Los cuatro jinetes del Apocalipsis
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Los cuatro jinetes del Apocalipsis

  1. 358 páginas
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Los cuatro jinetes del Apocalipsis

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Información del libro

Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). España.Nació en Valencia el 29 de enero de 1867. Estudió Derecho pero no ejerció esa profesión y se dedicó a la política y la literatura.Con veintiún años se inició en la Masonería el 6 de febrero de 1887 y adoptó el nombre simbólico de Danton en la Logia Unión nº 14 de Valencia y después en la logia Acacia nº 25.Allí recibió el encargo del presidente Raymond Poincaré de escribir esta novela sobre la guerra: Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), que fue un auténtico éxito de ventas en los Estados Unidos. Blasco Ibáñez murió en Menton (Francia) el 28 de enero 1928.

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Información

Editorial
Linkgua
Año
2014
ISBN
9788499533117
Edición
1
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos

V. La invasión

Huía don Marcelo para refugiarse en su castillo, cuando encontró al alcalde de Villeblanche. El estrépito de la descarga le había hecho correr hacia la barricada. Al enterarse de la aparición del grupo de rezagados elevó los brazos desesperadamente. Estaban locos. Su resistencia iba a ser fatal para el pueblo. Y siguió corriendo para rogarles que desistiesen de ella.
Transcurrió mucho tiempo sin que se turbase la calma de la mañana. Desnoyers había subido a lo más alto de uno de sus torreones y con los anteojos exploraba el campo. No alcanzaba a distinguir la carretera; solo veía los grupos de árboles inmediatos. Adivinó con la imaginación debajo de este ramaje una oculta actividad: masas de hombres que hacían alto, tropas que se preparaban para el ataque. La inesperada defensa de los fugitivos había perturbado la marcha de la invasión. Desnoyers pensó en este puñado de locos y su testarudo jefe: ¿qué suerte iba a ser la suya?...
Al fijar sus gemelos en las cercanías del pueblo vio las manchas rojas de los kepis deslizándose como amapolas sobre el verde de unas praderas. Eran ellos que se retiraban, convencidos de la inutilidad de su resistencia. Tal vez les habían indicado un vado o una barca olvidada para salvar el Marne, y continuaban su retroceso hacia el río. De un momento a otro, los alemanes iban a entrar en Villeblanche.
Transcurrió media hora de profundo silencio. El pueblo perfilaba sobre un fondo de colinas su masa de tejados y la torre de la iglesia rematada por la cruz y un gallo de hierro. Todo parecía tranquilo, como en los mejores días de la paz. De pronto vio que el bosque vomitaba a lo lejos algo ruidoso y sutil, una burbuja de vapor acompañada de sordo estallido. Algo también pasó por el aire con estridente curva. A continuación, un tejado del pueblo se abrió como un cráter, volando de él maderos, fragmentos de pared, muebles rotos. Todo el interior de la casa se escapaba en un chorro de humo, polvo y astillas.
Los invasores bombardeaban a Villeblanche antes de intentar el ataque, como si temiesen encontrar en sus calles una empeñada resistencia. Cayeron nuevos proyectiles. Algunos, pasando por encima de las casas, venían a estallar entre el pueblo y el castillo. Los torreones de la propiedad de Desnoyers empezaban a atraer la puntería de los artilleros. Pensaba éste en la oportunidad de abandonar su peligroso observatorio, cuando vio que algo blanco, semejante a un mantel o una sábana, flotaba en la torre de la iglesia. Los vecinos habían izado esta señal de paz para evitarse el bombardeo. Todavía cayeron unos cuantos proyectiles; luego se hizo el silencio.
Don Marcelo estaba ahora en su parque, viendo cómo el conserje enterraba al pie de un árbol las armas de caza que existían en el castillo. Luego se dirigió hacia la verja. Los enemigos iban a llegar y había que recibirles. En esta espera inquietante, el arrepentimiento volvió a atormentarle. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué se había quedado?... Pero su carácter tenaz desechó inmediatamente las dudas del miedo. Estaba allí porque tenía el deber de guardar lo suyo. Además, ya era tarde para pensar en tales cosas.
Le pareció de pronto que el silencio matinal se cortaba con un sordo rasgón de tela dura.
—Tiros, señor —dijo el conserje—. Una descarga. Debe ser en la plaza.
