Corrine
PUES, ES UN asesino de mierda, ese gato callejero, flacucho y amarillo, de ojos verdes y de cojones enormes. Alguien lo dejó en el lote baldío detrás de la casa de los Shepard a finales de diciembre —un regalo navideño no deseado, una mala idea desde el principio, Corrine le dijo a Potter en su momento— y, desde entonces, no ha habido criatura que esté a salvo. Los pájaros cantores han muerto por decenas. Los jilgueros, la familia de matracas del desierto que había anidado bajo el cobertizo, incontables gorriones y murciélagos, hasta un ruiseñor. En cuatro meses, el gato ha duplicado su tamaño. Su pelaje claro reluce como un crisantemo.
Corrine está arrodillada frente al inodoro cuando escucha el alarido de terror de otro animalito en el jardín. Los pájaros chillan y baten las alas contra el suelo, las constrictor y las serpientes más grandes mueren sin hacer ruido, sus cuerpos ligeros apenas perturban la tierra endurecida en el lecho de flores vacío. Lo que oye ahora es un ratón o una ardilla, podría ser incluso un perrito de las praderas. Bichitos, piensa, así los llamaba Potter. Y se le hace un nudo en la garganta.
Se sujeta las greñas color marrón con una mano y termina de expulsar el contenido del estómago, luego se sienta con el rostro contra la pared fría del baño. El animal vuelve a chillar y, en el silencio que sigue, Corrine intenta reconstruir los detalles de la noche anterior. ¿Se bebió cinco o seis copas? ¿Qué habrá dicho y a quién?
El ventilador de techo vibra sobre su cabeza. El olor denso a cacahuates salados y whisky escocés entra por la ventana abierta y Corrine tiene los ojos llorosos por la violencia de las arcadas. Y, encima, una calva que crece por día justo en la coronilla. No es que ese detalle en particular tenga nada que ver con la borrachera de la noche anterior, pero igual, es parte del inventario. Al igual que el pedacito de papel higiénico que le cuelga del mentón. Lo arroja en el inodoro, cierra la tapa y se queda con la frente pegada a la porcelana mientras escucha el tanque llenarse.
Desaliñada como una bolsa de carnada de gusanos que se ha dejado al sol, le diría Potter a Corrine si estuviera aquí. Luego le prepararía un Bloody Mary con bastante salsa picante y le freiría unos huevos con tocineta. Le daría una tostada para mojar en la grasa de la tocineta. Manos a la obra, diría. Un poco más de mesura la próxima vez, cariño. Hace seis semanas que murió Potter —con las botas puestas— y esta mañana le parece escuchar la voz de su esposo tan clara, que muy bien podría estar entrando por la puerta. Con la misma sonrisita tonta, el mismo optimismo.
El timbre del teléfono perfora el silencio. No hay nadie con quien le interese hablar. Alice vive en Prudhoe Bay y sólo llama los domingos por la noche cuando la tarifa de larga distancia es más económica. Aun así, Corrine, que no le ha perdonado a su hija la tormenta de nieve que cerró el aeropuerto de Anchorage y le impidió llegar al funeral de Potter, no le da mucha conversación, sólo la necesaria para que su hija sepa que está bien. Estoy bien, le dice a Alice. Me mantengo ocupada con el jardín, voy a misa los miércoles por la noche y los domingos por la mañana y recojo las cosas de tu papá para que el Ejército de Salvación venga a llevárselas.
Todo es mentira. Apenas ha logrado meter una camiseta del viejo en una caja. Afuera, el jardín está lleno de polvo y de cadáveres de pájaros y, después de cuarenta años de dejarse arrastrar por Potter a la iglesia, no está dispuesta a darles a esas viejas mojigatas ni un minuto más de su tiempo ni un centavo más de su cartera. En el baño, el estuche de cuero de su rasuradora sigue abierto en el botiquín. Sus tapones de oídos están en su mesita de noche junto a un libro de Elmer Kelton y las pastillas para el dolor. El rompecabezas que estaba haciendo cuando murió está en la mesa de la cocina y su nuevo bastón está recostado contra la pared. En la bandeja giratoria en medio de la mesa hay una estiba de formularios de seguro junto con seis sobres de banco de la cooperativa de crédito que contienen mayormente billetes de cincuenta, algunos de cien dólares. En ocasiones, a Corrine le dan ganas de quemar los sobres uno a uno con el dinero dentro.
