La tierra de todos
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La tierra de todos

  1. 270 páginas
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La tierra de todos

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Información del libro

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). España.Nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Estudió Derecho pero no ejerció esa profesión y se dedicó a la política y la literatura.Con veintiún años se inició en la Masonería el 6 de febrero de 1887 y adoptó el nombre simbólico de Danton en la Logia Unión nº 14 de Valencia y después en la logia Acacia nº 25.Allí recibió el encargo del presidente Raymond Poincaré de escribir esta novela sobre la guerra: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), que fue un auténtico éxito de ventas en los Estados Unidos. Blasco Ibáñez murió en Menton (Francia) el 28 de enero 1928.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788499532608
Edición
1
Categoría
Literature
Categoría
Classics
XVI
Agitada por su curiosidad femenil, esperó la mestiza con impaciencia la hora de la cita.
Estaba en la cocina de la casa, situada en el corral, bajo un cobertizo. Sobre una mesa tenía un reloj despertador, y varias veces aproximó a él su quinqué para saber la hora. Poco antes de las diez se quitó los zapatos, atravesando descalza el corral, para seguir a continuación una de las galerías exteriores.
Así llegó, con paso silencioso, al ángulo del edificio más inmediato a la ventana del dormitorio de Elena. Luego se sentó en el suelo de tablas, encogiéndose para escuchar sin ser vista.
Distinguió al poco rato en la oscuridad a Manos Duras, que iba aproximándose a la casa. Vio cómo se quitaba las espuelas, guardándolas en el cinto, y subía cautelosamente los peldaños de la escalinata. Se abrió poco después la ventana del dormitorio de la señora, y apareció ésta, haciendo signos al recién llegado para que hablase en voz baja.
Sebastiana se esforzó por oír, pero la ventana estaba tan lejos, que solo reconcentrando su atención pudo alcanzar fragmentariamente algunas palabras. Estas palabras eran dichas con voces tan tenues, que no pudo tener una certeza absoluta de su exactitud. Le pareció oír «Celinda» y «Flor de Río Negro». Poco después creyó que era esto un error de sus sentidos.
«¿Qué tiene que ver —se dijo— mi antigua patroncita con los enredos de esta gente?»
Avanzando su cabeza fuera de la esquina, alcanzaba a ver a Manos Duras y a la señora. El gaucho oía a ésta con movimientos de aprobación. Otras veces era él quien hablaba, pero brevemente, apoyando sus palabras con gestos afirmativos. Hubo un momento en que pretendió coger las manos de ella, pero Elena se echó atrás con una retracción que denotaba al mismo tiempo repugnancia y altivez. Inmediatamente pareció arrepentirse, y dijo en voz más alta, con tono de promesa:
—De eso hablaremos mañana u otro día, cuando haya hecho usted mi encargo. Ya sabe lo que hemos convenido.
Y se despidió de él con cierta coquetería, aunque procurando mantenerse a gran distancia de sus manos.
El gaucho, al ver cerrada la ventana, bajó los escalones, y una vez en la calle, se detuvo.
Sebastiana, que se había incorporado para verle mejor, creyó que murmuraba con expresión alegre:
—En vez de una, van a ser dos.
Pero tampoco estaba segura de haber oído esto exactamente, y al fin se retiró a la casucha del corral, donde tenía su camastro, algo decepcionada por el insignificante resultado de su acecho.
Lo único que persistió en ella, quitándole el sueño, fue la duda de si verdaderamente aquellas dos personas habían nombrado en su conversación a la señorita de Rojas. Y volvió a preguntarse muchas veces: «¿Qué tendrán esas gentes que decir de mi niña?...».
Robledo pasó igualmente una noche agitada. Había instalado a Torrebianca en la misma habitación que ocupó éste con su mujer cuando llegaron a la Presa. Fatigado por sus emociones, el marqués había accedido al fin a quedarse en la casa de su amigo.
Dos veces durante la noche despertó el español, avanzando su oído para escuchar mejor. Llegaban hasta él gemidos y palabras balbucientes desde la habitación próxima, ocupada por Torrebianca.
—Federico, ¿deseas algo?...
Su amigo Federico le contestaba con voz débil y humilde, procurando a continuación mantenerse silencioso.
Despertó Robledo por tercera vez, pero ahora la luz del día marcaba con líneas de claridad las rendijas de su ventana. Un ruido había cortado su sueño, obligándole a echarse de la cama con sobresalto.
