Dos relatos
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Dos relatos

  1. 38 páginas
  2. Spanish
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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788498978636
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Costumbres húngaras
Los campos, en tanto que el calor de la juventud está dispuesto como el del vino nuevo a subirse a la cabeza, disponen a la alegría bulliciosa; pero, en la mitad del camino de la vida, la belleza campestre produce un placer que, en su apariencia exterior, pudiera equivocarse con la melancolía. ¡Oh, amigos de mi juventud, donde quiera que os haya echado la tormenta horrible que ha sumergido la España, si estos renglones llegaren a vuestras manos y os trajeren a la memoria los días que, a orillas del Guadalquivir y Manzanares, ahogábamos en el placer de la amistad y del campo la amarga sensación interna de la esclavitud española, sabed que, al cabo de tantos años, en el reposo de la edad que se inclina a la vejez y de la adusta experiencia que ha cortado las guías a las alas de la esperanza, vuestro amigo no puede pasar un día de verano en las márgenes deliciosas del Támesis sin que la imagen de los compañeros de su juventud le humedezca los ojos! ¿Por qué no están aquí?, digo entre mí. ¿Por qué, como yo, no rompieron, en tiempo, los grillos políticos con que el falso nombre de patria remacha las prisiones de los que nacen donde no se permite a los hombres tener voluntad ni opinión propia? Una esperanza generosa ha doblado sus prisiones. Quisieron hacer bien a un pueblo a quien el veneno de la superstición ha reducido al delirio y yacen a merced del despotismo y la ignorancia. ¿Hay acaso remedio para males como los de España? ¿Hay cura para el fanatismo arraigado por siglos?
Mala prueba, empero, va dando la pluma del reposo de que hablé al principio; pero, cuando una idea dolorosa se presenta repentinamente al ánimo, helado o duro por demás ha de ser el escritor que por medio de una digresión no dé suelta por un momento a sus afectos. Además, la historia que voy a contar es triste, y, como los recuerdos que me ocurrieron no lo son menos, tal vez servirán de preparar el oído, como los preludios de un mismo tono en la música. Volvamos, pues, al Támesis.
Un día de verano, en que el cielo incierto de Inglaterra había amanecido con el aspecto dulcísimo que a veces toma, dispuse valerme de uno de los barcos de vapor que en aquella estación suben diariamente, río arriba, desde la Torre de Londres hasta el hermoso pueblo de Richmond. Un vientecillo ligero del sudoeste daba a las aguas y las hojas el movimiento necesario, y no más, para quitar la quietud macilenta que toman las escenas campestres inglesas, en los días de calor y calma, a causa de la humedad de que abunda la atmósfera. A poco rato de esperar a la orilla, divertido con la escena de actividad que las cercanías de Londres presentan a todas horas, descubrí, por cima del torno inmediato, la columna movible de humo que indicaba la cercanía del barco; y en breve apareció, cortando majestuosamente las aguas, rodeado de la espuma que forman las aletas de las ruedas; en fin, con más apariencia de un monstruo marino que se mueve a discreción propia que de máquina inanimada a quien la ingeniosidad del hombre da impulso. Púseme en un bote pequeño y enderecé hacia el barco, que al momento refrenó el ímpetu con que iba, como si de modo propio se dispusiese a recibir la nueva carga. La subida cómoda y segura, la anchura de la cubierta rodeada de una baranda agraciada, la variedad de pasajeros, parte sentados, parte paseándose como por una gran sala, todos bien vestidos, todos de buen humor, aunque quietos, presentan al no acostumbrado un cuadro de la mayor novedad e interés. Pero nada llega a la variedad bellísima que halaga la vista, al paso que el barco se deja atrás a Londres. Aun antes de perder esta ciudad de vista, ella sola basta para excitar en la mente un enjambre de ideas y en el corazón un remolino de afectos. ¡Qué grandeza, qué poder, cuántas virtudes, cuántos vicios, qué acumulación de placeres, qué peso enorme de aflicción y dolor se encierran en aquel mar de casas, de que solo descubro la orilla! El hilo (si es que lo tienen) de estas ideas se rompe al acercarse al gran puente de Waterloo, cuyo igual no se ve en Europa. Se pasma la imaginación a hallarse surcando las aguas libremente bajo los arcos aplanados que dan paso al río, al ver la solidez de la estructura, la magnitud de los cantos de granito azulado y, más que todo, la aparente facilidad que la obra presenta después de acabada. Pero si los otros puentes pierden parte de su efecto sobre el espectador después de visto el de Waterloo, hacen, no obstante, que la admiración se aumente por su variedad y su número. El puente de hierro colado de Vauxhall, por la extrañeza de su material y construcción, admira al que lo ve de nuevo, y mucho más al que pasa debajo de él y observa la multitud y complicación de las barras que lo sustentan.
Pasado que se ha el Real Hospital de Chelsea, que da magnífico asilo a los inválidos del ejército, la escena toma el carácter mixto, ciudadano-campestre, que es propio de Inglaterra. Ambas orillas están salpicadas de casas y aun de pueblos pequeños. Pequeños, digo, en comparación de Londres, pues Hammersmith, por ejemplo, pasaría por villa de primer orden en otras partes. Abundan las casas de campo de gentes ricas a la margen del nobilísimo río, que, estrechándose poco a poco, gana en tranquilidad y belleza lo que pierde en raudales. Los jardines reales de Kew, el elegante puente de piedra que toma el nombre del pueblecito en que están los jardines, los edificios que descuellan aquí y allí, en todas direcciones, y parecen moverse con el rápido movimiento del barco, en fin, la multitud de árboles, especialmente sauces acopados, de las orillas, que dan a las aguas transparentes del río un verde esmeralda de la mayor pureza, transportan la imaginación a países encantados y la dejan atrás en sus más atrevidos vuelos. Mas ¿quién podrá describir las sensaciones internas que, entre tales objetos, causa la banda de música que a deshora rompe en ecos que, en la expansión del aire libre, pierden hasta la menor aspereza o disonancia? Una orquesta completa y arreglada daría al aficionado a música placeres de un orden más superior, más enlazados con el entendimiento, más coloreados con las fuertes tintas de las pasiones, pero en vano aspiraría a excitar el vivo, aunque suave, transporte que las vagas vibraciones de un arpa, acompañada de tres o cuatro instrumentos de viento, producen bajo un cielo plácido, toldado de ligerísimas nubes, en tanto que un bajel movido sin velas ni remeros se desliza por cima de mil imágenes de árboles, casas, Sol y nubes, que bailan ante los ojos, pintadas en el fondo del río.
Algún rato había pasado gozando en silencio esta escena, cuando entre los pasajeros ...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. Costumbres húngaras
  4. El alcázar de Sevilla
  5. Libros a la carta