Democracia y transformación social
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En nuestra época, el bloqueo de lo nuevo parece total y si existe alguna señal de que algo nuevo pueda surgir en el horizonte es más motivo de miedo que de esperanza. Un empate histórico parece consumarse a la orilla del abismo, de tal manera que no parece posible dar pasos hacia adelante ni hacia atrás. De ahí la sensación de implosión, un orden mal disfrazado de caos, un caos que, por repetido, parece el único orden posible. Por ende, nuestra época es una época de incertidumbre en la que es tan importante mirar hacia el futuro como hacia el pasado. Este libro se sitúa en esta conjunción de tiempos.

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PARTE I
REVOLUCIÓN Y TRANSFORMACIÓN DEL ESTADO
Capítulo 1
LA REVOLUCIÓN DEL 25 DE ABRIL DE 1974
1
LA CRISIS FINAL DEL ESTADO NUEVO
La dictadura que gobernó a Portugal entre 1926 y 1974 (autodenominada Estado Nuevo y presidida por António de Oliveira Salazar hasta 1968) entró en una crisis profunda en 1969.
Proceder a analizar este complejo proceso de crisis exige resistir dos tentaciones igualmente peligrosas: la tentación de centrar el análisis exclusivamente en las luchas de clase que entonces se generaron o agravaron —y muy particularmente en las luchas entre las fracciones de la clase dominante que entonces se disputaban la hegemonía en el seno del bloque social en el poder— y la tentación, de algún modo opuesta, de centrar el análisis exclusivamente en la lógica interna de la forma político-administrativa del Estado y en las sin salidas a las que condujo. Las dos tentaciones son igualmente fáciles en el caso portugués, lo que en sí mismo revela las especificidades de esta formación social y estatal. De hecho, el Estado salazarista se nos presenta como una cabeza de Jano. Al tutelar atentamente los intereses de las clases trabajadoras, reprimiendo su articulación y representación autónomas, el Estado deja ver un elevado grado de identificación con los intereses de la burguesía en su conjunto, o por lo menos con los intereses de una de sus fracciones, lo cual exigiría un análisis de clase. Pero, por otro lado, las bases ideológicas y las estructuras institucionales y normativas del Estado corporativo presuponen una distancia calculada en relación con las clases sociales en conflicto, o sea, un espacio de maniobra en donde se tejen los intereses propios del Estado, lo cual, por su parte, exigiría un análisis de tipo estatal. La especificidad del Estado portugués pre-1974 reside en que estas dos caracterizaciones son menos antagónicas que complementarias, por lo que es recomendable usar una estrategia analítica que combine el análisis clasista y el análisis estatal.
Desde los comienzos del Estado Nuevo en 1926, y por un largo período, la burguesía agraria (y en alianza con ella, pero en una posición subalterna, la burguesía comercial) fue la clase hegemónica. Esta le confería su orientación y coherencia políticas a la acción del Estado, transformó en generales y dominantes los valores que legitimaban su poder social y aseguraban su reproducción como clase, y garantizó que la intervención estatal sobrepusiera la satisfacción de sus intereses económicos a los de otras clases sociales. Si es característico del Estado capitalista en general que los intereses de la clase hegemónica solo se transformen en intereses hegemónicos en la medida en que el Estado reivindique, para sí, como representante del interés general, la titularidad de esos intereses, en el caso del Estado Nuevo este proceso fue llevado mucho más lejos, en la medida en que la organización corporativa del Estado y todo el complejo aparato administrativo en el que se concretó paulatinamente fueron otorgándole una materialidad específica al interés general del Estado, ocultando los intereses de la clase hegemónica bajo el interés autónomo del Estado. De este modo, el ejercicio de la hegemonía de la burguesía agraria implicó simultáneamente que esta aceptara la tutela ejercida por la máquina burocrática en nombre del interés del Estado. Esta matriz de relaciones entre la hegemonía de clase y la supremacía política del Estado es más importante en tanto permaneció constante pese a las transformaciones del bloque hegemónico durante la larga vigencia del régimen.
El contenido de la hegemonía es diversificado internamente y sus elementos constitutivos no siguen todos la misma lógica o el mismo ritmo de transformación. Es común, por ejemplo, que una clase mantenga la hegemonía ideológica incluso después de haber perdido la hegemonía económica, y viceversa. La hegemonía económica de la burguesía agraria portuguesa entró en decadencia a comienzos de la década del sesenta, mientras que su hegemonía ideológica solo comenzó a declinar verdaderamente al final de la misma década.
