyo logro suspiré tantas veces, se extienden las mismas líneas de los palacios árabes, se oyen las mismas melodías, se aspiran los mismos aromas, se ven sobre cojines de damasco las mismas deslumbrantes y despreciables joyas; de modo, que esta muerte, por la cual había suspirado, creyéndola el logro de mi libertad, se reduce a la prolongación de mi cautiverio. ¿Para qué todo eso, para qué, si aquí estoy sola? Dios mío, llamo y no me responden. Deben haberme enterrado viva en alguna de las estancias de Granada. Pero este sepulcro es horrible, este sepulcro en el cual ni siquiera se encierra el amor, lo único que puede consolar de la ausencia del cielo. Dos cosas he querido que no pienso lograr jamás, ¡oh hado implacable! después de la vida la bienaventuranza y en la vida el amor.
—Las tendrás —dijo Muley-Hacem abriendo unas cortinas y lanzándose a los pies de Zoraya.
—¡Ah! —gritó ésta con grito indecible como si hubiera recibido una herida.
—¿Tiemblas? —preguntó el Sultán.
—Sí.¡Qué miedo! —respondió Zoraya.
—¡Miedo cuando tienes a tus plantas un caballero!
Y clavó sus ojos con tanto ahínco en los ojos de Zoraya que sintió misteriosa fascinación la incauta joven.
—¿Por qué tiemblas?
—¿Por qué tiemblo? Porque es tan extraño todo cuanto me sucede aquí...
—¿Extraño?
—Incomprensible.
—Se comprende fácilmente; de sierva pasas a señora.
Y volvió a fijar con tal ardor sus ojos en Zoraya, que volvió Zoraya de nuevo a estremecerse.
—¿Por virtud de qué milagro? —preguntó la joven con anhelo.
—Por virtud del amor.
—¿Quién me puede amar a mí, a esta pobre cautiva?
—Yo.
—¿Y quién eres tú?
—No puedes saberlo.
—¿Eres algún mago, algún hechicero, que me ha detenido a las puertas del sepulcro y que me ha encantado con sus conjuros?
—No me conoce —exclamó para sí el Sultán—, no sabe quien soy. Gracias, Dios mío, gracias.
—Dime quien eres.
—¿Para qué necesitas saberlo? Soy un mortal que te amará hasta más allá de la muerte.
Y el fuego que despedía la mirada de Hacem, y el aroma que exhalaba su aliento, subían hasta la cabeza de Zoraya y la trastornaban más, mucho más, que antes la hubiera trastornado el narcótico.
—¿Amar? ¿Me amas? —preguntó.
—Como no puedes imaginártelo. Si fuera rey del cielo pondría a tus plantas el Sol, y si fuera rey de Granada, pondría a tus plantas el solio.
—No, no. Ni soles, ni solios. Lo que yo necesito es mucho más reducido, lo que yo necesito es un corazón.
Tales palabras exaltaron el ánimo de Hacem con una verdadera exaltación. El contraste entre esta sencillez propia de una mujer amante y las ambiciones de Aixá, que a la continua le atormentaban, fue para él como una revelación. Por vez primera sentía el amor en sí, el amor desprendido de todos los intereses terrenales, el amor puro y eterno. Por vez primera veía abrirse ante sus ojos extáti...
Índice
- Créditos
- Presentación
- Parte I
- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- Capítulo X
- Capítulo XI
- Capítulo XII
- Capítulo XIII
- Capítulo XIV
- Capítulo XV
- Capítulo XVI
- Capítulo XVII
- Capítulo XVIII
- Capítulo XIX
- Capítulo XX
- Capítulo XXI
- Capítulo XXII
- Capítulo XXIII
- Capítulo XXIV
- Capítulo XXV
- Parte II
- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- Capítulo X
- Capítulo XI
- Capítulo XII
- Capítulo XIV
- Capítulo XV
- Capítulo XVI
- Capítulo XVII
- Capítulo XVIII
- Capítulo XIX
- Capítulo XX
- Capítulo XXI
- Capítulo XXII
- Capítulo XXIII
- Capítulo XXIV
- Capítulo XXV
- Capítulo XXVI
- Libros a la carta