La barraca
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La barraca

  1. 154 páginas
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Información del libro

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). España.Nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Estudió Derecho pero no ejerció esa profesión y se dedicó a la política y la literatura.Con veintiún años se inició en la Masonería el 6 de febrero de 1887 y adoptó el nombre simbólico de Danton en la Logia Unión nº 14 de Valencia y después en la logia Acacia nº 25.Allí recibió el encargo del presidente Raymond Poincaré de escribir esta novela sobre la guerra: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), que fue un auténtico éxito de ventas en los Estados Unidos. Blasco Ibáñez murió en Menton (Francia) el 28 de enero 1928.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788499531861
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
X
Batiste perdió toda esperanza de vivir tranquilo en sus tierras.
La huerta entera volvía a levantarse contra él. Otra vez tuvo que aislarse en la barraca con su familia, vivir en perpetuo vacío, como un apestado, como una fiera enjaulada a la que todos enseñaban el puño desde lejos.
Su mujer le había contado al día siguiente cómo fue conducido a su barraca el herido valentón. El mismo, desde su vivienda, había oído los gritos y las amenazas de toda la gente que acompañaba solícita al magullado Pimentó... Una verdadera manifestación. Las mujeres, sabedoras de lo ocurrido gracias a la pasmosa rapidez con que en la huerta se transmiten las noticias, salían al camino para ver de cerca al bravo marido de Pepeta y compadecerle como a un héroe sacrificado por el interés de todos.
Las mismas que horas antes hablaban pestes de él, escandalizadas por su apuesta de borracho, le compadecían, se enteraban de si su herida era grave, y clamaban venganza contra aquel «muerto de hambre», aquel ladrón, que, no contento con apoderarse de lo que no era suyo, todavía intentaba imponerse por el terror atacando a los hombres de bien.
Pimentó se mostraba magnífico. Mucho le dolía el golpe, andaba apoyado en sus amigos, con la cabeza entrapajada, hecho un «Ecce homo», según afirmaban las indignadas comadres; pero hacía esfuerzos para sonreír, y a cada excitación de venganza contestaba con un gesto arrogante, afirmando que corría de su cuenta el castigar al enemigo.
Batiste no dudó que aquellas gentes se vengarían. Conocía los procedimientos usuales en la huerta. Para aquella tierra no se había hecho la justicia de la ciudad; el presidio era poca cosa tratándose de satisfacer un resentimiento. ¿Para qué necesitaba un hombre jueces ni Guardia civil, teniendo buen ojo y una escopeta en su barraca? Las cosas de los hombres deben resolverlas los hombres mismos.
Y como toda la huerta pensaba así, en vano al día siguiente de la riña pasaron y repasaron por las sendas dos charolados tricornios, yendo de casa de Copa a la barraca de Pimentó para hacer preguntas insidiosas a la gente que estaba en los campos. Nadie había visto nada, nadie sabía nada; Pimentó contaba con risotadas brutales cómo se había roto él mismo la cabeza volviendo de la taberna, a consecuencia de su apuesta, que le hizo andar con paso vacilante, chocando contra los árboles del camino; y los dos guardias civiles tuvieron que volverse a su cuartelillo de Alboraya, sin sacar nada en claro de los vagos rumores de riña y sangre que habían llegado hasta ellos.
Esta magnanimidad de la víctima y de sus amigos alarmaba a Batiste, haciéndole vivir en perpetua defensiva.
La familia, como medroso caracol, se replegó dentro de la vivienda, huyendo del contacto con la huerta.
Los pequeños ya no asistieron a la escuela, Roseta dejó de ir a la fábrica y Batistet no daba un paso más allá de sus campos. El padre era el único que salía, mostrándose tan confiado y tranquilo por su seguridad, como cuidadoso y prudente era para con los suyos.
Pero no hacía ningún viaje a Valencia sin llevar consigo la escopeta, que dejaba confiada a un amigo de los arrabales. Vivía en continuo contacto con su arma, la pieza más moderna de su casa, siempre limpia, brillante y acariciada con ese cariño de moro que el labrador valenciano siente por su escopeta.
