La familia Unzúazu
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La familia Unzúazu

  1. 182 páginas
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La familia Unzúazu

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788499532073
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Classics
Tercera parte
I
Creían los supersticiosos del vecindario de los hermanos Fidelio y Carmelina Donoso, que éstos mudarían de domicilio a causa del fallecimiento de la señora Augusta; pero nada más lejos de la mente de los jóvenes huérfanos. Muy por el contrario, en aquellas paredes, en cada losa del suelo, en cada detalle del edificio tenían un motivo para recordar, con el dulce dolor que se recuerda a los seres amados que han desaparecido, la bondad inagotable, la ternura exquisita de su adorada madre. Solo hubo una novedad: la presencia de la anciana ña Simona, que a la muerte de la señora quedó instalada en la casa para servir de compañía a la buena de Carmelina, la cual le adscribió los respetos y el cariño que pudiera haber profesado a una pariente materna.
Por agradecimiento habían comenzado los hermanos el trato del señor Gonzaga y de su amable esposa; pero no tardaron en considerarlos como amigos. Con ingenua cordialidad había recibido América las demostraciones de Carmelina, siendo no pocos los días que pasaba ésta en casa de aquélla, haciendo a su lado las labores de costura. Fidelio continuaba trabajando en su oficio de tonelero, y con sus jornales subvenía holgadamente a las necesidades de su hermana al desatender sus propios compromisos.
Los días que en casa de los esposos Gonzaga solía pasar Carmelina, iba por la noche a buscarla Fidelio, y siempre salía éste complacido de la amabilidad con que le tratara Eladislao, quien si se hallaba allí le retenía y le hablaba con la estimuladora llaneza que tanto realzaba su conversación, de la cual sacaba el joven constantes y provechosas enseñanzas que, a la vez que ilustraban su clara inteligencia robustecían el afecto de simpatía que, desde que le conociera, sintió por aquel hombre a quien cada día respetaba y admiraba más. Cautivábanle las pláticas de Eladislao, y a menudo sucedíanse las veladas de familiar conversación sobre diversos asuntos, con más frecuencia los tendentes a la discusión de los distintos problemas que ofrecía la cuestión antillana, encontrándose en no pocas de aquellas veladas el doctor Alvarado, que continuaba siendo el amigo más íntimo del señor Gonzaga, y el cual tanta afición tenía por la conservación saludable del cuerpo humano como por el mejoramiento de la salud política y social de su país.
Cuba entraba en un periodo dificilísimo. De un solo paso habíase colocado el espíritu popular en plena era de reconstrucción, y a cada nuevo avance habría de tropezar la sociedad con los adheridos hábitos que en siglos de muy diferente existencia habían constituido su organismo, especialmente adaptado al régimen arbitrario de la colonia sojuzgada. En momentos de noble emulación la equidad había logrado avasallar a la injusticia; pero el egoísmo étnico se manifestaba luego con creciente e indomable pujanza, amenazando dar al traste con los proclamados propósitos de reorganización patriótica. Y era que el principio de la democracia había sido idealizado por la ardiente imaginación tropical; los cubanos se habían engañado a sí propios, levantando una bandera cuyo programa en la realidad pugnaba con las exigencias de su educación, nacido como habían y desarrolládose bajo la temerosa dominación española, a su vez imponiéndose parcialmente a la extracción africana, y fomentándose con tales procedimientos una incondicional supremacía sobre la descendencia de ésta había sufrido con pasividad un vasallaje superior, porque lo compensaba con su inferior soberanía. Ahora se le escapaba de entre las manos el esclavo, que por el mismo natural impulso revolucionario había subido hasta parearse con el amo de la víspera. El liberto era un ciudadano en cuanto lo era el colono, y ambos permanecían sujetos a idéntica fuerza colonizadora metropolitana. Todo, como ineludible consecuencia de las circunstancias, lo había ganado el esclavo. El señor quedaba, relativamente, en la misma condición en que estaba antes de aquel esfuerzo. Su demanda no le había aprovechado como clase en la gradación de la colonia; y en sus investigaciones jurídicas se había convencido de que en el fondo de todo aquello había muy poco que le favoreciese como ciudadano de la nación. Se había acostumbrado en la política a la vida de las divisiones bizantino-autocráticas del sistema imperante, y como atávicas manifestaciones del intelecto español, en lo civil había sustentado siempre las subordinaciones señoriales. ¡Y aquellos señoríos, fomentados a la sombra de la esclavitud, se hallaban sentenciados a extinción total! Casi desaparecían ya, franqueando el paso, elevando por sí mismos, hasta su propia altura al liberto, con lo cual se acrecentaba poderosamente la clase de colonos; pero la división esencial, la que condenaba al cubano a inferioridad legal, permanecía inalterable. El colono seguía siendo colono, subyugado por el colonizador, que inmutable continuaba ostentando su sable de conquistador invicto, su bastón de mando con el cual le amenazaba, acosándole y aniquilándole con sus ejércitos de insensibles ejecutores de apremio.
