Las impuras
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Las impuras

  1. 260 páginas
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Las impuras

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Información del libro

Miguel de Carrión (La Habana, 9 de abril de 1875-30 de julio de 1929) Cuba.Al inicio de la Guerra de Independencia en 1895 Miguel de Carrión viajó a los Estados Unidos. A su regreso a Cuba se dedicó a la literatura y el periodismo. Se graduó de médico en la Universidad de La Habana, y ejerció como tal. Fue miembro fundador de la Academia Nacional de Artes y Letras.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788499539928
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
III. Un día bien empleado
Al salir de casa de su querida, Rogelio, medio dormido todavía, tomó maquinalmente a la derecha, y en pocos segundos, andando como un autómata y rozando, a veces, las paredes con la manga, llegó a la Avenida del Prado. No había un alma ya en aquellos lugares, tan concurridos en las primeras horas de la noche. La acera de El Anón, blanca y lavada por la lluvia, parecía más ancha bajo los potentes focos de luz de la fachada del café, cuyas puertas estaban cerradas hacía largo rato. Más allá, el Parque Central se adormecía, desierto también, bajo la sombra de sus árboles y entre las hileras de monumentales columnas de los edificios circundantes, como la explanada de un viejo coliseo rodeado de gigantescas ruinas.
Rogelio abarcó todo este cuadro con una mirada malhumorada y displicente. Vivía a un extremo de la ciudad, en la calle de Oquendo, cuyo solo nombre le producía el efecto de una espina clavada en su orgullo, y pensaba, con ira, en la estupidez de esta vida de doble matrimonio, que volvía a empezar para él, con todas sus pequeñas molestias. Distrayendo el sueño con las injurias que se propinaba a sí mismo, y fatigado por los excesos que la novedad de tener a Teresa a su lado le hizo realizar aquella noche, se dispuso a esperar el tranvía en la esquina de Neptuno, apoyándose ligeramente en la columna del portal. En menos de medio minuto bostezó tres veces y maldijo otras tantas a la empresa de los «eléctricos», que solo hacía circular sus carros cada media hora después de las doce. Le faltaba el valor para atravesar la calle e ir a despertar a uno de los dos o tres cocheros de punto, que dormían en sus pescantes, pegados a la acera del parque, y deseaba, por otra parte, persistir en sus propósitos de economía que le vedaban gastar las 2 pesetas de la carrera en vez de los 10 centavos del carro. Se resolvió a esperar, con un gesto de cómica resignación. Al cabo de un rato, creyó que iba a quedarse dormido, adosado a la columna, mojada todavía por el agua de la noche. Su espalda y sus riñones estaban también húmedos por la misma lluvia, y le producían una desagradable impresión de frío. ¡Qué divertida existencia la suya! Un nuevo bostezo y una corriente de aire, que lo hizo estremecerse, obligáronle a adoptar una resolución extrema: tomó impulso para vencer su indecisión y cruzó resueltamente los cincuenta metros que lo separaban de los coches, entrando en el primero que tuvo a su alcance, después de despertar al auriga. Dio desde el asiento la dirección de su casa, y se acomodó en un ángulo para dormir algunos minutos, encantado de la excelente idea que había tenido. Al detenerse el carruaje frente a una casita, de tejado bajo y pobre aspecto, abrió los ojos y reconoció la suya, por la vieja puerta pintada de rojo y la estrecha ventana con reja, donde se deshilachaba una cortina descolorida. El joven se dejó caer a la acera, con el llavín en la mano, pagó al cochero y abrió suspirando. El mobiliario de la sala, en la que entró al atravesar el dintel, era tan mezquino como el exterior de la casa: unas cuantas sillas, compradas de relance, una antigua consola con mármol y un pequeño espejo lo constituían todo. Después de cerrar sin ruido la puerta, Rogelio se guió por la luz de la primera habitación, separada de la sala por una mampara que permanecía entreabierta toda la noche. Hacía allí se dirigió, andando de puntillas, y empujó la hoja, evitando que chirriaran sus goznes. Había en aquel cuarto dos camas con mosquitero, una a cada lado, y en medio, sobre una repisa adosada a la pared, una lamparilla de aceite ardiendo ante una imagen de San Roque. Los que dormían no hicieron el menor movimiento que denotase que habían advertido la entrada del recién llegado. Se oía la respiración suave y acompasada que salía del mayor de los lechos, y otra más alta y fatigosa, cuya falta de ritmo sobresalía en el silencio de la alcoba y que provenía del lecho más pequeño. Rogelio, sin detenerse, por temor a despertar a los que descansaban, atravesó rápidamente la habitación y entró en la suya, que era la segunda, donde se desnudó deprisa, arrojándose luego en la cama, sin cambiar de ropa interior.
