Los saberes de la guerra
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Los saberes de la guerra

Memoria y conocimiento intergeneracional del conflicto en Colombia

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Los saberes de la guerra

Memoria y conocimiento intergeneracional del conflicto en Colombia

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Información del libro

Uno de los 1492 estudiantes consultados para este libro, en diferentes rincones de Colombia, respondió que la historia del conflicto armado debe ser enseñada porque -no podemos escapar de nuestra realidad-. Además de abordar la política educativa frente a la historia de la guerra, explorar los modos en que es representada en los textos escolares, proponer nuevas aproximaciones teóricas sobre la transmisión de conocimiento y sugerir transformaciones pedagógicas concretas, este libro también se ocupa de las experiencias de los docentes y, sobre todo, de los saberes, las visiones y las expectativas de sus alumnos, esa generación sobre la cual reposa la esperanza de una paz profunda y duradera.

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Información

Año
2017
ISBN
9789586654753
Categoría
Education
CAPÍTULO 1. LA CÁTEDRA ARMADA Y DESARMADA
Lo que uno finalmente sabe o recuerda es lo que uno allá, en ese momento, logró formarse, interpretar o descifrar en una operación de juntar cosas y acontecimientos, de interpretar gestos y signos.
(Gonzalo Sánchez)

Desplazarse es también desorientarse en el tiempo.
(Donny Meertens)


