Bachelard
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La voluntad de imaginar o el oficio de ensoñar

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La voluntad de imaginar o el oficio de ensoñar

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El presente libro explica la manera como el estudio filosófico del -ensueño poético- o -ensueño meditativo- llevado a cabo por Bachelard, maduró y le permitió desarrollar una fenomenología de la imaginación creadora. Su pensamiento representa una antropología de lo imaginario donde la voluntad de imaginar y el oficio de ensoñar constituyen los dos aspectos, fenomenológico y metafísico, de una misma fuerza hominizadora que transmuta las cosas para ser acogidas. Coedición con la Universidad de La Sabana - Bogotá, Colombia

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Información

Año
2011
ISBN
9789586653220
Capítulo 1
EL CARÁCTER APROXIMATIVO DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO Y EL MAL USO DE LAS IMÁGENES
LA HISTORIA DE LAS CIENCIAS EN BACHELARD
Es de gran utilidad ofrecer alguna información general sobre la historia de las ciencias en Francia para destacar los motivos y la originalidad singular de Bachelard en este vasto campo y la idea que tenía de la práctica histórica de la ciencia. Es pertinente decir que estas indicaciones no pretenden hacer historia de la historia de las ciencias. Hablamos mejor de una corriente de investigación de la vida intelectual francesa reciente, sin por ello utilizar el inapropiado concepto de “escuela”. La característica sobresaliente de esta corriente (con pretensiones disímiles: Bachelard, Canguilhem, Foucault) es precisamente la importancia que otorga este interesante grupo de pensadores a la práctica de la historia de las ciencias, en lo que se refiere a los análisis tanto epistemológicos como filosóficos. En esto reside buena parte de la originalidad de Bachelard.
Tal vez para los antiguos la idea de una historia de las ciencias no hubiera tenido sentido, puesto que la ciencia (epistéme) descansaba y se regulaba sobre lo que hay de estable, ingénito e imperecedero en los objetos y en los fenómenos de la naturaleza. Ya Aristóteles afirmaba que “[…] lo que es objeto de ciencia es necesario. Luego es eterno, ya que lo que es absolutamente necesario es eterno, y lo eterno, ingénito e imperecedero”.1 Se excluye en principio que hubiera podido existir verdaderamente una historia de las ciencias en el sentido en que hoy empleamos esta expresión.
Para que una historia de las ciencias sea posible se requiere no solamente que haya ciencias —existieron de hecho desde la antigüedad—, sino que, además, se produzcan —como ocurrió a partir del siglo XVII— las revoluciones en matemáticas, en física y cosmología, que llevaron a la emergencia de una nueva práctica progresiva de las ciencias. En otras palabras, fue necesario que la historicidad de las ciencias emergiera y se manifestara en las ciencias mismas a través de grandes rupturas y progresos importantes —por demás bruscos— para que se pudiera apreciar con toda claridad la elaboración y prácticas de la historia de las ciencias.2
En el prefacio escrito por Foucault a la edición inglesa de Lo normal y lo patológico de George Canguilhem nos indica una genealogía breve, que sitúa la historia de las ciencias en el corazón del siglo XVII con Fontanelle. Foucault aproxima la historia de las ciencias a lo que se conoce como el Espíritu de las Luces y nos hace una sugerencia importante: sostiene que en Alemania el Espíritu de las Luces ha permanecido activo hasta nuestros días, orientándose hacia la crítica social, mientras en Francia, este Espíritu permaneció y se desarrolló bajo la forma de la crítica de las ciencias. Foucault pone así en paralelo la escuela de Frankfurt en Alemania y la escuela francesa de epistemología histórica, como dos escuelas herederas de la Ilustración.3
No discutiré dicho acercamiento ni tampoco la valoración de esta corriente de pensadores como escuela particular de pensamiento; basta con hacer algunas consideraciones históricas atinentes a la recepción de la historia de las ciencias por parte de las universidades francesas.