A las once de la mañana lo despertó la voz de su mujer, que charlaba en el comedor con una vecina. Hablaban de algo que había sucedido la noche anterior, mezclando las palabras «sobresalto», «médico», «mucha sangre»; pero tan aprisa, con ver tantas exclamaciones e incoherencias que Rogelio no pudo entender lo que decían, y creyó que se trataba de algún crimen descrito en los periódicos. Tomó un cigarrillo, medio soñoliento aún, y se quedó fumando, tendido de espaldas en el lecho y entretenido en ver cómo las espirales del humo subían, retorciéndose, y se deshacían al llegar cerca del techo.
De pronto se abrió la puerta, y la figura alta, seca y desdentada de su mujer, se dibujó en el umbral. Vestía como una criada y llevaba el cabello sencillamente recogido y pegado a la frente con el sudor. Al entrar, fijó en el marido una mirada de tímido reproche.
—Anoche por poco no se murió Llillina —dijo, lanzando la noticia al rostro de Rogelio como una acusación—. Te la hubieras encontrado muerta esta mañana... Tuve que mandar a buscar al médico, y no la encontró bien.
Bajaba los ojos para reconvenirle, cual si tuviera empeño en hacerle comprender que, cuando se trataba de ella, su resignación no tenía límites, pero que, en ese instante, lo que decía era en nombre de su hija.
Rogelio la acogió con autoridad y dureza, según la costumbre que había adquirido para evitar sus quejas.
—Y ahora, ¿cómo está? —preguntó, lacónicamente, tratando de ocultar su verdadera inquietud, porque solía experimentar crisis sentimentales hacia su hija, aunque atribuía su enfermedad a la mala sangre de la madre.
—Ahora está bien; pero el médico dice que no debe levantarse...
Vaciló un momento, indecisa, y al fin se aventuró a proferir otra indirecta recriminación atreviéndose ahora a mirarlo frente a frente.
—No hace media hora que estuvo aquí otra vez el doctor... Por cierto que me preguntó por ti, y me vi obligada a decirle que estabas durmiendo todavía...
Rogelio, apoyado en el codo y sin dejar de fumar, la contemplaba con expresión de sarcástico reto, y replicó, enseguida:
—Con lo cual has dado prueba, como siempre, de tener un gran sentido común... Mire —añadió, tratándola de usted, lo que hacía cuando deseaba ser obedecido sin réplica y ya impaciente—, coja esa ropa que se mojó anoche, y póngala a secar. Más valía que lo hubiera hecho antes, en lugar de estar conversando con todas las pirujas del vecindario.
Le hablaba como a una sirviente, cuando se permitía encolerizarle, haciéndole ver la diferencia de rango que había entre los dos y el insigne favor que le había hecho cuando cometió la tontería de casarse con ella, después de haberle hecho un hijo. Por su parte, Florinda aceptaba su papel, con su lógica de mujer del pueblo, a quien los trabajos y las humillaciones empezaron; a curtir desde la infancia y que sabía darse siempre su lugar. Ordinariamente, los rigores del marido contribuían a acrecentar su natural humildad de bestia de trabajo, acabando por desarmarle, porque, más que malo, aquel hombre era, sobre todo, débil y voluntarioso.
Ella enrojeció, avergonzada de haber sido cogida en falta, y tomó, sin replicar, la ropa que le indicaban, doblándola cuidadosamente sobre el brazo. Después, salió con mucha calma, diciendo con su invariable docilidad de esclava:
—Cuando quieras puedes pedir el almuerzo.