Minutos después vieron llegar a una mujer del pueblo, una vieja de miembros enjutos y negruzcos, que jadeaba con la violencia de la carrera, lanzando en torno miradas de locura. Huía sin saber adonde ir, por la necesidad de escapar al peligro, de librarse de horribles visiones. Desnoyers y los porteros escucharon su explicación entrecortada por hipos de terror.
Los alemanes estaban en Villeblanche. Primeramente había entrado un automóvil a toda velocidad, pasando de un extremo a otro del pueblo. Su ametralladora disparaba a capricho contra las casas cerradas y las puertas abiertas, tumbando a las gentes que se habían asomado. La vieja abrió los brazos con un gesto de terror... Muertos... muchos muertos... heridos... sangre. A continuación, otros vehículos blindados se habían detenido en la plaza, y tras de ellos, grupos de jinetes, batallones a pie, numerosos batallones, que llegaban por todas partes. Los hombres con casco parecían furiosos: acusaban a los habitantes de haber hecho fuego contra ellos. En la plaza habían golpeado al alcalde y a varios vecinos que salían a su encuentro. El cura, inclinado sobre unos agonizantes, también había sido atropellado... Todos presos. Los alemanes habían de fusilarlos.
Las palabras de la vieja fueron cortadas por el ruido de algunos automóviles que se aproximaban.
—Abre la verja —ordenó el dueño al conserje.
La verja quedó abierta, y ya no volvió a cerrarse nunca. Terminaba el derecho de propiedad.
Se detuvo ante la entrada un automóvil enorme cubierto de polvo y lleno de hombres. Detrás sonaron las bocinas de otros vehículos, que se avisaban al detenerse con seco tirón de frenos. Desnoyers vio soldados apeándose de un salto, todos vestidos de gris verdoso, con una funda del mismo tono cubriendo el casco puntiagudo. Uno de ellos, que marchaba delante, le puso su revólver en la frente.
—¿Dónde están los franco-tiradores? —preguntó.
Estaba pálido, con una palidez de cólera, de venganza y de miedo. Le temblaban las mejillas a impulsos de la triple emoción. Don Marcelo se explicó lentamente, contemplando a corta distancia de sus ojos el negro redondel del tubo amenazador. No había visto franco-tiradores. El castillo tenía por únicos habitantes el conserje con su familia, y él, que era el dueño.
Miró el oficial al edificio y luego examinó a Desnoyers con visible extrañeza, como si lo encontrase de aspecto demasiado humilde para ser su propietario. Le había creído un simple empleado, y su respeto a las jerarquías sociales hizo que bajase el revólver.
No por esto desistió de sus gestos imperiosos. Empujó a don Marcelo para que le sirviese de guía; lo hizo marchar delante de él, mientras a sus espaldas se agrupaban unos cuarenta soldados. Avanzaron en dos filas, al amparo de los árboles que bordeaban la avenida central, con el fusil pronto para disparar, mirando inquietamente a las ventanas del castillo, como si esperasen recibir desde ellas una descarga cerrada. Desnoyers marchó tranquilamente por el centro, y el oficial, que había imitado la precaución de su gente, acabó por unirse a él cuando atravesaba el puente levadizo.
Los hombres armados se esparcieron por las habitaciones en busca de enemigos. Metían las bayonetas debajo de camas y divanes. Otros, con un automatismo destructor, atravesaron los cortinajes y las ricas cubiertas de los lechos. El dueño protestó: ¿para qué este destrozo inútil?... Experimentaba una tortura insufrible al ver las botas enormes manchando de barro las alfombras, al oír el choque de culatas y mochilas contra los muebles frágiles, de los que caían objetos. ¡Pobre mansión histórica!...
El oficial le miró con extrañeza, asombrado de que protestase por tan fútiles motivos. Pero dio una orden en alemán, y sus hombres cesaron en las rudas exploraciones. Luego, como una justificación de este respeto extraordinario, añadió en francés:
—Creo que tendrá usted el honor de alojar al general de nuestro cuerpo de ejército.
La certeza de que en el castillo no se ocultaban enemigos le hizo más amable. Sin embargo, persistió en su cólera contra los franco-tiradores. Un grupo de vecinos había hecho fuego sobre los hulanos cuando avanzaban descuidados después de la retirada de los franceses.
Desnoyers creyó necesaria una protesta. No eran vecinos ni franco-tiradores: eran soldados franceses. Tuvo buen cuidado de callar su presencia en la barricada, pero afirmó que había distinguido los uniformes desde un torreón de su castillo.