El estallido de la guerra colonial a principios de los años sesenta marcó el inicio de la fase final del colonialismo portugués. A pesar de ser un período de grandes transformaciones en la sociedad portuguesa, no configuró una crisis del Estado en la medida en que este reveló tener recursos suficientes para dispersar las contradicciones sociales que entonces se manifestaron. Para hacer la guerra, el aparato militar se reconfiguró y se expandió significativamente, alcanzando en breve una relevancia presupuestal sin precedentes. Para enfrentar estas responsabilidades financieras, el Estado se vio obligado a modificar su política económica, de lo cual resultó una apertura, también sin precedentes, de la economía portuguesa al capital internacional, y, por lo tanto, una nueva forma de integración en la economía mundial, que se caracterizó básicamente por el fortalecimiento de las relaciones con la economía europea. Para un país pequeño y de mercado reducido, la integración en espacios económicos más amplios solo es benéfica en general cuando tiene lugar en un período de expansión económica a nivel mundial. Fue eso lo que sucedió en la década del sesenta, por lo que fue posible asegurar un período de notable desarrollo económico basado en un proceso de industrialización dependiente y agremiada. Por su parte, el flujo migratorio hacia Europa, señal evidente de la expansión de la acumulación en los países centrales, drenó parte de la población “excedente” en la agricultura y, a través de las remesas de los inmigrantes, permitió obtener divisas e incrementar la demanda en el campo. El proceso de industrialización y la concentración de capital que aquel posibilitó dieron lugar a la creación de grandes grupos industriales asociados al capital extranjero. Esta pequeña pero dinámica fracción de la burguesía industrial encontró en el capital financiero la base de su reproducción ampliada, y así fue construyendo su hegemonía económica, llegando a controlar la pequeña y mediana industria mediante el mecanismo del crédito, y vinculando para sí misma, subordinándolos, a algunos sectores de la burguesía agraria. Para la burguesía industrial-financiera (o mejor, para su conjunto, y no para cada uno de sus elementos), e incluso para los sectores más dinámicos de la mediana industria, el espacio colonial era demasiado pequeño y poco representativo, y si algún significado detentaba todavía era más como proveedor (a veces solo potencial) de materias primas y no como mercado de productos industriales. El espacio europeo era el horizonte privilegiado de la expansión de la burguesía industrial-financiera.
Como consecuencia de este proceso de desarrollo económico y de la emigración, la relación salarial se modificó significativamente en este período. En una situación de casi pleno empleo y con un sector industrial dinámico que exigía más “participación” y mayor cualificación del proletariado, solo con una represión muy superior a la que se había ejercido hasta entonces se podría mantener una tutela política del trabajo basada en la imposición de salarios bajos y en la prohibición de la organización autónoma de los sindicatos. Hacia el final de la década del sesenta se inicia un período de reivindicaciones obreras sin precedentes en la historia del régimen, y la misma burguesía industrial-financiera vio en la tutela corporativa de las relaciones capital/trabajo un rígido corsé que le impedía ampliar su hegemonía sobre los demás sectores de la burguesía y sobre la sociedad en general.
Como quedó dicho arriba, una de las particularidades del Estado salazarista era que la hegemonía de clase tenía como contrapartida una tutela político-burocrática que ocultaba los intereses hegemónicos bajo el interés autónomo del Estado. Esto significa que el ejercicio pleno de la hegemonía presuponía un elevado grado de coherencia con la forma política del Estado. Esa coherencia existió mientras la burguesía agraria era la fracción hegemónica, pero a partir de los años sesenta comenzó a desestabilizarse y, con eso, se introdujo en el sistema un punto de tensión. La conquista de la hegemonía económica por parte de la burguesía industrial-financiera fue avanzando en el interior de un Estado cuya forma organizativa era coherente con la hegemonía ideológica de la burguesía agraria. El aumento progresivo de esta tensión acabó por poner en duda la forma organizativa del Estado, lo que sucedió, a partir de 1969, en el período marcelista.
Ante tal cuestionamiento, el régimen intentó controlar el proceso de transformación institucional juzgado como necesario. No se trataba de eliminar la incoherencia entre su forma política y el modelo de desarrollo económico y social en curso, sino más bien de reducirla a un nivel tolerable. Ese proceso consistió en una serie de medidas políticas y jurídico-administrativas, cuyo sentido general fue dado por el propio jefe de gobierno al proclamar, en 1970, la necesidad de que el “Estado Nuevo” se transformara en un “Estado social”. Fueron, por un lado, medidas de apertura política, que implicaron una relación diferente con la oposición (tímidamente concretadas en las elecciones legislativas de 1969) y un intento de conferirle un mayor peso político e ideológico a la burguesía industrial y financiera (a través de la llamada “ala liberal” de la Asamblea Nacional). Fueron, por otro lado, medidas que tendían a ­aumentar el componente de legitimación y a disminuir el de la represión en las relaciones con las clases trabajadoras a través de la concesión de una mayor autonomía sindical y de la ampliación del sistema de seguridad social.
