XI. Los baños
Su Excelencia el capitán general y gobernador de las Islas Filipinas había estado cazando en Bosoboso. Pero como tenía que ir acompañado de una banda de música —porque tan elevado personaje no iba a ser menos que las imágenes de palo que llevan en procesión— y como la afición al divino arte de Santa Cecilia aún no se ha popularizado entre los ciervos y jabalíes de Bosoboso, S. E. con la banda de música y su cortejo de frailes, militares y empleados no pudo pillar ni un solo ratón, ni una sola ave.
Las primeras autoridades de la provincia previeron futuras cesantías o cambios de destino; los pobres gobernadorcillos y cabezas de barangay se inquietaron y no pudieron dormir, temiendo no vaya a antojársele al divino cazador sustituir con sus personas la falta de sumisión de los cuadrúpedos del bosque, como ya lo había hecho años antes un alcalde viajando en hombros de polistas porque no había caballos tan mansos para responder de su persona. No faltó un mal intencionado susurro de que S. E. estaba decidido a hacer algo, porque en aquello veía los primeros síntomas de una rebelión que convenía sofocar en su cuna, que una caza sin resultados desprestigia el nombre español, etc., y ya se echaba el ojo a un infeliz para vestirle de venado, cuando S. E. en un acto de clemencia que Ben Zayb no sabía con qué frases encomiar, disipó todas las inquietudes, declarando que le daba pena sacrificar a su placer los animales del bosque.
A decir verdad, S. E. estaba contento y satisfecho inter se, pues ¿qué habría sucedido si hubiese fallado una pieza, un ciervo de esos que no están al tanto de las conveniencias políticas? ¿a dónde iba a parar el prestigio soberano? ¿Cómo? ¿Todo un capitán general de Filipinas errando una pieza, como un cazador novel? ¿Qué dirían los indios entre los cuales hay regulares cazadores? Peligraría la integridad de la patria...
Así es como S. E., con una risa de conejo y echándoselas de cazador descontento, ordenó la inmediata vuelta a Los Baños, no sin hablar durante el viaje de sus hazañas cinegéticas en tal o cual soto de la Península como quien no quiere la cosa, adoptando un tono algo despreciativo, muy conveniente al caso, para las cacerías de Filipinas, ¡psé! Los baños en el Dampalit (Daang pa liit), las estufas a orillas del lago, y los tresillos en el palacio con tal o cual excursión a la vecina cascada o a la laguna de los caimanes ofrecían más atractivos y menos riesgos para la integridad de la patria.
Allá por los últimos días de diciembre encontrábase S. E. en la sala jugando al tresillo, en tanto esperaba la hora del almuerzo. Venía de tomar el baño con el consabido vaso de agua y carne tierna de coco y estaba en la mejor disposición posible para conceder gracias y favores. Aumentaba su buen humor la circunstancia de dar muchos codillos, pues el padre Irene y el padre Sibyla que con él jugaban, desplegaban cada uno toda su inteligencia para hacerse perder disimuladamente, con gran irritación del padre Camorra que por haber llegado, tan solo aquella mañana no estaba al tanto de lo que se intrigaba. El fraile-artillero como jugaba de buena fe y ponía atención, se ponía colorado y se mordía los labios cada vez que el padre Sibyla se distraía o calculaba mal, pero no se atrevía a decir palabra por el respeto que el dominico le inspiraba; en cambio se desquitaba contra el padre Irene a quien tenía por bajo y zalamero y despreciaba en medio de su rudeza. El padre Sibyla ni le miraba siquiera; le dejaba bufar; el padre Irene, más humilde, procuraba excusarse acariciando la punta de su larga nariz. S. E. se divertía y se aprovechaba, a fuer de buen táctico como se lo insinuaba el canónigo, de las equivocaciones de sus contrarios. Ignoraba el padre Camorra que sobre la mesita se jugaba el desenvolvimiento intelectual de los filipinos, la enseñanza del castellano, y a haberlo sabido, acaso con alegría hubiera tomado parte en el juego.
Al través del balcón abierto en todo su largo, entraba la brisa, fresca y pura, y se descubría el lago cuyas aguas murmuraban dulcemente al pie del edificio como rindiendo homenaje. A la derecha, a lo lejos, se veía la isla de Talim, de un puro azul; en medio del lago y en frente casi, una islita verde, la isla de Kalamba, desierta, en forma de medialuna, a la izquierda, la hermosa costa bordada de cañaverales, un montecillo que domina el lago, después vastas sementeras después techos rojos por entre el verde oscuro de los árboles, el pueblo de Kalamba, después la costa se pierde a lo lejos, y en el fondo, el cielo cierra el horizonte descendiendo sobre las aguas dando al lago apariencias de mar y justificando la denominación que los indios le dan de dagat na tabang.
Hacia un extremo de la sala, sentado y delante de una mesita donde se veían algunos papeles estaba el secretario. Su Excelencia era muy trabajador y no le gustaba perder tiempo así es que despachaba con él mientras servía de alcalde en el tresillo y en los momentos en que se daban las cartas.
En el entretanto el pobre secretario bostezaba y se desesperaba. Aquella mañana trabajaba como todos los días en cambios de destino, suspensión de empleos, deportaciones, concesión de gracias, etc. y no se tocaba todavía la gran cuestión que tanta curiosidad despertaba, la petición de los estudiantes solicitando permiso para la creación de una Academia de castellano.
Paseándose de un extremo a otro y conversando animadamente aunque en voz baja se veía a don Custodio, a un alto empleado, y a un fraile que llevaba la cabeza baja con aire de pensativo o disgustado; llamábase el padre Fernández. De una habitación contigua salían ruidos de bolas chocando unas con otras, risas, carcajadas, entre ellas la voz de Simoun seca e incisiva: el joyero jugaba al billar con Ben Zayb.
De repente el padre Camorra se levantó.
—¡Que juegue Cristo, puñales! —exclamó arrojando las dos cartas que le quedaban, a la cabeza del padre Irene—; ¡puñales! ¡la puesta estaba segura cuando no el codillo, y lo perdemos por endose! ¡Puñales, que juegue Cristo!
Y furioso, explicaba a todos los que estaban en la sala el caso dirigiéndose especialmente a los tres paseantes como tomándoles por jueces. Jugaba el general, él hacía la contra, el padre Irene ya tenía su baza; arrastra él con el espadas y ¡puñales! el camote del padre Irene no rinde, no rinde la mala. ¡Que juegue Cristo! El hijo de su madre no se había ido allí a romperse la cabeza inútilmente y a perder su dinero.
—Si creerá el nene —añadía muy colorado—, que los gano de bóbilis bóbilis. ¡Tras de que mis indios ya empiezan a regatear...!
Y gruñendo y sin hacer caso de las disculpas del padre Irene que trataba de explicarse frotándose la trompa para ocultar su fina sonrisa, se ...