Y bien; si no se podía romper el cerco, se ampliaría la situación. «Ya que ha desaparecido el esclavo —pensó— quede al menos el negro. Queremos libertad, libertad completa; pero nuestro esclavo de ayer no puede ser nuestro compañero de hoy. Demos tolerable tregua a nuestras aspiraciones. Acostumbremos al liberto del cuerpo a la servidumbre del espíritu. Se ha extinguido virtualmente el esclavo material, procuremos a todo trance establecer de la manera más sólida la esclavitud moral. Que el negro llegue a considerarse negro por todo lo que le resta de vida entre nosotros; que el liberto desarrolle sus sentimientos en la convicción de su inferioridad imprescindible en su pasajera existencia en nuestra sociedad. Así se habrán consumado dos hechos de vitalidad esencialísima, elementales de nuestra futura estabilidad: la conciencia del negro no se sublevará; nuestros antiguos privilegios quedarán consolidados. En esto hay un gran principio de humanidad; porque, convencido de su condición inferior ese decayente elemento popular, no sufrirá su orgullo de hombre, porque sus aspiraciones de tal habrán desaparecido, gracias a nuestro depresivo sistema. De esta suerte no habrá que temer conflictos de raza; la libertad cubana será una realidad patriótica. Si la república no ha de compadecerse con nuestras arraigadas costumbres, aplacemos la república. Luchemos en los comicios. La única manera de alcanzar la elevación política sin alterar la existente desnivelación social, es obtener por grados en los altos cuerpos colegisladores convenientes derechos y preeminencias que nos aseguren la supremacía democrática, instituyendo de hecho la soberanía colonial. ¿Que esto no será eterno? ¡Vaya! Nada lo es en el correr de los tiempos. Mas, para cuando pudiera presentarse el conflicto de la protesta habrá quedado tan debilitado el común enemigo, que su inmensa mayoría, por la natural y ya bastante señalada evolución generatriz, habrá venido a robustecer el número de la raza superior, asegurando de este modo la unidad moral, el sentimiento patriótico, la consumación del ideal cubano.»
Tal era, en resumen, el sentimiento predominante según la interpretación que se le daba en aquellas tertulias. Liberal, muy liberal; pero sosteniendo con inalterable firmeza la línea divisoria que impidiese la confusión del especial liberalismo practicado, con la democracia preconizada en el programa originario de sus fundamentos.
II
Sobre estas y análogas cuestiones del prospecto colonial en su nueva etapa, discurrieron no pocas veces Eladislao y Fidelio. Pero cuando aquellas veladas adquirían verdadera animación era cuando en ellas tomaba parte el expansivo doctor Alvarado.
—Toda la política de nuestro país —decía una vez el doctor— gira en derredor de un punto negro. A mí no me gusta andar con tapujos, y me basta verle a usted en relaciones con mi amigo el señor Gonzaga para decir lo que siento sin reservas y sin temor a que usted se ofenda.
