VII. El pecado de Ferragut
Al despertar Tòni todas las mañanas con las primeras luces del alba, experimentaba una sensación de sorpresa y desaliento.
—¡Todavía en Nápoles! —decía mirando por el ventano de su camarote.
Luego contaba los días. Diez iban transcurridos desde que el Mare Nostrum, terminadas sus reparaciones, había anclado en el puerto comercial.
—Veinticuatro horas más —añadía mentalmente el segundo.
Y reanudaba su vida monótona, paseando por la cubierta del buque, vacío y muerto, sin saber qué hacer, desesperándose a la vista de los otros vapores, que movían sus antenas de carga, tragándose cajas y fardos, y empezaban a lanzar por sus chimeneas el humo anunciador de su próximo viaje.
Sufría remordimientos al calcular lo que podía haber ganado el buque de hallarse navegando. El provecho era para el capitán, pero eso no evitaba que se desesperase por el dinero perdido.
La necesidad de comunicar a alguien sus impresiones, de protestar a coro contra esta inercia lamentable, le empujaba hacia los dominios de Caragòl. A pesar de la diferencia de categorías, el segundo trataba al cocinero con afectuosa familiaridad.
—¡Nos separa un abismo! —decía Tòni gravemente.
Este «abismo» era una metáfora sacada de sus lecturas de periódicos radicales, y hacía alusión a las creencias fervorosas y simples del viejo. Pero el cariño por el capitán, el ser todos de la misma tierra y el empleo del valenciano como lengua de la intimidad, les bacía buscarse a los dos instintivamente. Caragòl era para Tòni la persona más cuerda de a bordo... después de él.
Apenas se detenía en la puerta de la cocina, apoyando un codo en el quicio y obstruyendo con su cuerpo la entrada da la luz solar, el viejo echaba mano a la botella de caña, preparando un «refresco» o un «caliente» en honor del segundo.
Bebían con lentitud, interrumpiendo el paladeo del líquido para lamentarse de la inmovilidad del Mare Nostrum. Hacían cuentas, como si el buque fuese suyo. Mientras estaba en reparación había podido tolerarse la conducta del capitán.
—Los ingleses pagaban —decía Tòni—. Pero ahora no paga nadie, el barco está sin ganar, y gastamos todos los días... ¿qué es lo que gastamos?
Calculaban él y el cocinero detalladamente el costo del sostenimiento del vapor, asustándose al llegar al total. Un día de su inmovilidad representaba más que lo que ganaban los dos hombres en un mes.
—Esto no puede seguir —protestaba Tòni.
Su indignación le llevó varias veces a tierra, en busca del capitán. Temía hablarle, considerando una falta de disciplina el ingerirse en la dirección del buque, e inventaba los más absurdos pretextos para abordar a Ferragut.
Miró con antipatía al portero del albergo, porque siempre la contestaba que el capitán había salido. Este individuo con aire de alcahuete debía tener gran culpa en la inmovilidad del vapor: se lo avisaba el corazón.
Por no irse a las manos con él y porque no riese solapadamente al verle esperar horas y horas en el vestíbulo, se apostaba en la calle, espiando las entradas y salidas da Ferragut.
Las tres veces que consiguió hablar con él obtuvo al mismo éxito. El capitán celebraba mucho el verle, como si fuese un aparecido del pasado al que podía comunicar la alegría de su exuberante felicidad.
Escuchaba a su segundo, alegrándose de que todo marchase bien en el buque. Y cuando Tòni, con voz balbuciente, se atrevía a preguntarle la fecha de la partida, Ulises ocultaba sus vacilaciones bajo un tono de prudencia. Estaba a la espera de un cargamento valiosísimo. Cuanto más aguardasen, más dinero iban a ganar... Pero sus palabras no convencían a Tòni. Recordaba las protestas de su capitán, quince días antes, por la falta de buena carga en Nápoles y su deseo de salir sin pérdida de tiempo.