El teléfono vuelve a sonar y Corrine se frota los ojos con la palma de la mano. Hace una semana rompió el disco del volumen en una rabieta. Ahora, con el timbre fijo a todo dar, el sonido espantoso y desentonado perfora cada rincón y grieta de la casa y el jardín como si gritara en vez de preguntar. Cuando Corrine por fin descuelga el teléfono y balbucea, Residencia Shepard, la voz al otro lado de la línea resulta igualmente desagradable.
Por su culpa, grita una mujer, me despidieron anoche.
¿Quién?, dice Corrine y la mujer solloza y golpea el teléfono con tal fuerza que a Corrine le pita el oído.
El gato callejero está al otro lado de la puerta de cristal corrediza con un ratón muerto en la boca cuando el teléfono vuelve a sonar. Corrine lo agarra y grita, Váyase al infierno.
El gato suelta a su víctima y huye despavorido por el jardín trasero, pasa el pacano a toda velocidad y su feo cuerpo salta por encima del muro de bloques de hormigón hasta el callejón.
* * *
Estaban haciendo planes para su jubilación cuando a Potter le comenzaron los dolores de cabeza la primavera pasada. Ya recibía su pensión completa y Corrine había comenzado a recibir la suya desde que la junta de la escuela la obligara a jubilarse hacía unos años por hacer unos comentarios desacertados en la sala de maestros. Tal vez podamos conducir hasta Alaska, dijo Potter, pasar por California y ver esa secuoya roja tan grande que un camión puede pasarle por debajo.
Pero Corrine tenía sus dudas. Allá el sol no sale durante seis meses, le dijo. ¿Y qué diablos hay en Alaska? ¿Alces?
Alice, dijo Potter. Alice está allá.
Corrine puso los ojos en blanco, un hábito que adquirió después de treinta años de trabajar con adolescentes. Claro, dijo, arrejuntada con ese fulano, el prófugo.
Dos días después de pagar un depósito para comprar una Winnebago de diez metros con ducha propia, Potter tuvo la primera convulsión. Estaba podando el jardín cuando cayó al suelo, chocando los dientes y sacudiendo las piernas y los brazos sin control. La podadora rodó hacia la calle y se detuvo con las ruedas de atrás aún en la acera. La niña de Ginny Pierce hacía ochos en la bicicleta justo en la entrada de los Shepard y Corrine escuchó los gritos en el dormitorio donde leía un libro con el ventilador a toda marcha.
Condujeron ochocientos kilómetros hasta Houston y subieron quince pisos en un ascensor para sentarse en un par de sillas estrechas con cojines de vinil y escuchar la explicación del oncólogo. Corrine estaba encorvada en una silla sobre una libreta de espiral, la punta del bolígrafo hería el papel como si intentara matarlo. Glioblastoma multiforme, dijo, GBM, para abreviar. ¿Para abreviar? Corrine levantó la vista y lo miró. Era algo tan raro, dijo el oncólogo, que era más probable que hubieran encontrado un trilobites alojado en el cerebro de Potter. Si comenzaban la radioterapia inmediatamente, podían extenderle la vida seis meses, quizás un año.
¿Seis meses? Corrine miró al doctor boquiabierta, pensando, Oh, no, no, no. Usted está equivocado, señor. Observó a Potter ponerse de pie y caminar hasta la ventana para mirar el aire espeso y marrón de Houston. Comenzó a mover los hombros suavemente hacia arriba y hacia abajo, pero Corrine no fue hacia él. Estaba adherida a esa silla como si alguien le hubiera atravesado el muslo con un clavo.