El oficial hizo un gesto de agresividad.
—¿Usted también?... ¿Usted, que parece un hombre razonable, repite tales patrañas?
Y para cortar la discusión, dijo con arrogancia:
—Llevaban uniforme, si usted se empeña en afirmarlo, pero eran franco-tiradores. El gobierno francés ha repartido armas y uniformes a los campesinos para que nos asesinen. Lo mismo hizo el de Bélgica... Pero conocemos sus astucias y sabremos castigarlas.
El pueblo iba a ser incendiado. Había que vengar los cuatro cadáveres alemanes que estaban tendidos en las afueras de Villeblanche, cerca de la barricada. El alcalde, el cura, los principales vecinos, todos fusilados.
Visitaban en aquel momento el último piso. Desnoyers vio flotar por encima del ramaje de su parque una bruma oscura cuyos contornos enrojecía el Sol. El extremo del campanario era lo único del pueblo que se distinguía desde allí. En torno del gallo de hierro volteaban harapos sutiles, semejantes a telarañas negras elevadas por el viento. Un olor de madera vieja quemada llegó hasta el castillo.
Saludó el alemán este espectáculo con una sonrisa cruel. Luego, al descender al parque, ordenó a Desnoyers que le siguiese. Su libertad y su dignidad habían terminado. En adelante, iba a ser una cosa bajo el dominio de estos hombres, que podrían disponer de él a su capricho. ¡Ay, por qué se había quedado!... Obedeció, montando en un automóvil al lado del oficial, que aún conservaba el revólver en la diestra. Sus hombres se esparcían por el castillo y sus dependencias para evitar la fuga de un enemigo imaginario. El conserje y su familia parecieron decirle ¡adiós! con los ojos. Tal vez le llevaban a la muerte...
Más allá de las arboledas del castillo fue surgiendo un mundo nuevo. El corto trayecto hasta Villeblanche representó para él un salto de millones de leguas, la caída en un planeta rojo, donde hombres y cosas tenían la pátina del humo y el resplandor del incendio. Vio el pueblo bajo un dosel oscuro moteado de chispas y brillantes pavesas. El campanario ardía como un blandón enorme; la techumbre de la iglesia estallaba, dejando escapar chorros de llamas. Un hedor de quema se esparcía en el ambiente. El fulgor del incendio parecía contraerse y empalidecer ante la luz impasible del Sol.
Corrían a través de los campos, con la velocidad de la desesperación, mujeres y niños dando alaridos. Las bestias habían escapado de los establos, empujadas por las llamas, para emprender una carrera loca. La vaca y el caballejo de labor llevaban pendiente del pescuezo la cuerda rota por el tirón del miedo. Sus flancos echaban humo y olían a pelo quemado. Los cerdos, las ovejas, las gallinas, corrían igualmente, confundidos con gatos y perros. Toda la animalidad doméstica retornaba a la existencia salvaje, huyendo del hombre civilizado. Sonaban tiros y carcajadas brutales. Los soldados, en las afueras del pueblo, insistían regocijados en esta cacería de fugitivos. Sus fusiles apuntaban a las bestias y herían a las personas.
Desnoyers vio hombres, muchos hombres, hombres por todas partes. Eran a modo de hormigueros grises que desfilaban y desfilaban hacia el Sur, saliendo de los bosques, llenando los caminos, atravesando los campos. El verde de la vegetación se diluía bajo sus pasos; las cercas caían rotas; el polvo se alzaba en espirales detrás del sordo rodar de los cañones y el acompasado trote de millares de caballos. A los lados del camino habían hecho alto varios batallones con su acompañamiento de vehículos y bestias de tiro. Descansaban para reanudar su marcha. Conocía a este ejército. Lo había visto en las paradas de Berlín, y también le pareció cambiado, como el del día anterior. Quedaba en él muy poco de la brillantez sombría e imponente, de la tiesura muda y jactanciosa, que hacían llorar de admiración a sus cuñados. La guerra, con sus realidades, había borrado todo lo que tenía de teatral el formidable organis...

Índice

  1. Créditos
  2. Presentación
  3. Primera parteI. En el jardín de la Capilla Expiatoria
  4. II. El centauro Madariaga
  5. III. La familia Desnoyers
  6. IV. El primo de Berlín
  7. V. Donde aparecen los cuatro jinetes
  8. Segunda parteI. Las envidias de don Marcelo
  9. II. Vida nueva
  10. III. La retirada
  11. IV. Junto a la gruta sagrada
  12. V. La invasión
  13. Tercera parteI. Después del Marne
  14. II. En el estudio
  15. III. La guerra
  16. IV. No hay quien le mate
  17. V. Campos de muerte
  18. Libros a la carta