La Regenta I
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La Regenta I

  1. 384 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Índice
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Información del libro

La Regenta was published in two volumes in 1884 and 1885 and, in the words of its author, "was written as single individual pieces that I was writing as I was sending" to the editor. It is one of the best Spanish novels of the 19th century due to the psychological complexity of the characters and their social and personal conflicts. Though its central theme is adultery, this conflict is contrary to the customs, history, and values of Vetusta, an imaginary city. This is the first volume.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788498979718
Edición
1
Categoría
Literatura
XII
Don Francisco de Asís Carraspique era uno de los individuos más importantes de la Junta Carlista de Vetusta, y el que hizo más sacrificios pecuniarios en tiempo oportuno. Era político porque se le había convencido de que la causa de la religión no prosperaría si los buenos cristianos no se metían a gobernar. Le dominaba por completo su mujer, fanática ardentísima, que aborrecía a los liberales porque allá en la otra guerra, los cristinos habían ahorcado de un árbol a su padre sin darle tiempo para confesar. Carraspique frisaba con los sesenta años, y no se distinguía ni por su valor ni por sus dotes de gobierno; se distinguía por sus millones. Era el mayor contribuyente que tenía en la provincia la soberanía subrepticia de don Carlos VII. Su religiosidad (la de Carraspique) sincera, profunda, ciega, era en él toda una virtud; pero la debilidad de su carácter, sus pocas luces naturales y la mala intención de los que le rodeaban, convertían su piedad en fuente de disgustos para el mismo don Francisco de Asís, para los suyos y para muchos de fuera.
Doña Lucía, su esposa, confesaba con el Magistral. Este era el pontífice infalible en aquel hogar honrado. Tenían cuatro hijas los Carraspique; todas habían hecho su primera confesión con don Fermín; habían sido educadas en el convento que había escogido don Fermín; y las dos primeras habían profesado, una en las Salesas y otra en las Clarisas.
El palacio de Carraspique, comprado por poco dinero en la quiebra de un noble liberal, que murió del disgusto, estaba enfrente del caserón de los Ozores, en la Plaza Nueva, podrida de vieja.
El Magistral se dejó introducir en el estrado por una criada sesentona, que ladraba a los pobres como los perros malos. A los curas les lamería los pies de buen grado.
—Espere usted un poco, señor Magistral, haga el favor de sentarse; el señor está allá dentro y sale en seguida... (Con voz misteriosa y agria.) Está ahí el médico... ese empecatado primo de la señora.
—Sí, ya, don Robustiano: ¿pues qué hay, Fulgencia?
—Creo que Sor Teresa está algo peor... pero no es para tanto alarmar a los pobrecitos señores. ¿Verdad, señor Magistral, que la pobre señorita no está de cuidado?
—Creo que no, Fulgencia; pero ¿qué dice el médico? ¿Viene de allá?
—Sí, señor, de allá; y ahí dentro daba gritos... viene furioso... es un loco. No sé cómo le llaman a él. El parentesco, es cosa del parentesco.
El salón era rectangular, muy espacioso, adornado con gusto severo, sin lujo, con cierta elegancia que nacía de la venerable antigüedad, de la limpieza exquisita, de la sobriedad y de la severidad misma. El único mueble nuevo era un piano de cola de Erard.
Llegó al salón don Robustiano y salió Fulgencia hablando entre dientes.
El médico era alto, fornido, de luenga barba blanca. Vestía con el arrogante lujo de ciertos personajes de provincia que quieren revelar en su porte su buena posición social. Era una hermosa figura que se defendía de los ultrajes del tiempo con buen éxito todavía. Don Robustiano era el médico de la nobleza desde muchos años atrás; pero si en política pasaba por reaccionario y se burlaba de los progresistas, en religión se le tenía por volteriano, o lo que él y otros vetustenses entendían por tal. Jamás había leído a Voltaire, pero le admiraba tanto como le aborrecía Glocester, el Arcediano, que no lo había leído tampoco. En punto a letras, las de su ciencia inclusive, don Robustiano no podía alzar el gallo a ningún mediquillo moderno de los que se morían de hambre en Vetusta. Había estudiado poco, pero había ganado mucho. Era un médico de mundo, un doctor de buen trato social. Años atrás, para él todo era flato; ahora todo era cuestión de nervios. Curaba con buenas palabras; por él nadie sabía que se iba a morir. Solía curar de balde a los amigos; pero si la enfermedad se agravaba, se inhibía, mandaba llamar a otro y no se ofendía. «Él no servía para ver morir a una persona querida».