Hacía demasiado calor como para conducir a casa, de modo que fueron al Westwood Mall donde se sentaron en un banco cerca de la zona de restaurantes, cada uno sujetaba una botella de Dr Pepper frío como quien sujeta una granada de mano. Al atardecer, regresaron al aparcamiento. Condujeron con los cristales bajos, el aire caliente les daba en el rostro y las manos. A medianoche, la camioneta apestaba a ellos: restos de un café que Corrine había derramado sobre el asiento el día anterior, sus cigarrillos y su Chanel n°5, el rapé y la colonia de afeitar de Potter, el sudor y el miedo de ambos. Él conducía. Ella encendía y apagaba la radio, se sujetaba el pelo con una horquilla y se lo soltaba, encendía la radio y volvía a apagarla. Al cabo de un rato, Potter le pidió que parara.
El tráfico de la ciudad la ponía nerviosa, por lo que Potter tomó la carretera de circunvalación de San Antonio. Perdóname, dijo ella, por hacer el viaje más largo. Él sonrió lánguidamente y extendió la mano sobre el asiento para tomar la de ella. Mujer, dijo, ¿estás pidiéndome disculpas? Bueno, bueno. Parece que me estoy muriendo de veras. Corrine volvió el rostro hacia la ventanilla del pasajero y lloró con tanta fuerza que se le tupió la nariz y se le hincharon tanto los ojos que casi no podía abrirlos.
* * *
Aún no han dado las nueve y ya afuera ha llegado a los treinta y dos grados. Corrine mira por la ventana del salón y ve la camioneta de Potter aparcada en el jardín frente a la casa. Era su orgullo y su alegría, una Chevy Stepside V8 con interiores de cuero color escarlata. Ha sido un invierno seco y la grama de Bermuda es un manto marrón claro. Cuando levanta la brisa, algunas hojas de grama que no fueron aplastadas por las ruedas de la camioneta tiemblan a la luz del sol. Por dos semanas, el viento ha levantado a última hora de la mañana y ha soplado sin cesar hasta el atardecer. En los tiempos en que a Corrine le importaba algo, significaba que tenía que barrer la casa antes de irse a la cama.
En Larkspur Lane, los vecinos están en el jardín frente a sus casas, manguera en mano, tratando de mantener a raya la sequía. Un camión de mudanza U-Haul dobla la esquina y se detiene frente a la casa de los Shepard, luego retrocede despacio y se mete en la entrada al lado opuesto de la calle. Si a alguien le interesara de verdad, si alguien se tomara la molestia de preguntarle, Corrine le aclararía con gusto, No soy una borracha, sólo bebo a todas horas. Son dos cosas totalmente diferentes.
Nadie preguntará, pero sin duda hablarán si no mueve la camioneta de Potter de la grama, de modo que Corrine se traga una aspirina y se pone un traje de chaqueta y falda de la época en que era maestra, un conjunto verde oliva con botones de metal en forma de ancla. Se pone pantimedias, perfume, pintalabios y gafas de sol, luego sale con las pantuflas como si acabara de llegar de la iglesia y se preparara para un día ajetreado en casa.
El día está iluminado cual sala de interrogatorios, el sol es una bujía feroz sobre un cielo totalmente despejado. Más abajo, al otro lado de la calle, Suzanne Ledbetter riega su pasto de San Agustín. Cuando ve a Corrine, cierra la boquilla de la manguera y la saluda con la mano, pero Corrine hace como si no la viera. También simula no ver a ninguno de los niños del vecindario, que han salido de sus casas y parecen pacanas desparramadas en los jardines, y apenas registra la brigada de hombres que se han bajado del camión de mudanza y aguardan alrededor del jardín al otro lado de la calle.
Cuando abre la puerta de la camioneta de Potter y ve un cigarrillo roto pero reparable en el asiento, Corrine lo agarra agradecida. Rápido, rápido, engancha la marcha atrás y aparca la camioneta correctamente en la entrada, luego toma el cigarrillo y, de camino a la puerta, se detiene justo el tiempo necesario para abrir el grifo. En el césped hay una manguera extendida que parece una serpiente muerta, la boca enmohecida sobre la tierra detrás del olmo chino que ella y Potter sembraron la primavera después de que compraran la casa hace veintiséis años. Es feo y raro —a Corrine le parece una cabeza con el pelo sucio— pero ese olmo ha sobrevivido sequías, tormentas de polvo y tornados. Cuando creció tres pies en un verano, Potter, que le ponía nombre a todo y a todos, empezó a llamarlo «Estirón». Y cuando Alice se cayó de él y se rompió la muñeca derecha, empezó a llamarla «Zurdita». Todo lo que queda en el jardín está muerto y a Corrine no podría importarle menos, pero no soporta la idea de que ese árbol muera.
