El ángel de Sodoma
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El ángel de Sodoma

  1. 66 páginas
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Información del libro

El angel de Sodoma was published in 1926 and is considered the first great gay novel of Cuban literature. Its protagonist discovers his erotic inclinations in the midst of his closed-off family environment, and he debates between the consequences of his personal condition and the inevitable. El ángel de Sodoma fue publicada en 1926 y es considerada la primera gran novela gay de la literatura cubana. Su protagonista descubre sus inclinaciones eróticas en medio de su cerrado ambiente familiar y se debate entre las consecuencias de su condición personal y lo inevitable.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788499530758
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Capítulo VIII
Desde el rellano de la escalera, mientras él subía, Amparo le gritó:
—¡Carta de Jaime, José-Mari! Isabel-Luisa no me ha dejado abrirla.
Iba ya a decir que la boca cautelosa en donde se filtraban las palabras habían hecho bien en ordenar que le guardase el sobre intacto, pero se retuvo: La vehemencia de Amparo le era, a pesar de todo, preferible a la indiferencia mesurada y un poco egoísta de la otra.
Cuando tuvo el sobre en la mano, preguntó:
—¿Y cómo pensasteis que fuera de él? La dirección viene a máquina
—Sí, pero como es de sabe Día dónde...
—De Jamaica, de un corresponsal nuestro. Por desgracia no es de Jaime
Y se la guardó con la certidumbre de que la perfección de su mentira —¡mentira femenina!— derrotaba presentimientos y desconfianzas.
Era de Jaime, sí: su corazón también se lo había dicho igual que a Amparo, y antes de leerla pensó en que desde seis meses atrás la esperaba todos los días. Dos meses antes, los periódicos publicaron la noticia de que en una ciudad de América, una noche de tempestad, durante la representación de un circo, las pobres fieras, no se sabe si aterrorizadas o cansadas de su servidumbre, habían devorado a la vista de la muchedumbre una ensalada de titiriteros, y el corazón de José-María tuvo un nuevo sobresalto y un nuevo secreto que guardar. Dos certidumbres lo poseyeron enseguida: que la mujer y el hombre designados por Satán para traer la desdicha a la casa de los Vélez-Gomara habían muerto, y que Jaime no estaba ya con ellos desde hacía mucho. No era posible que de haber perecido o sufrido daño su pecho no sintiera una palpitación luctuosa.
Sin embargo, el anhelo de comprobación cayó pronto sobre sus problemas, sobre sus fatigas, sobre la tortura de aquellas cotidianas visitas a la casa de Cecilia, ya novia suya, sobre los preparativos de la boda de Isabel-Luisa, y se puso a esperar la carta de Jaime con una confianza inmotivada que venía a justificar ahora el hecho de tenerla contra su corazón.
Mientras comía pensando en las horas amargas que venía de pasar en la casa que desde el primer momento le abriera sus puertas, junto a la muchacha apasionada cuyo amor galvanizaba en él todas las frialdades, se interrogaba sin hablar: «¿Querrá responderme Dios así, con este premio a la fe, en su misericordia, a mis preguntas de aquel día?». Y antes de abandonarse al optimismo, volvía a demandarse: «Hay que esperar aún... ¿Qué me traerá este sobre voluminoso, después de tres años de silencio?».
Le traía dinero. Dinero y noticias, una de las cuales grávida de sentido. Jaime, tras rodar por cien peripecias de escasez y holgura, por oficios inverosímiles, había hallado uno sin nombre, capaz de enriquecerlo en pocos años. Arduo y oblicuo debía de ser cuando, para ejercerlo, juzgó útil cambiar de nombre.
Cambiar de nombre: ¡qué cosa tan turbadora y, por lo visto, tan fácil!... Cambiar de nombre, bautizarse a sí mismo, cortar el cordón umbilical del alma y reconocerse solo, único, eslabón irresponsable desligado de toda cadena... Dejar a un lado la funda estrecha de los apellidos, y ser otro, más verdadero tal vez, sin pasado, sin cargas... ¡Qué maravilla!
Jaime se llamaba ahora Nicolás Smith y viajaba a bordo de una goleta entre las Antillas y las costas americanas, llevando una mercancía preciadísima y peligrosa. «Seis o siete viajes como el último; que no tropezara con un ciclón o, lo que era peor y más probable, con un cañonero yanqui, y volvería a la ciudad natal para tener el derecho a ser noble y hacerlos felices a todos. Antes que no volver así, prefería no regresar... Moriría de un tiro o de un trago de agua salada Nicolás Smith, y nadie sabría nada del Jaime Vélez-Gomara que dejó un día detrás su casa con blasones y su pueblo mezquino, para ir mar adelante hacia el ancho mundo donde el nombre de mayor alcurnia es brizna en el viento...» Después, con curiosidad tierna, preguntaba si las muchachas se habían casado, si lo recordaban con cariño, y enviaba, por si llegaba a tiempo, unas cuantas libras esterlinas para los regalos de boda.