Fidelio sonrió ligeramente, y movió la cabeza en significación de asentimiento.
—Yo soy así; las cosas que me desagradan las rechazo —continuó el doctor Alvarado—; y cuando hablo quiero que todo el mundo me entienda. Aquí tiene que ocurrir un cataclismo. El choque de todas las aspiraciones que se agitan será tremendo, como es inevitable. Ya se ha hecho la paz oficial, pero ¿cuánto durará? «L’espace d’un matin», como dijo el poeta. El movimiento de agosto ha fracasado, pero la cuestión queda en pie, con no despreciables síntomas agravantes. Los separatistas se mueven silenciosos, reconcentrados en su despecho por el abandono en que los ha dejado la mayoría de sus compatriotas, y a ellos les achacan su derrota. La raza de color, que ha adelantado mucho en el reconocimiento de sus derechos, hállase resentida porque al querer practicarlos solo ha obtenido la burla y el desdén en lo social, mientras que en lo político ha visto una acusación infamante que tiende a postergarla como raza, en las temerarias exposiciones del manifiesto del Partido liberal, que en el instante en que comienza su vida la presenta a la consideración general como una fracción peligrosa por las ideas disolventes que se le atribuyen. ¿Qué sucederá de todo esto?... Si los cubanos fuésemos demócratas todo estaría resuelto; pero nosotros no somos demócratas. Y lo peor es que tampoco somos autócratas. Somos aristócratas vergonzantes, refugiados en una ideocracia tan inconsistente como indefinible. Nos deslumbra y nos atrae con fuerza incontrastable el brillo de las altas jerarquías sociales; y como en la de la sangre no tenemos verdadera representación, y es casi total nuestra oscuridad en las armas como es manifiesta nuestra actual decadencia en el dinero; no pudiendo presentar otra ejecutoria que la de las más destituidas clases del pueblo europeo, hemos pensado en la institución de una aristocracia ideocrática, informada por la superficial y exótica sabiduría de que alardeamos y en la preocupación del color, no de la raza; lo que sería materialmente imposible en una sociedad como la nuestra, donde la mayoría de las familias blancas no pueden colocar en su galería el retrato de la abuelita. ¡Ah! ¿Sonríen ustedes? No significará esa sonrisa una negación, ni siquiera la duda de mis afirmaciones. Nadie podría demostrar seriamente lo contrario. ¡Odiamos el dominio de España; nos subleva la igualdad con las clases que hemos visto prácticamente en inferioridad completa; y buscando la concentración del poder en nuestras manos —en las manos del grupo que todo ha querido representarlo entre nosotros— transigiremos con todo, con todo! Las humillaciones más irritantes nos han de parecer tolerables adversidades que nos permitirán más tarde o más temprano dominarlo todo. El orgullo de ciudadano de primera nos consolará de nuestra secundaria situación en la vida nacional. Preferiremos todas las mixtificaciones antes que consentir en el establecimiento de la igualdad social. El negro, instrumento creador de la riqueza que la empleomanía ha exportado de nuestro país, nos ha traído la ruina moral. Yo no quiero entrar ahora en averiguación de causas, ni pretendo distribuir responsabilidades. Caiga la culpa sobre quienes la merezcan; pero ustedes, hijo mío —dijo encarándose con Fidelio— nada tienen que esperar. Somos un pueblo raquítico, y en nuestro festín de miserias no hay migajas. ¡Si alguna vez levantamos el ánimo a convenientes alturas de dignidad y justicia, los trataremos a ustedes con benevolencia; pero por ahora, non possumus!...
Dicho lo cual salió sin saludar ni atender a las palabras que le dirigía Eladislao para que se detuviera un instante más.
—Es un hombre muy original —dijo Gonzaga a Fidelio—; muy buena persona; pero tratándose de la política cubana es un intransigente rojo. Su lema ...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. Primera parte
  4. Segunda parte
  5. Tercera parte
  6. Libros a la carta