Sucede, sin embargo, que este proceso tuvo lugar en un momento en que, incluso desde el punto de vista de la lógica de la subsistencia del régimen (la lógica de la “evolución en la continuidad”), habrían sido necesarias transformaciones mucho más profundas y osadas. Las medidas se revelaron tímidas, incoherentes, y hasta contraproducentes. Habiendo sido tomadas para disipar las contradicciones políticas y sociales terminaron concentrándolas. La heterogeneidad y la conflictualidad entre las varias fracciones del bloque de poder se agravaron, y las concesiones hechas a las clases trabajadoras, en vez de conducir a una nueva colaboración entre clases, no impidieron (si es que no ayudaron a provocar) el aumento dramático de los conflictos laborales. La lucha por la hegemonía no se compadecía con el solo reajuste del bloque de poder, al mismo tiempo que la transición gradual de un corporativismo fascista a un corporativismo liberal se revelaba inviable. Frente a esta concentración de las contradicciones sociales, la matriz organizativa del Estado alcanzó su límite de flexibilidad. El gobierno retrocedió y, ya sin alternativa, intentó regresar al núcleo central y original del régimen: el autoritarismo fascista y la represión de las clases trabajadoras. Lo hizo, sin embargo, sin coherencia ni convicciones políticas, por lo que las fuerzas políticas más conservadoras exigieron, contra el gobierno del día, la restitución auténtica del régimen proyectado por Salazar. El Estado Nuevo se revelaba incapaz de resolver o atenuar los conflictos sociales que suscitaba y agotaba así sus posibilidades de transformación controlada. La crisis del Estado estaba, pues, expuesta desde 1969.
Este proceso de crisis fue muy complejo en la medida en que abarcó varias crisis con lógicas y ritmos de desarrollo diferentes. Fue ante todo una crisis de hegemonía, en la medida en que la falta de cohesión entre los intereses de la burguesía agraria (y, en parte, de la burguesía comercial) y los intereses de la burguesía industrial-financiera alcanzó un nivel tal que incapacitó al bloque de poder para definir un proyecto social y político apto para suscitar un consenso generalizado e interclasista. Las reformas iniciadas en 1969 pretendieron complementar a nivel ideológico y político la hegemonía económica que la gran burguesía industrial-financiera había llegado a conquistar a partir de una posición subalterna en el bloque de poder, pero se enfrentaron con la rigidez de la matriz organizativa del Estado. Esta rigidez servía a los intereses de la burguesía agraria, aunque no sea explicable por esta. La agudización del conflicto entre esas dos fracciones condujo a una sin salida. A la pregunta sobre quién dirigía la economía portuguesa, respondía Ferraz de Carvalho en 1973: “Yo diría que nadie la dirige y que ese es uno de nuestros problemas”, y denunciaba la ausencia de una “política económica convincente” “apoyada por una fuerte voluntad política” (Cardoso, 1974: 137).
Además de una crisis de hegemonía hubo, relacionada con ella, una crisis de legitimidad, que fue el resultado, sobre todo, de los vaivenes con los que fue llevado a cabo el proceso de recomposición del régimen. Las dudas, las ambigüedades, las incoherencias, los retrocesos y los avances en las actuaciones del Estado minaron la credibilidad de sus mecanismos jurídico-institucionales para hacer compatibles los intereses de las diferentes clases sociales presentes en la sociedad portuguesa. La crisis de legitimidad de los Estados capitalistas avanzados al comienzo de la década del setenta fue el resultado de la incapacidad financiera del Estado para continuar satisfaciendo, a través de la inversión social, las reivindicaciones que los movimientos sociales de la década anterior habían logrado incorporar a la agenda política. En el caso portugués, la crisis de legitimidad residió en la incapacidad del Estado para institucionalizar las relaciones entre el capital y el trabajo, de manera coherente con las modificaciones en la correlación de las fuerzas ­sociales que el desarrollo económico y la emigración de la década del sesenta habían provocado. La crisis de legitimidad residió también en la incapacidad del Estado para cooptar el sector en expansión de la nueva pequeña burguesía inconforme con el estancamiento político, la mediocridad de la vida cultural y la ausencia de libertades cívicas y políticas.