A mi padre, nacido en una de las cunas del bandolerismo en Colombia, jamás le enseñaron sobre La Violencia en la escuela. La cuestión no era muy distinta en casa, porque los niños eran obligados a retirarse apenas los adultos tocaban el tema. Sin embargo, imágenes cuasi míticas, como la del legendario caballo blanco de Chispas, permeaban esos bloqueos generacionales; como también lo hacían las muy reales imágenes de mulas cargando muertos, o los supuestos ritos de iniciación para poder ingresar a algunas de estas bandas, que incluían —según le contaban sus hermanos— beber la sangre de su primera víctima. Por lo demás, mientras los adultos impedían la participación infantil en las discusiones y los relatos de la guerra, los niños salían al anfiteatro del pueblo para averiguar quiénes eran los muertos del día. Hoy me pregunto si lo hacían justamente debido a la censura de sus padres. Así, muchos de los saberes juveniles de ese entonces se forjaban sobre lo visto y sobre la intuición, en un juego de “interpretar gestos y signos” tejidos entre la experiencia y la fantasía.
Mi madre nació en Rotterdam (Países Bajos), un año después del fin de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual la fuerza aérea alemana bombardeó el centro de la ciudad. Ella hizo parte de una generación que creció jugando entre las ruinas, y aunque no vivió rodeada de manifestaciones de violencia como mi padre, también experimentó cierta censura oficial. Esto porque la administración de la ciudad había decidido enfocar sus esfuerzos en la reconstrucción urbana, en un proyecto de ciudad que no contemplaba mirar hacia atrás. Pero a pesar de pertenecer a ese gobierno municipal, mi abuelo no extendió tal censura al ámbito familiar y, por el contrario, transmitió historias que también parecen habitar entre la fantasía y la realidad, aunque de un modo muy distinto a como le ocurrió a mi padre. Así, por ejemplo, mis abuelos le contaban a mi madre que por los días inmediatamente posteriores al bombardeo era muy peligroso ir al centro de Rotterdam, no solo por los restos de edificios en llamas o a punto de colapsar, sino por la cantidad de animales salvajes —leones, tigres, elefantes, rinocerontes— que merodeaban por las calles como resultado del también bombardeado zoológico de la ciudad. Mi mamá no recuerda los momentos en que le contaban esas historias, pero me dice “todo era antes de yo tener 10 años. Por ser pequeña no había mayor detalle político, aunque era claro que los nazis eran gente malísima y que la reconstrucción de Rotterdam era algo maravilloso”.1
En el Tolima o en Holanda, la memoria permea las generaciones a pesar de las barreras impuestas por los guardianes del recuerdo. Lo curioso es que fue este proyecto lo que me llevó a preguntarles a mis padres por esos saberes. Este tardío interés resalta algo que algunos autores ya han señalado en el marco de discusiones académicas: la transmisión intergeneracional no es automática. Exige momentos, voluntades, trabajo. Y, al mismo tiempo, negarle su espacio en el debate público es una apuesta baladí porque de ninguna manera esa negación contendrá los relatos de quienes vivieron eventos críticos. En su dinamismo, a veces inaprehensible, la memoria abre nuevas combinaciones lingüísticas, históricas o energéticas que normalizan o, por el contrario, reinventan la manera en que se estructura el campo social (Parr, 2012). Asimismo, es claro que los trabajos de la memoria tienen vaivenes, corrientes visibles e invisibles, apogeos y ocasos. Por eso vale la pena traer a colación nuevamente el caso de Rotterdam. Si bien hubo ese silencio institucional durante las primeras décadas de la posguerra, para los años ochenta la cultura mnemónica local se reactivaría; y lo haría justamente gracias un proyecto educativo municipal.
El proyecto se llamó sencillamente Bombardament 14 Mei 1940.2 Consistió en la creación de un paquete educativo para ser usado durante los últimos años de primaria y los primeros de secundaria, y cubrió simultáneamente a más de 30 000 estudiantes en la ciudad. En cientos de escuelas, por todo Rotterdam, fueron distribuidos cartillas, manuales para docentes, tarjetas con tareas, fotografías, diapositivas y audiocasetes sobre la ciudad de antes, durante y después del bombardeo. El proyecto era una apuesta por la comunicación intergeneracional, e incluía como una de las tareas entrevistar a los abuelos.
Con la conmemoración en el 2015 de los 70 años del fin de la Segunda Guerra Mundial, el Museo de Rotterdam decidió ofrecer la experiencia del bombardeo de la ciudad con una exhibición en multimedia. Porque para la generación actual la historia de la guerra y sus legados materiales al parecer ya no hablan por sí mismos. Hay que aplaudir los esfuerzos por acercar a los jóvenes a ese pasado, mediante las herramientas que la tecnología pueda ofrecer. La espinosa consecuencia es, sin embargo, que el testimonio lentamente se está volviendo obsoleto. Al “vivir el bombardeo” a través de su simulacro tecnológico, las memorias personales ya no son necesarias para mediar los saberes entre las generaciones (Hogervorst, 2015). Encontrar un equilibrio entre tecnología y viva voz es crucial.
Después de vivir la experiencia del bombardeo, se invita a los estudiantes de secundaria a aprender más sobre la trayectoria de un objeto específico de la colección mediante la creación de una historia en diferentes formatos (diario, artículo de prensa, un comic o bajo cualquier otra modalidad). Lo más interesante es que el producto se convierte subsecuentemente en parte de la colección del museo y los visitantes pueden usar una aplicación para navegar estas historias también. De suerte que lo que se expone es tanto el relato curado del museo, como los procesamientos individuales de la historia por parte de los estudiantes. Los jóvenes se convierten así no solo en receptores de proyectos educativos y medios mnemónicos, sino en consumidores y productores auxiliares de la memoria de guerra (Hogervorst, 2015), poniendo incluso la mismísima transmisión efectiva de la memoria en la vitrina.