Al salir a la sala común, que servía al mismo tiempo de comedor, vio en ella a Watson inclinado sobre una silla y acabando de calzarse las espuelas. La caída de esta silla, ocurrida poco antes, era lo que había despertado a Robledo. Éste, al ver a su socio, dijo alegremente:
—¡Cómo madruga usted!... Y eso que anoche le oí entrar muy tarde.
Watson parecía triste, y se limitó a contestar:
—Como hoy no trabajamos, voy a dar unos galopes por el campo.
Al marcharse el joven acabó Robledo de vestirse, paseando después por el comedor. Cuando en sus evoluciones pasaba ante la puerta de la pieza ocupada por Torrebianca, sentía la tentación de entrar. Deseaba ver a su amigo. Un vago presentimiento le infundía cierta inquietud.
«Vamos a enterarnos de cómo ha pasado la noche», se dijo.
Abrió la puerta, miró al interior de la habitación, e hizo un gesto de asombro. No había nadie en ella; la cama, con sus ropas en desorden, estaba vacía. El español quedó pensativo. Primeramente se imaginó que Federico, no pudiendo dormir en toda la noche, habría salido a dar un paseo al apuntar el alba.
Instintivamente empezó a mirar en torno de él, examinando la habitación. Vio sobre la mesa varios papeles, todos con una línea o dos de letra de Torrebianca. Eran cartas empezadas por éste y que había juzgado inútil continuar.
Leyó uno de los papeles: «Agradezco tus esfuerzos, pero no puedo más...». Lo escrito en otro decía así: «La única mujer que me amo verdaderamente fue mi madre, y ha muerto. ¡Si yo tuviese la seguridad de volver a encontrarla!...».
Robledo siguió examinando los demás papeles. Solo contenían renglones borrados o palabras ininteligibles. Torrebianca había querido escribir, desistiendo al fin de tal esfuerzo. Se imaginó ver a su amigo, en las altas horas de la noche, arrojando la pluma —que él acababa de descubrir caída en el suelo— y diciendo con la indiferencia del que se considera ya por encima de las preocupaciones terrenales: «¡Para qué!...».
Permaneció absorto, con estos papeles en una mano. Después le reanimó un pensamiento optimista. Tal vez su amigo estaba vagando por las inmediaciones del pueblo. Aquellos escritos sin terminar mostraban su falta de voluntad.
Examinó el suelo fuera de su casa, e hizo un gesto de satisfacción al distinguir entre las huellas recientes del caballo de Watson el contorno de un pie humano, que debía ser de su camarada. Él había aprendido de los rastreadores del país que estudian las huellas perdidas en el desierto.
Las señales de los pies de Torrebianca le hicieron seguir una callejuela abierta entre su casa y la inmediata, que venía a dar en el campo. Pero una vez fuera del pueblo perdió el rastro, por ser numerosas las pisadas de los que habían salido al amanecer.
Instintivamente marchó hacia el río, siguiendo su ribera curso arriba. Miraba las aguas deslizarse uniformemente, sin que el menor objeto alterase su superficie. Al fin se cansó de este examen sin más guía ni justificación que un presentimiento.
«Este Federico —se dijo— me ha perturbado con sus desgracias. ¿Por qué pienso cosas absurdas?... Volvamos a casa. Me avisa el corazón que lo voy a encontrar cuando llegue. Habrá estado paseando por el otro lado del pueblo.»
Y regresó a la Presa, sintiendo sin embargo una ansiedad que le hacía marchar apresuradamente.
A la misma hora, cerca de la estancia de Rojas, estaba Manos Duras con sus tres camaradas de la Cordillera hablando al amparo de unos matorrales.
Habían desmontado y tenían sus caballos de las riendas. Uno de los hombres iba vestido de modo diferente a sus camaradas, y más que jinete del campo parecía un trabajador de la Presa. Manos Duras le daba explicaciones, que el otro iba aceptando en silencio, aprobándolas con leves parpadeos. Este hombre montó a caballo, y Manos Duras y sus dos compañeros le siguieron con los ojos hasta que desapareció entre los grupos de áspera vegetación.
—El viejito va a ver lo que le cuesta amenazarme —dijo el gaucho con una sonrisa rencorosa.
Uno de los cordilleranos, apodado Piola, que por su edad y sus ademanes autoritarios parecía ejercer cierta influencia sobre sus dos acompañantes, movió la cabeza como si dudase de tales palabras. El plan de Manos Duras le parecía excelente, pero no encontraba aceptable que se quedase en el país un día o dos luego de dar el golpe. Era mejor emprender todos juntos e inmediatamente la retirada hacia la Cordillera.
—Déjeme, compadre; yo me ent...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. I
  4. II
  5. III
  6. IV
  7. V
  8. VI
  9. VII
  10. VIII
  11. IX
  12. X
  13. XI
  14. XII
  15. XIII
  16. XIV
  17. XV
  18. XVI
  19. XVII
  20. XVIII
  21. XIX
  22. XX
  23. Libros a la carta