La hija del mar
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La hija del mar

  1. 154 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La hija del mar

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La hija del mar is a reflection on the female temperament. It is a protest story in which two women defend their honor and virtue in the midst of male harassment.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788499537702
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

Capítulo VII

La tormenta
Gocémonos, amado:
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte o al collado
do mana el agua pura,
entremos más adentro en la espesura.
San Juan de la Cruz
Esperanza, en tanto, se había alejado de su madre hasta una distancia inmensa, y, sola en un aislado paraje y rodeado de grandes peñascos, jugaba alegre y risueña con las olas que bañaban sus desnudos pies.
Sus vestidos estaban humedecidos por las nieblas de la mañana, y su semblante juvenil, radiante de belleza, semejaba en aquel momento un capullo rosado que abre sus hojas al primer rayo de Sol.
Al verla allí en medio de aquella soledad, tan hermosa y tan inocente, tan llena de vida y de animación trepando por las pendientes resbaladizas de los blancos peñascales, con paso firme y ánimo valiente, para divisar con su mirada penetrante el buque que pasaba a larga distancia y que es para ella un objeto de infantil curiosidad como lo es la bandada de gaviotas que cruzan las olas como grandes copos de nieve que resbalaran a merced de la corriente: al verla aspirar con ansia loca el viento que rueda sobre la superficie de las aguas, cual si en él consistiera su vida, no podría menos de decirse:
—¡Ésta es la hija del mar, la esencia de sus bellezas, su más rico tesoro!...
El mar es su elemento, su felicidad, el sueño de sus sueños, y la ilusión que embellece las horas de su infancia.
Ella ama el mar, como otros han amado a las flores o el río que pasa silencioso bañando las hierbas de la pradera; pero su amor es tan grande como el amor que lo produce.
Juega con las verdes algas, admira la brillantez de las olas cuando el rayo de Sol cae sobre ellas, y contempla serena cómo se arremolinan y se juntan, pareciendo escalar el cielo unidas a los plomizos nubarrones que descienden sobre ellas.
Su pecho se conmueve ante estos espectáculos grandiosos y parece participar de su cólera.
Pero dejad que se calme la tempestad, dejad que ese mar irritado se convierta en un lago tranquilo y que se serene el cielo como lo está en este día, y la veréis arrodillada sobre la arena, las manos cruzadas y los ojos medio cerrados, en un éxtasis dulce como su alma. Entonces ora en el mundo el lenguaje de la admiración y del sentimiento que absorbe sus facultades de niña y contempla el objeto de su adoración con todo el amor de su alma.
¿Quién sería capaz de adivinar entonces los pensamientos de aquella alma sencilla? Sueños..., sueños informes, creaciones y delirios, pero delirios inocentes y llenos de pureza, ángeles o espíritus impalpables que, revoloteando en redor de su frente, se muestran a sus ojos llenos de luz y de armonía.
Las creaciones de Esperanza eran de una belleza extraña, como su aparición, como su hermosura, como su descendencia.
Con la agilidad de una corza juguetona había dejado sus juegos para trepar a la más elevada cumbre y ver desde allí un vapor que se divisaba en lontananza dejando en pos de sí espesas columnas de humo que en graciosa espiral se dilataban en el aire.
Parecía marchar a toda máquina y, hendiendo las olas con la rapidez del rayo, formaba en torno un remolino de espumas que saltaban a borbotones, cual si la fuerza y el impulso violento de sus ruedas hiciera hervir de cólera aquellas aguas agitadas pero frías.
Esperanza le contemplaba con esa alegría infantil que, si bien es ligera y momentánea, conmueve de tal modo el alma de los niños que nos hace la envidiemos los que desgraciadamente hemos pasado ya de esa edad de oro en que no hay más que alegrías interrumpidas a veces por fugaces lágrimas, que se secan al tiempo de caer sin dejar la más débil huella de su paso.
No sabemos el tiempo que hubiera permanecido embebida en aquel placer inocente si una voz sonora y melancólica, hiriendo de pronto su oído, no la estremeciera profundamente haciéndole volver la cabeza con más interés del que la hubiéramos creído capaz en tales ocasiones.
Aquella voz era la de Fausto.
Distraído y entonando con acento triste un aire del país, que por sí solo encerraba ya toda esa monótona melancolía propia de los cantos populares del Norte, se acercaba a la playa el joven marinero.