Rogelio, disipado ya su enojo, sintió el escozor del remordimiento, viéndola alejarse, flaca, sin atractivos ya, a los treinta y seis años, y convertida en una pobre vieja que solo vivía por su hija y por él. Su fealdad, que lo irritaba de continuo, poniendo de relieve ante sus ojos de vanidoso la imbecilidad que había cometido al hacerla su mujer, tenía algunas veces el poder de conmoverlo, llenándole de compasión hacia la infeliz resignada, solía decirse, en tales momentos, que si los demás no se rieran de él por tener una mujer semejante, hubiera sido dichoso, con ella, para cuidarle, y con Teresa y con las otras, para las verdaderas expansiones del amor. Aquella mañana, a su momentánea conmiseración de otras veces se agregó la súbita reacción de su afecto de padre, que se renovaba en él por inesperados accesos. En cuanto desapareció Florinda, saltó de la cama, dispuesto a reparar su falta y jurándose que pasaría el resto del día al lado de la pobre enfermita, que lo idolatraba. Todo un confuso programa de regeneración y de enmienda germinó en su cabeza, mientras se ponía apresuradamente los pantalones, una camisa limpia y una americana de seda china, que sacó del anuario, y se colocaba con mucho cuidado el ajustador de goma sobre las guías del bronceado bigote, que mojó y peinó, frente al espejo, con evidente satisfacción. Hecho esto, corrió al lecho de Llillina, cuyo mosquitero estaba ahora levantado y sujeto a los dos lados con anchas cintas de raso azul.
La niña, que estaba acostada de espaldas, con los ojos muy abiertos, dejó escapar un grito de júbilo y se apoderó de una mano de su padre, apretándola apasionadamente contra la mejilla.
—¡Papaíto mío! ¡Ya te tengo aquí!
—Sí, gloria, y estaré contigo todo el tiempo que tú quieras. ¡Ya verás!
Lo prometía de buena fe, extasiado ante el rostro lindo y demacrado de la chiquilla, con una emoción que estaba a punto de convertirse en llanto. Llillina tenía los rasgos delicados, los ojos grandes y azules, húmedos siempre por la ternura, el cabello rubio y una expresión de sensibilidad y de inteligencia en el semblante que la hacía parecer un ángel entre las almohadas. Su cuerpecillo, débil y contrahecho, se perdía bajo las sábanas, sin el menor relieve de pubertad, a pesar de sus quince años ya cumplidos. Dijérase que aquel pobre ser vivía solo por la fuerza del sentimiento que se refugiaba en su interesante cabecita de apasionada. Rogelio le acarició la frente y distribuyó, con mimo, sus bucles sobre la almohada. Después se preguntó, con desaliento, cómo había podido engendrar una criatura tan endeble, mientras permanecía en pie junto al lecho, envuelto en la ardiente mirada de adoración de la niña, que no se saciaba de contemplarlo.
—¡Qué mala estuve anoche, papá! ¡Creía que no iba a verte más!
—Pronto estarás buena, corazón, con el favor de Dios... Pero no hables ahora; no te sofoques, porque te volvería la sangre.
Iba a sentarse a la cabecera del lecho, resignado a su voluntario papel de enfermero, cuando se presentó Florinda. La buena mujer sonrió al ver la actitud de su marido y al notar la expresión de felicidad que inundaba el semblante de la hija. Le bastaba con esto para sentirse completamente dichosa, libre ya de todo resentimiento hacia el padre ingrato, y le dijo, con su habitual dulzura, ratificándole con otra maternal mirada su completo perdón:
—Vamos, hijo; ya tienes tu almuerzo. Luego volverás con Llillina.
—Sí, sí; ve, papá.
Almorzó, solo, en un ángulo de la mesa, ...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. Dedicatoria
  4. I. Un nido improvisado
  5. II. Teresa y Rogelio
  6. III. Un día bien empleado
  7. IV. Vida nueva
  8. V. La Aviadora
  9. VI. La pescadora de caña
  10. VII. Impuras e impuros
  11. VIII. El corazón de Rigoletto
  12. IX. La Carpinterita
  13. X. La orgía
  14. XI. Arrepentimiento
  15. XII. Una asamblea de filántropos
  16. XIII. Deuda de honor
  17. XIV. ¡Señor! ¡Señor! ¿Por qué nos abandonas?
  18. Libros a la carta