Los modos como se constituyeron y manifestaron la crisis de hegemonía y la crisis de legitimidad revelan que, por encima de todo, hubo una crisis de la matriz organizativa del Estado —bien sea en la forma de una crisis administrativa, bien sea en la de una crisis del régimen—; una crisis cuyos términos no son reductibles al conflicto entre el capital y el trabajo o entre las diversas fracciones del capital. La crisis del régimen fue el resultado de su relativa rigidez, de su incapacidad para acoger y absorber los intereses sociales emergentes y las nuevas formas de representación coherentes con aquellos. Las causas de la crisis del régimen están en el propio régimen, en el bloqueo ideológico en el que se fue enredando, a pesar del pragmatismo del que dio pruebas a lo largo de los años. El secreto de la permanencia del régimen consistió en adaptarse a las condiciones que juzgó ineluctables y en exorcizar todas las demás. A partir de 1969, el régimen se vio enfrentado a dos condiciones nuevas: la concentración del capital y el fin del colonialismo. Incapaz de adaptarse a aquellas, fingió que no eran ineluctables. Al hacerlo, evidenció los límites de su pragmatismo. El régimen alcanzaba el máximo de conciencia posible. Más allá estaba el bloqueo ideológico en el que se encontraba.
El dinamismo de la burguesía industrial-financiera agudizó las profundas deformaciones del sistema económico portugués, lo que llevó a Rogério Martins, Secretario de Estado de Industria entre 1969 y 1972, a declarar en 1973 que Portugal era “un régimen capitalista sui generis” (Cardoso, 1974: 37). De un lado estaban los grandes monopolios (cuyo número era, por lo demás, objeto de debate), eficientes (aunque su eficiencia fuera a veces exagerada), modernos, encargados de la ­integración de la economía portuguesa en la economía mundial; de otro lado, una miríada de pequeñas y medianas empresas, que ocupaban los sectores tradicionales de la industria, retrógradas, sin gestión ni planificación, y sin siquiera el espíritu capitalista de optimización de las ganancias. Finalmente, una tutela estatal basada en demasiadas “almohadas protectoras”, como la ley de acondicionamiento industrial, que fue “un frenazo a las cuatro ruedas” del desarrollo económico. Un Estado incapaz de defender la iniciativa pública, de crear un grupo económico estatal moderno, dirigido
por líderes tan buenos o mejores como los mejores del sector privado, pero que sintieran como patrón la cosa pública, el Estado, la comunidad, y que no fueran capaces de trabajar para el señor X o el señor Y, aunque el señor X fuera el Señor Agnelli y el señor Y fuera el Señor Fierro. (Cardoso, 1974: 50)
Por el contrario, era siempre un tanto contradictorio que el Estado tomara iniciativas económicas, “encontrando, por un lado, el modo de llevarlas a cabo, pero, por otro lado, como con vergüenza de sí mismo”.
Estas afirmaciones críticas son reveladoras de que la burguesía industrial-financiera estaba lejos de proponer el regreso a los principios de la economía liberal, el desmantelamiento puro y simple de la intervención del Estado. Pretendía, por el contrario, la sustitución de una intervención del Estado por otra, sin duda más amplia, que confirmara sus intereses hegemónicos, y fuera política y administrativamente coherente con el proceso de concentración del capital.
Por otro lado, se hizo evidente que la resistencia del Estado no era el resultado de alguna tara psicológica (“un Estado avergonzado”) sino que era más bien el producto de un cálculo estatal, a la luz del cual se preveía que el crecimiento desmesurado de los monopolios, con su consecuente poder económico y social, terminaría por hacer inviable a largo plazo la función de arbitraje entre los diferentes intereses económicos, que era, finalmente, la razón de ser del régimen corporativo. Se temía que la concentración del capital provocara la destrucción ­masiva de las pequeñas y medianas empresas ya para entonces dependientes de los monopolios por vía del crédito, lo cual era ideológica y políticamente intolerable desde el punto de vista del régimen. Se temía, por otro lado, que la fragmentación creciente de la fuerza de trabajo entre los monopolios y la industria tradicional hiciera inviable el funcionamiento de los mecanismos legales e institucionales inscritos en la matriz organizativa del Estado. Se temía, finalmente, que la nueva dinámica económica y social chocara con los intereses específicos de la administración pública —sobre todo con el interés en su reproducción ampliada—, y que esta, incapaz de transformarse se desmoronara, provocando un caos político y administrativo.
Este cálculo estatal podría haber conducido a que el Estado se transformara en un súper grupo económico, como se le proponía, pero eso iba más allá de la máxima conciencia posible del régimen. El cálculo estatal funcionaba en el interior del bloqueo ideológico.
EL DIFÍCIL FIN DEL COLONIALISMO
El bloqueo ideológico del régimen salazarista no era una impertinencia; tenía una base material, el colonialismo, el cual, por eso, funcionó también como base material de la resistencia del régimen al gran capital. Al comienzo de la década del setenta, el debate sobre el régimen se centró en la opción entre Europa y África. Los sectore...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Prefacio
  5. Introducción. La incertidumbre, entre el miedo y la esperanza
  6. Parte I Revolución y transformación del Estado
  7. Parte II El tiempo deja marcas
  8. Parte III Democratizar la democracia
  9. Postscriptum. Colombia entre la paz neoliberal y la paz democrática
  10. Bibliografía