Las honradas
eBook - ePub

Las honradas

  1. 346 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Las honradas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Las honradas de Miguel de Carrión en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Classics. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788499539942
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Classics

Segunda parte

I

Me casé en los primeros días del mes de noviembre, porque en diciembre tenía Joaquín que empezar los trabajos en el ingenio que lo había contratado aquel año.
Por una casualidad, en que no intervino nuestro pensamiento, mi matrimonio se celebró veintitrés meses justamente después del de Alicia y fue como éste, aunque con ligeras variantes. No hubo necesidad de arreglar la casa, puesto que nos íbamos a vivir al campo; ni asistieron los vistosos trajes del elemento oficial; ni hubo marcha de Lohengrin a plena orquesta. Ni siquiera fue lluviosa la noche, pues me tocó una, fresca y espléndida, con luminaria de estrellas y claridad de Luna. El único uniforme de gala que asistió fue el de Gastón. Me casaba con un químico, hijo de un telegrafista de provincia; y era necesario marcar las distancias. En lo único que hubo igualdad fue en lo que dependió de mis padres: mi canastilla de boda era exactamente lo mismo que la de mi hermana.
José Ignacio nos ofreció su quinta de Arroyo Naranjo, donde él había pasado su Luna de miel, para que estuviésemos allí hasta que partiéramos para el ingenio, y la aceptamos. También quedó acordado que llevaría el traje de novia de Alicia, que fue adaptado a mi cuerpo por la modista que lo hizo.
Mis suegros no pudieron asistir a la ceremonia, por razones económicas, enviándome, en cambio, una larga carta donde mi madre política me prodigaba todo género de ternezas, y que no me pareció completamente sincera.
Mi impresión como novia fue esencialmente distinta de la que había experimentado como espectadora del matrimonio de mi hermana. Hoy tengo la certidumbre de que no hay nada más cruel que el martirio que se impone a las desposadas. Cansancio por el trabajo febril de la canastilla, en las últimas semanas; profunda depresión moral causada por el choque de emociones encontradas al aproximarse el día decisivo; vergüenza y aturdimiento al encontrarse una convertida en blanco de todas las miradas: he ahí un resumen apenas bosquejado de una parte de mi estado de ánimo cuando nos acercamos por fin, al altar, mi marido y yo. Y por otra parte una alegría íntima, un secreto sobresalto, un enternecimiento dulce, en que se fundían todos mis idealismos de niña y de jovencita, y la satisfacción de llevar, en presencia de muchos invitados a quienes no miraba, el largo velo y la blanca corona que señalaban la última etapa de mi vida de soltera. Los poetas tienen razón al rodear de nimbos radiantes el alma de las vírgenes consagradas al himeneo.
En lo que no se han fijado es en ese estado de fatiga física y de postración moral a que acabo de referirme. La mañana de mi boda le había dicho a mamá:
—Si esto sigue tres días más no llego al matrimonio.
—¿Por qué?
—Porque me muero antes de cansancio.
Mi madre se encogió de hombros sonriendo.
—¡Bah! A todas las muchachas que se casan les sucede lo mismo, y no sé que ninguna se haya muerto. Afortunadamente este mismo cansancio y la agitación febril del trabajo me impidieron pensar mucho en otras cosas relacionadas con el matrimonio. Como me sucedió en los días del casamiento de mi hermana, la ocupación constante de la mente y de las manos en el infinito número de cosas que hay que hacer para casarse, sirvió de narcótico a ciertas ideas que germinan preferentemente en la ociosidad. Apenas había en mi corazón aquel leve sobresalto de miedo, de que he hecho mérito. Sabía que me esperaba una prueba dolorosa. La propia Alicia se había referido a ella, al complacerse en asustarme dos días antes, con una frase llena de malicia y de reticencia:
—¡Prepárate! ¡Eh!
—¿A qué?
—A nada. No te digo más que eso.
Y se alejó de mí riéndose y dejándome mucho más trastornada aún que antes de su advertencia.
De vez en cuando mi corazón latía aceleradamente unos momentos, sin causa aparente que lo justificase. Sin embargo, tenía la seguridad de que me llevarían suavemente, casi como si tuviera los ojos vendados, a la revelación del misterio tendido y secretamente anhelado, y ni quería pensar en eso siquiera.
¡Qué caída después!
Para huir de los invitados íntimos que irían a casa al salir de la iglesia, fuimos a cambiarnos de traje, después de la ceremonia, a la de Graciela. Por discreción, la madre y Pedro Arturo se ocultaron de mí, dejándome sola con la joven. La casa era pequeñita y alegre como un juguete. Pedro Arturo llamó a Joaquín desde la habitación de la suegra para que cambiara su frac por una sencilla americana oscura. Graciela me ayudó a ponerme precipitadamente una falda negra y una blusa de seda clara; encima me colocó un largo abrigo de teatro. Recuerdo que pensaba vagamente en mi casa, a la que no volvería esa noche, y que temblaba, respirando anhelosamente. Tenía en la cabeza como una bruma que enturbiaba mis ideas. Me dejé las medias y los zapatos blancos de la boda. Quería ayudar a Graciela, y mis dedos torpes tropezaban con las bailenas y no acertaban a quitar los broches. Acabé por dejar que ella lo hiciera todo. La joven, muy seria, no se permitió ninguna broma, lo que le agradecí de todo corazón.
—Vaya; ya estás lista —me dijo besándome; y me dejé conducir hasta la sala, donde me esperaba Joaquín para llevarme al coche. En la puerta se habían reunido algunos curiosos.