En efecto, las instituciones universitarias francesas integraron la historia de las ciencias en el curso del siglo XIX por influencia del Positivismo. Éste conservó desde el siglo XVIII la idea de una ley del desarrollo histórico, así como la idea de un perfeccionamiento del espíritu que explicaría tanto el progreso científico como la justificación de una práctica histórica de las ciencias. Auguste Comte (1798-1857), con la formulación de su teoría de los tres estadios por los que todo conocimiento, todo individuo y toda civilización deben pasar y progresar, logró incorporar a la filosofía la idea de progreso indefinido en las ciencias naturales y sus métodos, cuyo inevitable resultado consistió en la generalización del método positivista de las ciencias naturales al dominio de las ciencias del espíritu (de ahí que la sociología, ciencia de los hechos sociales, tomara el carácter de una física social).4 La finalidad del saber positivista del siglo XIX consistió, en último término, en el carácter de previsión racional, bajo el conocido lema ver para prever.5 En este sentido, la ciencia, siempre en desarrollo de lo simple a lo complejo y con un carácter eminentemente perfectible y acumulativo, se constituía como el verdadero tránsito desde las supersticiones y antropomorfismos hacia el conocimiento riguroso que va descubriendo las leyes causales y el control de éstas sobre los hechos.
Con este optimismo en la racionalidad científica para solucionar los problemas más urgentes de la humanidad, Comte quería que se creara una cátedra de historia de las ciencias en el Collège de France. Ésta sólo fue posible hasta 1892, después de su muerte, cuyo primer titular fue Pierre Laffitte, un positivista francés que divulgó el pensamiento comtiano, especialmente en su Système de politique positive. D. Lecourt subraya esta originalidad francesa al afirmar que Francia fue el único país en donde la historia de las ciencias se practicó en las aulas y en el sector institucional de la filosofía, gracias al positivismo.6
Esto no significa, sin embargo, que los positivistas hayan sido los únicos que se interesaron por la historia de las ciencias, ni mucho menos los únicos que aportaron en este dominio. Al comienzo del siglo XX, las obras más importantes en el dominio histórico son las de Jules Tannery y las de Pierre Duhem, ambos convencionalistas y filósofos de la ciencia. De este último haremos más adelante un comentario sobre su noción de ciencia. El 28 de febrero de 1932, en la Facultad de Letras de la Sorbona (Universidad de París I) se creó una cátedra de Historia de la Filosofía de la Ciencia, que fue dictada primero por G. Milhaud, luego por Abel Rey y, posteriormente, de 1940 a 1954, por Bachelard. Cátedra que fue llamada inicialmente “Historia de la filosofía y sus relaciones con la ciencia”; era una cátedra interdisciplinaria, y aún hoy continúa en el Instituto de Historia y Filosofía de la Ciencia y la Tecnología. Su biblioteca (con más de 5.000 volúmenes) funciona desde 1935; su revista se denomina Thalés y su prestigio internacional se debió a la imagen dada por Abel Rey, Gaston Bachelard y su hija, Suzanne Bachelard, G. Canguilhem, J. Bouvereesse, F. Dagognet, J. P. Séris.7
Esta disciplina, bien anclada en las instituciones de educación superior, sufre un giro sorprendente a partir de los años treinta en estrecha relación con la evolución misma de las ciencias. En efecto, el final del siglo XIX y el principio del XX están marcados por crisis y cambios muy importantes en el dominio científico, como por ejemplo la crisis de fundamentos de las matemáticas, la teoría de la relatividad, la teoría de los cuanta, la teoría de la evolución de las especies en función de la genética mendeliana, entre otros. Y, justamente, aquellos que tuvieron un papel importante en dicha mutación de la historia de las ciencias fueron a menudo individuos de formación científica.
Gaston Bachelard (1884-1962), de origen modesto, hizo una carrera francamente desconcertante: entró en la administración de correos en 1903 a los 19 años. Mientras trabajaba allí, preparó su título de ingeniero y una licenciatura en matemáticas. La guerra de 1914 truncó sus estudios, pero al finalizar la guerra ingresó como profesor de química y física en el collège de Bar-sur-Aube, el mismo liceo donde realizó sus estudios primarios. Allí comenzó a familiarizarse con la filosofía, hasta llegar a su tesis doctoral defendida en 1927; desplegó una brillante carrera universitaria, primero en Lyon, y luego, en 1940, a los 56 años, en La Sorbona, donde sucedió a Abel Rey en la cátedra de Historia de la Filosofía de las Ciencias. El mismo año llegó a ser director del Instituto de Historia de las Ciencias y de las Técnicas de la Universidad de París.