Traigo a colación esta experiencia porque la política de la memoria de Rotterdam revela el gran impacto que pueden alcanzar las iniciativas pedagógicas innovadoras frente a la producción de conocimientos sobre pasados violentos. Tanto así que valdría la pena pensar en la viabilidad de implementar estrategias semejantes en Colombia; cuestión que abordaremos en el capítulo final de este libro. Sin embargo, así como hay estrategias pedagógicas para abordar violencias pasadas en función reconciliatoria o de no repetición, también hay políticas educativas en clave bélica, que incitan o celebran el uso de la violencia. En algunos casos esto se ha dado a través de la reproducción en el sistema educativo de desigualdades que alimentan los desencuentros; otras veces a través de la reiteración de estereotipos sociales. A veces ocurre, mediante el adoctrinamiento de los niños con discursos belicistas, o incluyendo literalmente en los textos escolares instrucciones para la guerra.
EDUCACIÓN PARA LA GUERRA: ALGUNAS PEDAGOGÍAS DE LA VIOLENCIA
A finales de la década de los noventa algunos colegios en Kosovo contaban con la presencia de auxiliares militares que les enseñaban a los niños cómo usar minas o trampas explosivas. En lo que se podría denominar un pensum de autodefensa, ciertos textos escolares incluían diagramas e instrucciones para activar las minas y para encontrar y atacar los puntos débiles de un tanque de guerra (Davies, 2004). Retrocediendo más en el tiempo, nos encontramos con que para el Ministro de Educación de la Alemania de la década de los cuarenta, la función de la educación era crear nazis y la de los textos escolares era convertir a los jóvenes en miembros de la comunidad nacional prestos a “servir y sacrificarse” (Trueman, 2015). En ese entonces empezaron a salir nuevos textos, reescritos por autores miembros de la Asociación de Profesores Nacional-Socialistas y aprobados por el ministerio, primero con apenas algunas novedades, como la inclusión de la esvástica y los eslóganes del partido, para luego diseñar ilustraciones que promovieran, consolidaran y finalmente naturalizaran la ideología nazi.
Hitler se convirtió en una figura prominente en los nuevos manuales, con frecuencia acompañado por imágenes de niños que se dirigen a él diciendo cosas como: “Siempre te obedeceré como lo hago con papá y mamá” (HBC, 2004). Se insistía e inculcaba de esta manera una obediencia radical, que posteriormente facilitaría su cooperación, incluso en las más atroces de las actividades; estas, por cierto, obviadas en los textos pero no por ello necesariamente desconocidas por los estudiantes. El despliegue pedagógico para alinear a los estudiantes trascendía incluso las clases de historia contemporánea para incluir materias como biología, dictada con énfasis en la supervivencia del más fuerte; matemáticas, que incluía cálculos sobre el alto costo de sostener a la población discapacitada; o manualidades, en donde se construían modelos de aviones para estimular el interés por la fuerza aérea. También se discutían los boletines del comando central de las fuerzas armadas y se les pedía a los estudiantes escribir ensayos sobre, por ejemplo, “la culpa de Inglaterra en la actual guerra”, “por qué los alemanes tienen asegurada su victoria sobre Inglaterra” o “qué voy a hacer yo por el frente local” (Lowe, 1992, p. 22).
Cuando, en 1972, se promulgó una ley que restringió considerablemente el acceso a la educación superior para los jóvenes tamiles, la educación en Sri Lanka se convirtió en factor decisivo para el surgimiento de los grupos insurgentes. De hecho, se ha registrado a varios excombatientes que afirman que las políticas educativas discriminatorias fueron la razón principal que los llevó a las actividades guerrilleras (Nissan y Group, 1996). Pero lo que hace aún más llamativo el caso esrilanqués es que la insurgencia tamil (LTTE) logró establecer un cuasi Estado paralelo que incluía su propio Departamento de Educación (Sørensen, 2008). Los llamados Tigres Tamiles introdujeron lo que Lal Perera llamó una “versión localizada de la historia del país” (Perera, 2002, p. 395), en donde localizada pareciera operar como un eufemismo para decir desafiante. En efecto, la insurgencia produjo y publicó textos escolares “corrigiendo la historia” de la isla, y para el 2004 logró distribuirlos incluso en zonas controladas por el gobierno, en medio del fallido proceso de paz (Sánchez Meertens A. , 2013).
En Colombia no solamente contamos con una división entre la educación pública y privada, que reproduce y sostiene las inequidades, sino que en diversas regiones del país los actores armados han incursionado dentro y fuera de las aulas para impartir una suerte de cátedra armada. Se ha convertido en emblemático el caso de Pelaya, Cesar, registrado así por la prensa nacional:
Las ideas de Platón y las dudas de Descartes no les gustaron a las autodefensas. Estos dos filósofos fueron desterrados junto con varios profesores del municipio de Pelaya, en el sur de Cesar. Allí las AUC prohibieron desde septiembre del año pasado [2000] las cátedras de filosofía y sociales en todos los colegios […]. Y es que los actores armados han tomado a las escuelas como escenario para dictar su cátedra armada. En el norte del Cesar, por ejemplo, las autodefensas llegan intempestivamente a las aulas de los corregimientos de La Mina, Atánquez, Chemeskemena y Guatapurí, pero no precisamente a estudiar. Aprovechan los actos cívicos para dirigirse a los alumnos de primaria, con sus consignas de guerra. “Por esto muchos niños se animan a vincularse a sus filas, creyendo tener un mejor futuro que en el estudio. Nosotros tenemos que quedarnos callados”, dice otro profesor que huyó el año pasado de La Mina. Y cuando no vienen los paras llega la guerrilla. […] Guerrillas y autodefensas están trasladando parte de su guerra militar e ideológica a las aulas […].3