Al lado de sus enfermos siempre estaba de broma.
—«¿Con que se nos quiere usted morir, señor Fulano? Pues vive Dios, que lo hemos de ver..., etc.».
Esta era una frase sacramental; pero tenía otras muchas. Así se había hecho rico. No usaba muchos términos técnicos, porque, según él, a los profanos no se les ha de asustar con griego y latín. No era pedante, pero cuando le apuraban un poco, cuando le contradecían, invocaba el sacrosanto nombre de la ciencia, como si llamase al comisario de policía.
«La ciencia manda esto; la ciencia ordena lo otro».
Y no se le había de replicar.
Aparte la ciencia, que no era su terreno propio, don Robustiano podía apostar con cualquiera a campechano, alegre, simpático, y hasta hombre de excelente sentido y no escasa perspicacia. Pecaba de hablador.
Al Magistral no le podía tragar, pero temía su influencia en las casas nobles y le trataba con fingida franqueza y amabilidad falsa.
De Pas le tenía a él por un grandísimo majadero, pero le tributaba la cortesía que empleaba siempre en el trato, sin distinguir entre majaderos y hombres de talento.
—¡Oh, mi señor don Fermín! cuánto bueno... Llega usted a tiempo, amigo mío; el primo está inconsolable. ¡Buen día de su santo! Le he dicho la verdad, toda la verdad; y, es claro, ahora que la cosa no tiene remedio, se desespera... Es decir, remedio... yo creo que sí... pero estas ideas exageradas que... en fin, a usted se le puede hablar con franqueza, porque es una persona ilustrada.
—¿Qué hay, don Robustiano? ¿Viene usted de las Salesas?
—Sí, señor; de aquella pocilga vengo.
—¿Cómo está Rosita?
—¿Qué Rosita? ¡Si ya no hay Rosita! Si ya se acabó Rosita; ahora es Sor Teresa, que no tiene rosas ni en el nombre, ni en las mejillas.
Don Robustiano se acercó al Magistral; miró a todos los rincones, a todas las puertas, y con la mano delante de la boca, dijo:
—¡Aquello es el acabose!
El Magistral sintió un escalofrío.
—¿Usted cree?
—Sí, creo en una catástrofe próxima. Es decir, distingo, distingo en nombre de la ciencia. Yo, Somoza, no puedo esperar nada bueno; yo, hombre de ciencia, necesito declarar, primero: que si la niña sigue respirando en aquel medio... no hay salvación, pero si se la saca de allí... tal vez haya esperanza; segundo: que es un crimen, un crimen de lesa humanidad no poner los medios que la ciencia aconseja... Señor Magistral, usted que es una persona ilustrada, ¿cree usted que la religión consiste en dejarse morir junto a un albañal? Porque aquello es una letrina; sí señor, una cloaca.
—Ya sabe usted que es una residencia interina. Las Salesas están haciendo, como usted sabe, su convento junto a la fábrica de pólvora.
—Sí, ya sé; pero cuando el convento esté edificado y las mujeres puedan trasladarse a él, nuestra Rosita habrá muerto.
—Señor Somoza, el cariño le hace a usted, acaso, ver el peligro mayor de lo que es.
—¿Cómo mayor, señor De Pas? ¿Querrá usted saber más que la ciencia? Ya le he dicho a usted lo que la ciencia opina: segundo: que es un crimen de lesa humanidad... ¡Oh! ¡Si yo cogiera al curita que tiene la culpa de todo esto! Porque aquí anda un cura, señor Magistral, estoy seguro... y usted dispense... pero ya sabe usted que yo distingo entre clero y clero; si todos fueran como usted... ¿A que mi señor don Fermín no aconseja a ningún padre que tenga cuatro hijas como cuatro soles, que las haga ...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. Prólogo
  4. Tomo I
  5. I
  6. II
  7. III
  8. IV
  9. V
  10. VI
  11. VII
  12. VIII
  13. IX
  14. X
  15. XI
  16. XII
  17. XIII
  18. XIV
  19. XV
  20. Libros a la carta