El hechicero
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El hechicero

  1. 36 páginas
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El hechicero

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Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 1824-Madrid, 1905). España.Político y diplomático, fue un hombre culto y refinado, con numerosas aventuras amorosas y amistades literarias.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788498979473
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Classics
El hechicero
El castillo estaba en la cumbre del cerro; y, aunque en lo exterior parecía semiarruinado, se decía que en lo interior tenía aún muy elegante y cómoda vivienda, si bien poco espaciosa.
Nadie se atrevía a vivir allí, sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refería.
Hacía siglos que había vivido en él un tirano cruel, el poderoso Hechicero. Con sus malas artes había logrado prolongar su vida mucho más allá del término que suele conceder la naturaleza a los seres humanos.
Se aseguraba algo más singular todavía. Se aseguraba que el Hechicero no había muerto, sino que solo había cambiado la condición de su vida, de paladina y clara que era antes, en tenebrosa, oculta y apenas o rara vez perceptible. Pero ¡ay de quien acertaba a verle vagando por la selva, o repentinamente descubría su rostro, iluminado por un rayo de Luna, o, sin verle, oía su canto allá a lo lejos, en el silencio de la noche! A quien tal cosa ocurría, ora se le desconcertaba el juicio, ora solían sobrevenirle otras mil trágicas desventuras. Así es que, en veinte o treinta leguas a la redonda, era frase hecha el afirmar que había visto u oído al Hechicero todo el que andaba melancólico y desmedrado, toda muchacha ojerosa, distraída y triste, todo el que moría temprano y todo el que se daba o buscaba la muerte.
Con tan perversa fama, que persistía y se dilataba, en época en que eran los hombres más crédulos que hoy, nadie osaba habitar en el castillo. En torno de él reinaban soledad y desierto.
A su espalda estaba la serranía, con hondos valles, retorcidas cañadas y angostos desfiladeros, y con varios altos montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el cerro del castillo parecía estar como en avanzada.
Por ningún lado, en un radio de dos leguas, se descubría habitación humana, exceptuando una modesta alquería, en el término casi del pinar, dando vista a la fachada principal del castillo, al pie del mismo cerro.
Era dueño de la alquería, y habitaba en ella desde hacía doce años, un matrimonio, en buena edad aún, procedente de la más cercana aldea.
El marido había pasado años peregrinando, comerciando o militando, según se aseguraba, allá en las Indias. Lo cierto es que había vuelto con algunos bienes de fortuna.
Muy por cima del prestigio que suele dar la riqueza (y como riqueza eran considerados su desahogo y holgura en el humilde lugar donde había nacido), resplandecían varias buenas prendas en este hombre, a quien, por suponer que había estado en las Indias, llamaban el Indiano. Tenía muy arrogante figura, era joven aún, fuerte y diestro en todos los ejercicios corporales, y parecía valiente y discreto.
Casi todas las mozas solteras del lugar le desearon para marido. Así es que él pudo elegir, y eligió a la que pasaba y era sin duda más linda, tomándola por mujer, con no pequeña envidia y hasta con acerbo dolor de algunos otros pretendientes.
El Indiano, no bien se casó, se fue a vivir con su mujer a la alquería que poco antes de casarse había comprado.
Allí poseía, criaba o se procuraba con leve fatiga cuanto hay que apetecer para campesino regalo y sano deleite. Un claro arroyo, cuyas aguas, más frescas y abundantes en verano por la derretida nieve, en varias acequias se repartían, regaba la huerta, donde se daban flores y hortalizas. En la ladera, almendros, cerezos y otros árboles frutales. Y en las orillas del arroyo y de las acequias, mastranzos, violetas y mil hierbas olorosas. Había colmenas, donde las industriosas abejas fabricaban cera y miel perfumada por el romero y el tomillo que en los circunstantes cerros nacían. El corral, lejos de la casa, estaba lleno de gallinas y de pavos; en el tinado se guarecían tres lucidas vacas que daban muy sabrosa leche; en la caballeriza, dos hermosos caballos, y en apartada pocilga, una pequeña piara de cerdos, que ya se echaban con habas, ya con las ricas bellotas de un encinar contiguo. Había, además, algunas hazas sembradas de trigo, garbanzos y judías; y, por último, allá en la hondonada un frondoso sotillo, poblado de álamos negros y de mimbreras, hacia cuyo centro iba precipitándose el arroyo y formando, ya espumantes cascadas, ya serenos remansos.
Como el Indiano era excelente cazador, liebres, perdices, patos silvestres y hasta reses mayores no faltaban en su mesa.
Así vivían, como he dicho, hacía más de doce años, marido y mujer, en santa paz y bienandanza, alegrándoles aquella soledad una preciosa y única hija que habían tenido y que rayaba en los once años.
No consta de las historias que hemos consultado, cuál fuese el nombre de esta niña; pero, a fin de facilitar nuestra narración, la llamaremos Silveria.
Bien puede asegurarse, sin exageración alguna, que Silveria era una joya; un primor de muchacha. Se había criado al aire libre, pero ni los ardores del Sol ni las otras inclemencias del cielo habían podido ofender nunca la delicadeza de su lozana y aun infantil hermosura. Como por encanto, se mantenía limpia y espléndida la sonrosada blancura de su tez. Sus ojos eran azules como el cielo, y sus cabellos dorados como las espigas en agosto.
Acaso, cuando éramos niños, nos consintieron y mimaron mucho nuestros padres. De todos modos, ¿quién no ha conocido niños consentidos y mimados? Y, sin embargo, a nadie le será fácil concebir y encarecer lo bastante el consentimiento y el mimo de que Silveria era objeto. La madre, por dulce apatía y debilidad de carácter, la dejaba hacer cuanto se le antojaba; y, el padre, que era imperioso, como idolatraba a su hija y se enorgullecía de que se le pareciese en lo resuelta y determinada, y en la valerosa decisión con que ella procuraba siempre lograr su gusto y cumplir su real vol...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. El hechicero
  4. Libros a la carta