Teresa estaba tan triste como al morir el pequeñuelo. Cada vez que veía a su marido limpiando los dos cañones del arma, cambiando los cartuchos o haciendo jugar la palanca para convencerse de que se abría con suavidad, pasaba por su memoria la imagen del presidio y la terrible historia del tío Barret. Veía sangre, y maldecía la hora en que se les ocurrió establecerse sobre estas tierras malditas. Y después venían las horas de inquietud por la ausencia de su marido, unas tardes interminables, de angustia, esperando al hombre que nunca regresaba, saliendo a la puerta de la barraca para explorar el camino, estremeciéndose cada vez que sonaba a lo lejos algún disparo de los cazadores de golondrinas, creyéndolo el principio de una tragedia, el tiro que destrozaba la cabeza del jefe de la familia o que le abría las puertas del presidio. Y cuando, finalmente, aparecía Batiste, gritaban los pequeños de alegría, sonreía Teresa limpiándose los ojos, salía la hija a abrazar al «pare», y hasta el perro saltaba junto a él, husmeándolo con inquietud, como si olfatease en su persona el peligro que acababa de arrostrar.
Y Batiste, sereno, firme, sin arrogancia, reía de la inquietud de su familia, mostrándose cada vez más atrevido según iba transcurriendo el tiempo desde la famosa riña.
Se consideraba seguro. Mientras llevase pendiente del brazo el magnífico «pájaro de dos voces», como él llamaba a su escopeta, podía marchar con tranquilidad por toda la huerta. Yendo en tan buena compañía, sus enemigos fingían no conocerle. Hasta algunas veces había visto de lejos a Pimentó, que paseaba por la huerta como bandera de venganza su cabeza entrapajada, y el valentón, a pesar de que estaba repuesto del golpe, huía, temiendo el encuentro tal vez más que Batiste.
Todos le miraban de reojo, pero jamás oyó desde los campos cercanos al camino una palabra de insulto. Le volvían la espalda con desprecio, se inclinaban sobre la tierra y trabajaban febrilmente hasta perderle de vista.
El único que le hablaba era el tío Tomba, el pastor loco, que le reconocía con sus ojos sin luz, como si oliese en torno de Batiste el ambiente de la catástrofe. Y siempre lo mismo... ¿No quería abandonar las tierras malditas?
—«Fas mal, fill meu; te portarán desgrasia.»27
Batiste acogía con una sonrisa la cantilena del viejo.
Familiarizado con el peligro, nunca lo había temido menos que ahora. Hasta sentía cierto goce secreto provocándolo, marchando rectamente hacia él. Su hazaña de la taberna había modificado su carácter, antes pacífico y sufrido, despertando en su interior una brutalidad agresora. Quería demostrar a toda aquella gente que no la temía, y así como le había abierto la cabeza a Pimentó, era capaz de andar a tiros con toda la huerta. Ya que le empujaban a ello, sería valentón y jactancioso por algún tiempo, para que le respetasen, dejándole después vivir tranquilamente.
Metido en tan peligroso empeño, hasta abandonó sus campos, pasando los días en los senderos de la huerta con pretexto de cazar, pero en realidad para exhibir su escopeta y su gesto de pocos amigos.
Una tarde, tirando a las golondrinas en el barranco de Carraixet, le sorprendió el crepúsculo.
Los pájaros tejían con su inquieto vuelo una caprichosa contradanza, reflejada por las tranquilas charcas con orlas de juncos. Este barranco, que cortaba la huerta como una grieta profunda, sombrío, de aguas estancadas y putrefactas, con orillas fangosas junto a las cuales se agitaba alguna piragua medio podrida, era de un aspecto desolado y salvaje. Nadie hubiera sospechado que detrás de los altos ribazos, más allá de los juncos y los cañares, estaba la vega con su ambiente risueño y sus verdes perspectivas. Hasta la luz del Sol parecía lúgubre bajand...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. Al lector
  4. I
  5. II
  6. III
  7. IV
  8. V
  9. VI
  10. VII
  11. VIII
  12. IX
  13. X
  14. Libros a la carta