La idea, para José-María nueva, de que se pudiera cambiar de nombre, le produjo primero estupor y luego una perspectiva lejana y confusa, de esperanza. El nombre aquel por el que llevaba tantos años sacrificándose; el nombre que era orgullo de la ciudad, apenas salvadas unas leguas, «por el ancho mundo», no era nada, nada, y podía trocarse por otro cualquiera...
Viniese o no Jaime, cuando los apellidos de sus hermanas se hubiesen borrado al fundirse en el caudal viril de otras estirpes, él podría huir, quitarse el escudo, la responsabilidad de ser hijo del padre suicidado heroicamente y un día, siquiera un día, lejos, libertar el alma y el gusto equivocados de cuerpo, y vivir una hora de cieno feliz no importa si conocida o no cuantos le conocían, o si solo vista por los dioses que lo hicieron ambiguo y pusieron en sus ojos verdes, en su boca hermana de la de Amparo, en sus nervios y en su tacto, a un tiempo mismo la repugnancia y la envidia de la mujer.
Aun cuando no se lo confesase, todas sus horas penosas dábalas ya como pago de la que un día, lejos, habría de permitirle encararse con la vida y decirle: «¡Así soy! ¡Fuera falsa virtud, fuera vergüenza de mostrarme según me hicieron!». Una frase oída a no sabía quién, en la perfumería, cobraba sentido de norma. «Si se nos dieran dos vidas, una para nosotros y otra para los demás, cabría elegir; pero no es así, y lo que dejamos de hacer por miedo a los otros ya no lo podremos hacer nunca.» Y se engallaba en la soledad, cual si un juez estuviera pidiéndole cuentas del pecado no cometido aún.
Ya la boda de Isabel-Luisa estaba muy próxima, ya había sufrido la humillación de verse ascender no por sus méritos, sino por su venidero parentesco con Claudio, a la categoría de jefe. Una idea única, honrada, exigida por cuanto había de probo en su espíritu, lo venía torturando desde hacía varios meses: «Era preciso romper cuanto antes con Cecilia». Aquel empeño sin resultado posible, constituía una vileza.
Quizás por un fluido malsano, gemelo del suyo, o por la misteriosa capacidad que tienen las mujeres de admirarse a sí mismas cuando ven transfundidas vagamente a otro sexo las femeniles gracias, Cecilia lo adoraba. Lo adoraron ella y su madre desde el primer momento, a pesar de la casi esquiva cortesía con que lo trataba el hermano.
Eran, cada tarde, cerca de tres horas de tortura. Cuando una conversación ajena a ellos no los salvaba, el tiempo goteaba lento y cargado de peligros, del reloj de pared. Y en vano pretendía dominarse. Vecindad de dos climas sin compenetración posible; de una carne que sin las trabas del recato habría envuelto ardorosa y florecida en espasmos a su elegido, y de otra frígida, serpeada solo por relámpagos de conciencia, que sin los grillos del pundonor habría huido de aquella juventud fragante como de la más horrenda vejez
Si se cargaba demasiado el silencio, ella solía decir:
—¿Has tenido algún disgusto en la oficina? No me lo niegues. Acércate más.
—¡No, no!... Estoy así bien.
—¡Si vieras qué envidia me dieron Isabel-Luisa y Claudio la otra tarde!... Esos sí que se quieren. Él no está nunca tan indiferente como tú.
—¡No me digas eso!
Hubo algo tan doloroso en su demanda, que ella retuvo los reproches.
Para compensarlos, susurró.
—¿Quieres que te cuente una cosa? Hace días que quiero contártela y no me atrevo. ¡Como no acabo de comprenderte!... Temo ser indiscreta o no haberme fijado bien. Y eso que...
—Dímelo pronto. ¿No sabes lo curioso y lo impaciente que soy?
—Igual que una mujer, sí.
Una nueva sombra encapotó la frente de José-María, y su boca tuvo palabras bruscas.
—¡Pues cállatelo! Me es igual... ¡No, no quiero saber!
Pero ella, mimosa, contrita ya de la falta que ignoraba haber cometido, se lo dijo, muy bajo, suavemente:
—Que creo que mi hermano y Amparo se gustan, ¡bobo!... Lo he observado. ¡Si vieras lo bueno que es Marco! Mucho mejor que yo, solo que no ha tenido suerte en la vida. ¿Te opondrías tú?
No pudo responder al pronto. La idea de resarcir a aquella familia de su inevitable abandono y de dar a Amparo un hombre humilde y enérgico, un verdadero hombre capaz de compensar la boda ignominiosa de Isabel-Luisa, habíale frisado el anhelo muchas veces. Y ahora presentábasele clara y fácil, propuesta por aquella de quien se tendría que separar para no castigar su confianza ...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. • • •
  4. Capítulo I
  5. Capítulo II
  6. Capítulo III
  7. Capítulo IV
  8. Capítulo V
  9. Capítulo VI
  10. Capítulo VII
  11. Capítulo VIII
  12. Capítulo IX
  13. Capítulo X
  14. Libros a la carta