Y aun si quisiera, lo sabe, si deja que el árbol muera o si deja la camioneta de Potter en el césped o si la ven en el jardín frente a la casa con la misma ropa que tenía puesta la noche anterior en el Country Club, la gente podría empezar a sentir pena por ella. Lástima. Le dan ganas de caerle a patadas a alguien, a Potter en concreto si no estuviera muerto. Golpea la corona fúnebre y cierra la puerta dando un portazo. Ya en la cocina, el teléfono suena y suena, pero no piensa contestar. De ninguna manera. Imposible.
* * *
A las tres de la mañana, se detuvieron en la estación de camiones de Kerrville para echar gasolina y entraron en la cafetería para ordenar café y un cono de helado. Después de ordenar, él le dijo que la radioterapia era un montón de veneno que te meten por las venas. Te quema por dentro, te enferma aún más. ¿Y cómo serían esos meses?
No lo haré, Corrine. No voy a permitir que mi esposa me limpie el culo o me muela el filete en la licuadora.
Corrine estaba sentada frente a su esposo con la boca abierta. Siempre le has dicho a Alice que el dolor no es excusa para abandonar el partido —elevó la voz como se eleva una cometa en un vendaval— ¿y ahora te me vas a morir? Una pareja sentada en el cubículo adyacente los miró. Luego bajaron la vista y se quedaron mirando a su mesa. Aparte de ellos, no había nadie más en la cafetería. ¿Por qué diablos Potter habría escogido sentarse aquí?, se preguntó Corrine. ¿Por qué tenía que compartir su dolor con unos desconocidos?
No es lo mismo, dijo Potter. Examinó su helado unos segundos. Cuando miró por la ventana, Corrine también miró. Entre las bombas de diésel, los camiones de remolque de dieciocho ruedas y el letrero de neón que anunciaba duchas calientes, había más claridad que si fueran las doce del mediodía. Un camionero que se alejaba de la bomba de diésel tocó el claxon dos veces cuando tomó la carretera de servicio. Un vaquero se atragantaba una hamburguesa recostado contra la caja de su camioneta, la hebilla de su cinturón relucía bajo la luz. Dos automóviles llenos de jovencitas cruzaron despacio el aparcamiento.
Potter y Corrine se recostaron en su cubículo y miraron al techo. Las losas de yeso justo encima de sus cabezas tenían manchas de agua amarillentas y agujeros del tamaño de un perdigón número 8, como si a algún idiota se le hubiera ocurrido la broma de disparar su rifle mientras la gente comía. Cuando no les quedaba qué más mirar, se miraron uno al otro. Los ojos de él, llenos de lágrimas. Corrie, esto es terminal.
¿De qué carajo hablas? Corrine dio un puño en la mesa, que hizo que se derramara el café de las tazas. ¡Levántate y lucha! Como siempre le has dicho a Alice, y a mí alguna vez.
Pues no me sirvió de nada decirles eso. Potter se inclinó hacia su esposa y en voz baja y deprisa le dijo: Alice huyó a Alaska con ese muchacho. Tú dejaste de enseñar cuando las cosas se pusieron difíciles. Tanto esfuerzo, Corrine —cuando nos conocimos, eras la única persona a mi alrededor que había ido a la universidad— y lo dejaste todo para quedarte en casa leyendo libros de poesía.
Corrine tenía el rostro enrojecido de miedo y rabia. Creo haberte dicho mil veces que estaba harta de todo.
Nena, no sé si entiendes la seriedad del asunto. Le tomó la mano por encima de la mesa, pero Corrine apartó la suya y se cruzó de brazos. No te atrevas a llamarme nena, Potter Shepard, o yo misma te mataré.
Ya me estoy muriendo, cariño.
Vete a la mierda, Potter. No te estás muriendo. No quiero oírte decirlo nunca más. Y se quedaron sentados en un silencio estupefaciente mientras el café se enfriaba y el helado se derretía.
Cuando metieron la camioneta en el garaje a la mañana siguiente, l...