Al volver a bordo, el segundo buscaba a Caragòl, comentando ambos las transformaciones de su jefe. Tòni lo había visto hecho otro hombre, con la barba recortada, vistiendo lo mejor de su equipaje, delatando en el arreglo de su persona un esmero minucioso, una voluntad decidida de agradar. El rudo piloto hasta había creído percibir al hablarle cierto perfume femenil igual al de la visitante rubia.
Esta noticia era la más inaudita para Caragòl.
—¡El capitán Ferragut perfumado!... ¡El capitán oliendo a... pulga!
Y elevaba los brazos, mientras sus ojos cegatos buscaban las botellas de caña y las alcuzas de aceite para hacerlas testigos de su indignación.
Los dos hombres estaban acordes al apreciar la causa de sus tristezas. Ella era la culpable de todo, ella la que iba a tener el buque encantado en este puerto, quién sabe hasta cuándo, con su poder irresistible de bruja.
—¡Ah, las hembras!... El diablo va como un perro faldero detrás de sus enaguas... Son la podredumbre de nuestra vida.
Y la iracunda castidad del cocinero seguía lanzando contra las mujeres injurias y maldiciones iguales a las de los primeros padres de la Iglesia.
Una mañana, los tripulantes que limpiaban la cubierta hicieron pasar un grito de la proa a la popa. «¡El capitán!» Lo veían aproximarse en un bote, y la voz se extendió por cámaras y corredores, dando nueva fuerza a los brazos, animando los rostros soñolientos. El segundo salió a la cubierta y Caragòl sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
Desde su primera ojeada presintió Tòni que algo importante iba a ocurrir. El capitán tenía un aire animoso y alegre. Al mismo tiempo vio en la exagerada amabilidad de su sonrisa un deseo de seducir, de imponer dulcemente algo que consideraba de dudosa aceptación.
—Ya estarás contento —dijo Ferragut al darle la mano—. Pronto vamos a zarpar.
Entraron en el salón. Ulises miró su buque con cierta extrañeza, como si volviese a él después de un largo viaje. Lo encontraba con aspecto diferente; surgían ante sus ojos detalles que nunca habían atraído su atención.
Recapituló en una síntesis, que fue como un relámpago cerebral, todo lo que había ocurrido en menos de dos semanas. Pudo darse cuenta por primera vez del gran cambio de su vida desde que Freya había venido a buscarle en el vapor.
Se vio en su cuarto del hotel frente a ella, que iba vestida como un hombre y fumaba mirando el golfo.
—Yo soy alemana y...
Iba a explicarse de pronto su vida misteriosa, hasta en los detalles menos comprensibles.
Ella, era alemana y servía a su país. La guerra moderna levanta las naciones en masa; no es, como en otros siglos, un choque de exiguas minorías profesionales que tienen por oficio el pelear. Todos los hombres vigorosos iban a los campos de batalla; los demás trabajaban en los centros industriales convertidos en talleres de guerra. Y esta actividad general comprendía también a las mujeres, que dedicaban al servicio de la patria su labor en fábricas y hospitales o su inteligencia más allá de las fronteras.
Ferragut, sorprendido por esta revelación brutal, quedó silencioso, y al fin se atrevió a formular su pensamiento.
—Según eso, ¿tú eres una espía?...
Ella acogió con desprecio la palabra. Era un término anticuado que había perdido su primitiva significación. Espías eran los que en otros tiempos, cuando solo los soldados profesionales tomaban parte en la guerra, se mezclaban voluntariamente o por interés en las operaciones, sorprendiendo los preparativos del enemigo. Ahora con la movilización en masa de los pueblos, había desaparecido el antiguo espía de oficio, despreciable y villano, que arrostraba la muerte por dinero. Solo existían patriotas ganosos de trabajar por su país, unos con las armas en la mano, otros valiéndose de la astucia o explotando las cualidades de su sexo.
Ulises quedó desconcertado por esta teoría.
—¿Entonces, la doctora...? —volvió a preguntar, adivinando lo que podía ser la imponente dama.
Freya contestó con una expresión de entusiasmo y de respeto. Su amiga era una patriota ilustre, una sabia que ponía todas sus facultades al servicio de su país. Ella la adoraba. Er...