Dentro de esta gama interesante de investigadores puede nombrarse a George Canguilhem (1904-1995), médico, filósofo e historiador de la biología. Canguilhem, después de haber obtenido la cátedra de filosofía, hizo sus estudios de medicina y, a diferencia de Bachelard, quien se interesó sobre todo en la física y en la química, privilegió las ciencias biológicas y se dedicó a la historia de las ciencias de la vida. En 1943 presentó su tesis sobre Le normal et le pathologique, y cursó además la carrera universitaria en Filosofía. Sucedió luego a Bachelard, tras su muerte en 1962; Jean Cavalliés (1903-1944), epistemólogo de las matemáticas; Alexandre Koyré (1892-1964), historiador de las ciencias; François Dagognet (1924), historiador y epistemólogo de las ciencias biológicas; Michel Serres (1930), epistemólogo e historiador de las ciencias. Todos ellos tienen en común haberse opuesto, desde distintos ángulos, a la tradición positivista de la historia de las ciencias y a las corrientes realistas y convencionalistas, representadas por E. Meyerson y P. Duhem respectivamente, e introdujeron una tradición discontinua de la historia de las ciencias que cuestionó toda la epistemología anterior. Esta nueva manera de entender y practicar la historia de las ciencias corresponde a la conciencia de que ha sido insuficiente el tratamiento de la misma, heredada del siglo XIX y en relación con el estado reciente de las ciencias en el siglo XX. Más adelante miraremos cómo Bachelard insistió en subrayar el nuevo espíritu científico que debía caracterizar a las ciencias del siglo XX. Para él, las ciencias no tenían la filosofía que su altura merecía sino filosofías demasiado simples, con falta de realismo, fineza, complejidad y, sobre todo —afirmaba—, ausencia de aplicación práctica, como lo requerían los profundos cambios de las ciencias de comienzos del siglo XX.
La nueva idea que perseguía Bachelard —compartida por Canguilhem, Koyré y Kuhn­­­— consistió en colocar la historia de las ciencias en el centro mismo de la comprensión de las ciencias. Es necesario reconocer que puede haber todavía una historia de las ciencias de cuño coleccionista, que se dedique a hacer el repertorio de los descubrimientos científicos; pero lo verdaderamente importante consiste en comprender que las ciencias son realid­­­ades históricas, y que el proceso histórico es esencial al advenimiento de la realidad misma de la ciencia. ­­
Tal vez hoy nos parezca evidente, pero tradicionalmente los filósofos han manifestado la tendencia a interpretar la ciencia como un cuerpo de saber indemne frente a la historia, como si pudiésemos enfrentar la búsqueda científica a la contingencia histórica, como si accediéramos a una verdad estable y transcultural que no dependiera de la corriente de la historia.
Colocar la historia en el centro de la realidad de las ciencias significa considerar la ciencia no solamente como un conjunto de conocimientos que se constituyen progresivamente sino, además, como un acto o un conjunto de actos orientados por un proyecto que da lugar a una historia. Al preguntar por la naturaleza de los objetos de las ciencias, la respuesta contemporánea se relaciona directamente con un conjunto de discursos atravesados por la historicidad. El objeto de la historia de las ciencias es un objeto cultural no un objeto natural, como el objeto de las ciencias mismas; es, en último término, un conjunto de discursos o de reorganización de normas de verdad cuya realización es un proyecto interno cargado de accidentes.8
La idea de considerar la ciencia como esencialmente activa no es una originalidad de Bachelard ni de la corriente de la epistemología histórica; se encuentra ya presente en la teoría moderna del conocimiento, particularmente en el idealismo trascendental kantiano, que entiende el conocimiento como el proceder de un acto del espíritu o facultad, es decir, el proceder de la actividad sintética de la subjetividad trascendental que define a la razón pura como una producción —diríamos— de conocimientos.9 Sin embargo, en el pensamiento kantiano, tanto como en la fenomenología, este acto cognoscitivo es considerado como trascendental y no como histórico. Kant denomina trascendental al estudio crítico del conocimiento en cuanto se ocupa no ya de objetos ...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. ABREVIATURAS DE LAS OBRAS DE GASTON BACHELARD
  5. PRÓLOGO
  6. INTRODUCCIÓN
  7. Capítulo 1. EL CARÁCTER APROXIMATIVO DEL CONOCIMIENTO CIENTÍFICO Y EL MAL USO DE LAS IMÁGENES
  8. Capítulo 2. DEL OBSTÁCULO EPISTEMOLÓGICO AL OBSTÁCULO ONÍRICO Y EL USO NORMATIVO DE LAS IMÁGENES
  9. Capítulo 3. LA VOLUNTAD DE IMAGINAR Y EL USO POÉTICO DE LAS IMÁGENES
  10. BIBLIOGRAFÍA