Al ayudarme a subir al carruaje, sentí en la presión impaciente de sus dedos sobre mi brazo, la toma de posesión realizada por mi marido. Más tarde «¡oh, mucho más tarde, por desgracia!» después de los dolores y las infamias en que se ha desarrollado mi experiencia, he podido concebir, para disculparla, la especie de locura que debe de agitar el corazón de un joven de veinticuatro años lleno de ardores largo tiempo contenidos, a quien se le entrega de repente una virgen para que la conduzca al lecho.
Mientras fuimos de la iglesia a casa de Graciela, Joaquín se mostró sencillamente pensativo y algo cohibido ante mi traje de novia; pero al emprender la segunda etapa de nuestro viaje me pareció otro hombre: estaba contraído, silencioso y se mordía nerviosamente el bigote. Empecé a sentirme atemorizada ante aquel silencio. Hubiera deseado un torrente de palabras que me aturdieran, de ternuras delicadas que me calmaran, arrebatándome, inconsciente y en completo abandono, adonde fuere menester; y me encontraba con la tímida torpeza de un hombre emocionado como yo, aunque con diferente género de emoción, y que no sabía, sin duda, cómo empezar. Poco a poco fue aproximándose a mi cuerpo, y su contacto brusco me obligó a replegarme instintivamente a un lado del coche. Entonces me miró con asombro, a la luz de los focos del alumbrado que danzaba sobre nosotros al paso del carruaje.
—¿Me tienes miedo, nena?
No fue una reconvención, sino un tierno reproche, y sin embargo su voz era ronca y sonó de una manera ingrata en mis oídos.
Dije que no con la cabeza, y volví al puesto que ocupaba en el asiento, procurando dominar mis nervios. ¡Qué lejos aquello Dios mío; qué lejos aquello, forzado, receloso y falso, del tejido de amables gentilezas que mi imaginación había creado alrededor de un viaje de novios!
Joaquín permaneció largo rato apretado contra mí, sin despegar los labios. Lentamente el malestar de encontrarme a solas con un hombre, en medio de la noche, fue infiltrándose en mi ánimo. Joaquín, de novio, no había intentado siquiera cogerme una vez la mano. Por eso me parecía el de un desconocido aquel cuerpo huesudo y duro que se pegaba al mío, del hombro al pie, y cuyo aliento me llegaba al rostro. Recordé vagamente la broma de Alicia: «Prepárate, ¡eh!» y no pude evitar que un ligero temblor agitara mis miembros. Joaquín repitió la pregunta más dulcemente, acercándose a mi oído.
—¿Tienes miedo, mi hijita?
—No; frío.
Sentía efectivamente que el aire fresco de la noche penetraba mis carnes, al través de la delgada tela del abrigo.
—Espera; voy a subirte el cuello.
Con sus manos torpes, que temblaban tanto como yo, trató de abrigarme la garganta, rozándome el pelo, las orejas y el hombro, sin acertar a envolverme como deseaba. Tuve que ayudarlo incorporándome un poco y levantando con mi mano el cuello del abrigo. Él no retiró el brazo, y al reclinarme de nuevo en los almohadones me encontré enlazada por el talle.
—¿Estás bien así?
—Sí.
—¿No tienes frío ya?
—No.
—Hubieras hecho bien en traer otro abrigo. El aire y la humedad de la carretera pueden hacerte daño.
Salimos de la ciudad, rodando sobre la calzada de Jesús del Monte; al trote de dos caballos. A cada momento, un tranvía eléctrico pasaba lleno de luz por nuestro lado, y algún papanatas, al divisar un coche de novios, asomaba la cabeza por la ventanilla. Yo procuraba encogerme todo lo posible bajo la presión del abrazo de Joaquín.
—Me parece esto un sueño, nenita. ¿Y a ti?
—¡Un sueño! ¿Qué? —dije como un eco.
—Tenerte así, sola conmigo y abrazada, enteramente mía ahora y para siempre.
Su brazo me oprimía con tracciones insinuantes, obligándome a caer sobre él, a pesar de mi esfuerzo muscular para mantenerme rígida. Calló de nuevo, disgustado, sin duda, del timbre de su propia voz, y pude distinguir claramente los latidos de su corazón. Un bache me hizo perder el equilibrio, y entonces me obligó a descansar la mejilla en su hombro. Nuestros labios quedaron tan cerca que casi se tocaban. Cerré los ojos involuntariamente.
La mano que Joaquín tenía libre se apoderó de mi barba y me hizo levantar aún más el rostro hacia él, mientras oí que su voz murmuraba suplicante:
—¡Un beso, vidita, ahora que nadie nos ve!
Abrí los ojos con cierto sobresalto, y vi la barbilla negra y rizada y los ojos brillantes que trataban de fascinarme. Instintivamente miré hacia afuera, con el temor de que alguien pudiera observarnos, y vi la carretera desierta, entre las dos hileras de árboles, y las últimas casas de la población que se quedaban atrás. Enseguida, mis labios se abandonaron inertes a la caricia.
—No; tú a mí, nena. Tú a mí también...
Di el beso, sin experimentar emoción de ninguna clase, y señalé después al cochero que, erguido y digno en el pescante, parecía tener abiertos los dos oídos a los menores movimientos del interior del coche.
—¡Es verdad! —murmuró avergonzado, permitiendo que me incorporase y manteniendo solo su brazo derecho al derredor de mi talle.
Respiré, como si acabaran de soltar la mitad de las ligaduras que me retenían prisionera, y me resigné a seguir apretada en aquel abrazo invisible, que me conservaba unida a «mi marido» desde el brazo hasta el tobillo. En medio de mi turbación poseía una sangre fría y una lucidez mental que yo misma no me hubiera atribuido antes. Era como esos soldados que tiemblan y se ofu...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. Dedicatoria
  4. Primera parte
  5. Segunda parte
  6. Tercera parte
  7. Libros a la carta