XXI. Los ojos matan
La habitación destinada a Florentina en Aldeacorba era la más alegre de la casa. Nadie había vivido en ella desde la muerte de la señora de Penáguilas; pero don Francisco, creyendo a su sobrina digna de alojarse allí, arregló la estancia con pulcritud y ciertos primores elegantes que no se conocían en vida de su esposa. Daba el balcón al Mediodía y a la huerta, por lo cual la estancia hallábase diariamente inundada de gratos olores y de luz, y alegrada por el armonioso charlar de los pájaros. Florentina, en los pocos días de su residencia allí, había dado a la habitación el molde, digámoslo así, de su persona. Diversas cosas y partes de aquella daban a entender la clase de mujer que allí vivía, así como el nido da a conocer el ave. Si hay personas que de un palacio hacen un infierno, hay otras que para convertir una choza en palacio no tienen más que meterse en ella.
Era aquel día tempestuoso (y decimos aquel día, porque no sabemos qué día era: solo sabemos que era un día). Había llovido toda la mañana. Después había aclarado el cielo, y por último, sobre la atmósfera húmeda y blanca apareció majestuoso un arco iris. El inmenso arco apoyaba uno de sus pies en los cerros de Ficóbriga, junto al mar, y el otro en el bosque de Saldeoro. Soberanamente hermoso en su sencillez, era tal que a nada puede compararse, como no sea a la representación absoluta y esencial de la forma. Es un arco iris como el resumen, o mejor dicho, principio y fin de todo lo visible.
En la habitación estaba Florentina, no ensartando perlas ni bordando rasos con menudos hilos de oro, sino cortando un vestido con patrones hechos de Imparciales y otros periódicos. Hallábase en el suelo, en postura semejante a la que toman los chicos revoltosos cuando están jugando, y ora sentada sobre sus pies, ora de rodillas, no daba paz a las tijeras. A su lado había un montón de pedazos de lana, percal, madapolán y otras telas que aquella mañana había hecho traer a toda prisa de Villamojada, y corta por aquí, recorta por allá, Florentina hacía mangas, faldas y cuerpos. No eran un modelo de corte, ni había que fiar mucho en la regularidad de los patrones, obra también de Florentina; pero ella, reconociendo los defectos de las piezas, pensaba que en aquel arte la buena intención salva el resultado. Su excelente padre le había dicho aquella mañana al comenzar la obra:
—Por Dios, Florentinilla, parece que ya no hay modistas en el mundo. No sé qué me da de ver a una señorita de buena sociedad arrastrándose por esos suelos de Dios con tijeras en la mano... Eso no está bien. No me agrada que trabajes para vestirte a ti misma, ¿y me ha de agradar que trabajes para las demás?... ¿para qué sirven las modistas?... ¿para qué sirven las modistas, eh?
—Esto lo haría cualquier modista mejor que yo —repuso Florentina riendo— pero entonces no lo haría yo, señor papá; y precisamente quiero hacerlo yo misma.
Después Florentina se quedó sola, no, no se quedó sola, porque en el testero principal de la alcoba, entre la cama y el ropero, había un sofá de forma antigua, y sobre el sofá dos mantas una sobre otra. En uno de los extremos asomaba entre almohadas una cabeza reclinada con abandono. Era un semblante desencajado y anémico. Dormía. Su sueño era un letargo inquieto que se interrumpía a cada instante con violentas sacudidas y terrores. Sin embargo, parecía estar más sosegada cuando al medio día volvió a entrar en la pieza el padre de Florentina, acompañado de Teodoro Golfín.
Golfín se dirigió al sofá, y aproximando su cara observó la de la Nela.
—Parece que su sueño es ahora más tranquilo —dijo—. No hagamos ruido.
—¿Qué le parece a usted mi hija? —dijo don Manuel riendo—. ¿No ve usted las tareas que se da?... Sea usted imparcial, señor don Teodoro, ¿no hay motivos para que me incomode? Francamente, cuando no hay necesidad de tomarse una molestia, ¿por qué se ha de tomar? Muy enhorabuena que mi hija dé al prójimo todo lo que yo le señalo para que lo gaste en alfileres; pero esto, esta manía de ocuparse ella misma en bajos menesteres... en bajos menesteres...
—Déjela usted —replicó Golfín, contemplando a la señorita de Penáguilas con cierto arrobamiento—. Cada uno, señor don Manuel, tiene su modo especial de gastar alfileres.
—No me opongo yo a que en sus caridades llegue hasta el despilfarro, hasta la bancarrota —dijo don Manuel paseándose pomposamente por la habitación con las manos en los bolsillos—. ¿Pero no hay otro medio mejor de hacer caridades? Ella ha querido dar gracias a Dios por la curación de mi sobrino... muy bueno es esto, muy evangélico... pero veamos... pero veamos.
Detúvose ante la Nela para obsequiarla con sus miradas.
—¿No habría sido más razonable —añadió— que en vez de meternos en la casa a esta pobre muchacha, hubiera organizado mi hijita una de esas útiles solemnidades que se estilan en la corte, y en las cuales sabe mostrar sus buenos sentimientos lo más selecto de la sociedad? ¿Por qué no te ocurrió celebrar una rifa? Entre los amigos hubiéramos colocado todos los billetes reuniendo una buena suma que podrías destinar a los asilos de Beneficencia. Podías haber formado una sociedad con todo el señorío de Villamojada y su término, o con todo el señorío de Santa Irene de Campó, y celebrar juntas y reunir mucho dinero... ¿Qué tal? También pudiste idear una corrida de toretes. Yo me hubiera encargado de lo tocante al ganado y lidiadores... ¡Oh! Anoche hemos estado hablando acerca de esto la señora doña Sofía y yo... Aprende, aprende de esa señora. A ella deben los pobres qué sé yo cuántas cosas. ¿Pues y las muchas familias que viven de la administración de las rifas? ¿Pues y lo que ganan los cómicos con estas funciones? ¡Oh!, los que están en el Hospicio no son los únicos pobres. Me dijo Sofía que en los bailes de máscaras dados este invierno sacaron un dineral. Verdad que se llevaron gran parte la empresa del gas, el alquiler del teatro, los empleados... pero a los pobres les llegó su pedazo de pan... O si no, hija mía, lee la estadística... o si no, hija mía, lee la estadística.
Florentina se reía, y no hallando mejor contestación que repetir una frase de Teodoro Golfín, dijo a su padre:
—Cada uno tiene su modo de gastar alfileres.
—Señor don Teodoro —indicó con desabrimiento don Manuel— convenga usted en que no hay otra como mi hija.
—Sí, en efecto —manifestó Teodoro con intención profunda, contemplando a la joven— no hay otra como Florentina.
—Con todos sus defectos —dijo el padre acariciando a la señorita— la quiero más que a mi vida. Esta pícara vale más oro que pesa... Vamos a ver ¿qué te gusta más, Aldeacorba de Suso o Santa Irene de Campó?
—No me disgusta Aldeacorba.
—¡Ah!, picarona... ya veo el rumbo que tomas... Bien, me parece bien. ¿Saben ustedes que a estas horas mi hermano le está echando un sermón a su hijo? Cosas de familia: de esto ha de salir algo bueno. Mire usted, don Teodoro, cómo se pone mi hija; ya tiene en su cara todas las rosas de Mayo. Voy a ver lo que dice mi hermano... a ver lo que dice mi hermano.
Retirose el buen hombre. Teodoro se acercó a la Nela para observarla d...