Su semblante hermoso y triste, y su aire desdeñoso al mismo tiempo que afligido, le daban el aspecto de alguno de esos dioses mitológicos que convertidos en pastores buscaban su ninfa sonriente de hermosura por las orillas solitarias de los mares o los bosques sombríos de la Tracia.
—¡Fausto! —exclamó Esperanza, descendiendo rápidamente de la peña y con un acento que demostraba la extrañeza y alegría que experimentaba su corazón por tan agradable sorpresa—. ¿No tienes hoy trabajo? ¡Cuánto me alegraría!...
Y al decir esto, acercóse Fausto y acarició entre las suyas una de las manos que aquél le abandonaba trémulo de emoción por hallar a Esperanza en aquel inculto paraje a donde se había dirigido sin objeto y el cual creía abandonado de todo ser viviente.
Su corazón latía con violencia, sus ojos la miraban turbados por un vapor sutil que los envolvía y su lengua tartamudeó apenas:
—¿Cómo estás aquí?
—He venido con mi madre —replicó Esperanza.
—¡Tu madre...! ¿Y dónde está? —preguntó de nuevo el marinerillo.
Esperanza entonces se sorprendió de hallarse sola, miró a su alrededor, dio un grito de sorpresa y, al ver la soledad que la rodeaba, exclamó:
—¡Me he perdido!...
Y al decir esto cruzaba sus hermosas manos con un sentimiento infantil tan cándido y tan graciosamente expresado que Fausto la miraba embebecido, sintiendo al propio tiempo que se trastornaba su cabeza y que temblaba todo su cuerpo.
—Pero tú sabrás el camino —añadió la confiada niña—, tú me guiarás...
—Sí, Esperanza, yo sé el camino.
—¡Ah! Pues entonces podemos correr, y jugar, y coger conchas hasta mediodía..., ¿no es verdad? —preguntó Esperanza.
Fausto se contentó con hacer un ligero y afirmativo movimiento con la cabeza, quedando en la más completa inmovilidad.
Empezaban a mortificarlo de nuevo y con más fuerza que nunca aquellos vagos fantasmas entre los cuales se dibujaba siempre la esbelta y blanca figura de Esperanza.
El cómo podía tomar parte en sueños tan extraños, no acertaba a comprenderlo, pero sentía cada vez más aquel horrible tormento que aumentaba el malestar de su alma, sentía congojas inexplicables y deseos de huir de ella y de acercarse al mismo tiempo hasta tocar sus cabellos de oro, cuyo frío contacto le estremecía. ¡Pobre imaginación de niño, volcánica y ardiente, y que como fugaz chispa de fuego brilla y muere al propio tiempo! ¡Pobre cabeza loca! ¡Pobre pájaro de colores brillantes encerrado en grosera jaula, sin fuerzas para romper sus cadenas, sin ánimo para llorar sus pesares!...
Él ignora que hay cautiverios que duran hasta el sepulcro y seres que no pudiendo resistirlos se marchitan en flor como rosas que la nieve ha cubierto por largos días.
Esperanza, en tanto, miraba con la más curiosa extrañeza acercarse el vapor que parecía dirigir su rumbo hacia Mugía y que con una multitud de banderas de cien colores desplegadas al viento fresco que soplaba sobre las olas, saludaba alegremente aquel desierto destierro.
—¡Mira! —exclamó llena de alegría, señalando con la mano el hermoso buque que se acercaba cada vez más—. Ese vapor va a pasar cerca de nosotros; ven, Fausto, ven y subamos al Peñón de la Cruz, desde allí le podemos ver muy bien, no solo las banderas, sino cuanto pasa sobre cubierta..., ¡Ven... ven! —y le hacía correr en pos de ella por más que Fausto procurase resistirse, aunque débilmente, pues su voluntad en aquellos instantes estaba muerta.
—¿Subir a la Peña de la Cruz? —le decía al mismo tiempo—. ¿Tú estás loca? ¿No ves que su altura es inmensa —añadió—, y su pendiente tan rápida y resbaladiza que nos despeñaríamos sin remedio si intentáramos subir?
—Vaya una gracia —replicó la atrevida—, ¿quieres que tenga miedo ahora, después que he subido sola, hasta lo más alto, más de cien veces? Ven y verás que fácil es subir... si tú no puedes, yo te ayudo y todo está concluido.
Diciendo esto llegaron por fin al sitio donde se asienta el Peñón de la Cruz, gigantesco y sombrío como un castillo de la edad media que flanqueasen cien aguas verdosas que brillaban ahora argentadas a los primeros rayos de un Sol tibio que parecía traer prendidas en las orlas de su manto alguna de aquellas sombras que acababa de ahuyentar con su fulgor brillante.
Aquel peñón negro y desnudo se levanta hasta las nubes, ostentando en su cima una cruz de piedra cubierta con la amarillenta corteza que el tiempo presta a las rudas masa...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. A Manuel Murguía
  4. Prólogo
  5. Capítulo I
  6. Capítulo II
  7. Capítulo III
  8. Capítulo IV
  9. Capítulo V
  10. Capítulo VI
  11. Capítulo VII
  12. Capítulo VIII
  13. Capítulo IX
  14. Capítulo X
  15. Capítulo XI
  16. Capítulo XII
  17. Capítulo XIII
  18. Capítulo XIV
  19. Capítulo XV
  20. Capítulo XVI
  21. Capítulo XVII
  22. Capítulo XVIII
  23. Capítulo XIX
  24. Capítulo XX
  25. Conclusión
  26. Libros a la carta