Esta batalla librada en los espacios escolares a veces era más sutil, pero no por ello menos peligrosa. No solamente eran aprovechadas las instalaciones y la conglomeración de jóvenes para expandir la ideología de cada bando y reclutar, sino que también ejercían un control curricular en lugares de alto dominio militar. Esto lo hacían “aconsejando” a docentes sobre la inclusión y el manejo de ciertos tópicos o exigiéndoles a los profesores recurrentemente una rendición de cuentas “en el monte”.4 Por lo demás, no podemos olvidar los procesos de transmisión de conocimiento interno de las organizaciones armadas. Porque también las Farc produjeron sus propios textos escolares, aunque su circulación fuera mucho más restringida.
Claramente la educación en general, y la enseñanza de la historia en particular, se pueden fácilmente convertir en la continuación de la guerra por otros medios (Shaheed, 2013). Sin duda, la tarea de justificar un conflicto violento recae frecuentemente sobre el sistema educativo y sus escuelas. De esta manera, se inscriben poderes políticos, económicos y bélicos en formas pedagógicas mediante un proceso conocido en la literatura especializada como la codificación educacional de la guerra, que transfiere los términos de las disputas más amplias al dominio de la educación (Cowen, 2000, p. 339).
En este cifrado educacional, los textos escolares cumplen un papel central. A veces juegan un rol directo en el llamado explícito a la violencia, pero en muchas otras ocasiones intervienen mediante modalidades más sutiles, tales como: la selección de hechos y contextos de acuerdo con intereses preestablecidos, la diseminación de estereotipos, el uso de fotografías para inducir reacciones y evocar emociones de victimización colectiva, en vez de análisis crítico; la presentación de mapas históricos o geográficos que resaltan o excluyen regiones o poblaciones; el uso de cierto léxico, como por ejemplo “guerra de liberación”; el uso de lenguaje apodíctico, que no deja espacio para disputa o duda; y la exclusión de periodos para resaltar solo las victorias convenientes (Shaheed, 2013, p. 18).
Este potencial de uso de los textos escolares para la guerra y la paz no ha pasado inadvertido en las discusiones y producciones, tanto académicas como de política educativa a nivel internacional.
TEXTOS ESCOLARES, MEMORIA Y CONFLICTO
Particularmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, organizaciones como la Unesco y el Instituto Georg Eckert llevan a cabo investigaciones sobre la producción y los contenidos de los textos escolares. Lo han venido haciendo con el firme propósito de atacar los estereotipos, prejuicios y la xenofobia, para así contribuir a una cultura de paz (Bryant y Papadakis, 2014). Es claro para esas instituciones, como para todos los académicos que se ocupan del tema, que los textos escolares cumplen un papel importante en la configuración de “plantillas narrativas” para recordar el pasado. Estos manuales son instrumentos críticos en el establecimiento de los parámetros para la integración de la historia dentro de la conciencia colectiva (Kaiser, 2005; Bellino, 2014). En esa medida, los textos escolares son una herramienta fundamental del Estado para sacar adelante el proyecto nacional (Williams, 2014).
De alguna manera los textos de historia son entonces un medio de diseminación masiva de imágenes oficialmente aprobadas de la historia, al tiempo que reflejan las controversias sociales más sobresalientes frente a esos delicados pasados. Los libros escolares son, por ende, una forma particular de textos mnemónicos, que orientan lo que se supone debe ser transmitido a la nueva ­generación ­(Macgilchrist, Christophe y Binnenkade, 2015). Además, estos libros organizan en un esquema simplificado la historia y la geografía del país —e incluso del mundo—, con lo cual se convierten en un medio privilegiado para abordar los parámetros sociales y políticos de una sociedad, así como sus preocupaciones y ansiedades (Bryant y Papadakis, 2014).
Pero, ¿hasta qué punto esta afirmación es válida para una nación en la que los textos escolares son producidos por editoriales privadas y en la que no existe un texto considerado oficial? En esos casos, incluido el colombiano, posiblemente sean el gobierno y el mercado los que cumplan el rol decisivo en la definición de los contenidos. Como es propio del sector privado, los textos escolares en estos casos pasan necesariamente a ser (también) pensados en términos de volumen de venta, mediante el rastreo de potenciales consumidores y la búsqueda de ganancias maximizadas. Desde el punto de vista de las editoriales privadas, la gracia está entonces en ofrecer un producto que sea percibido como innovador por sus clientes, pero que reduzca los recursos más costosos, como por ejemplo los derechos de autor, mediante el reciclaje de m...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. AGRADECIMIENTOS
  5. PRÓLOGO. CONOCER LA GUERRA, CONOCER LA PAZ
  6. INTRODUCCIÓN. MEMORIA, GUERRA Y PEDAGOGÍA
  7. CAPÍTULO 1. LA CÁTEDRA ARMADA Y DESARMADA
  8. CAPÍTULO 2. AULAS EN GUERRA Y PAZ
  9. CAPÍTULO 3. ESTUDIANTES: FUENTES Y RECUERDOS
  10. CAPÍTULO 4. LOS ALUMNOS Y LOS CURSOS DEL CONFLICTO
  11. CAPÍTULO 5. LA PRODUCCIÓN DE SABERES
  12. BIBLIOGRAFÍA
  13. EL AUTOR