Modernidad, nihilismo y utopía
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El nihilismo: origen y destino. / El rencor ante la ciudad. / El desarraigo como destino. / Poder y (des)conocimiento. / Vigencia de la utopía. / La lucha contra el olvido como lucha contra el fascismo. / Modernidad contra posmodernidad. / Apéndice: Entrevista a Rubén Jaramillo Vélez.

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Información

Año
2014
ISBN
9789586652858
EL NIHILISMO-ORIGEN Y DESTINO1
1
Condenó el cristianismo y todos los comportamientos, principios, valoraciones, que tenían que ver de algún modo con el cristianismo. Todo pensamiento religioso o filosófico que buscara otro mundo verdadero tras el mundo real y rebajara con ello la vida a la dimensión de la apariencia, lo no verdadero y efímero; las virtudes cristianas: compasión, amor al prójimo, preocupación por los débiles: en el terreno político las ideas de igualdad y hermandad, la democracia, el socialismo. ¿Pero es que la nueva Alemania no era justamente un hecho político real que cada día tomaba menos en serio a la fe cristiana? ¿No se orientaba totalmente hacia lo terrenal, hacia la ciencia, el éxito, la ganancia material y el poder? ¿Y no era justamente esto lo que Nietzsche le reprobaba?
Escribió contra los románticos, los abrumados, los que sabían demasiado, cuya historia espiritual era una historia clínica; y no le agradaba Alemania, porque ya no podía presentarse a través de esos “tipos” sino más bien por medio de generales de salud robusta y directores de fábrica. Escribió contra la “profundidad alemana” y les reprochaba a los alemanes, sin embargo, que no hubiesen producido más pensadores profundos. ¿Qué quería? ¡Ah!, él no sabía lo que quería. Pero no fue consecuente y no podía serlo. Lo que le reprochaba a los otros lo llevaba en sí mismo, de otra manera no hubiese podido escribir tan bien sobre ello. Donde faltaba, donde en lugar de esteticismo mórbido aparecía laboriosidad pulcra, allí se asqueaba.
Enaltecía lo que no poseía. La despiadada fuerza vital del príncipe renacentista, del oficial prusiano, de la “bestia rubia”, del superhombre. Y porque no poseía aquello, tampoco escribió bien sobre eso, que queda como la página penosa de su actividad de escritor. “Telarañas enfermas” llamaba a la filosofías del pasado, solo que el más enfermo era él mismo. Enfermo de soledad, enfermo como enemigo de su tiempo y envenenado físicamente desde su juventud. Nadie ha sufrido más que este profeta de un alegre esplendor del poder; nadie requirió finalmente más del cristiano amor al prójimo que este enemigo del cristianismo. Por ello no se debe tomar nunca literalmente su enseñanza, ni la positiva y menos la negativa. Su obra es un proceso viviente que se va perfeccionando, no una sala de conferencias de la cual uno se puede marchar con algo sólido en la mano.
Nietzsche no refutó la democracia ni el socialismo. Tampoco refutó el cristianismo como poder histórico civilizador. Creer que la humanidad occidental se ha perdido durante dos mil años y solo ahora vuelve a encontrarse significa una valoración irrazonable del momento y la propia persona. Nietzsche no poseía ningún sentido de la mesura, tampoco en sus mejores tiempos. Fue castigado por ello gravemente, por la utilización que se hizo de sus obras.
Vivía —o existía— aún por la época en que las damas de la alta burguesía alemana que posaban de librepensadoras salían a pasear con su Zarathustra bajo el brazo, como una Biblia de reemplazo. Le siguieron toda clase de tertulia de sectarios, de literatos engreídos y poetas; también para ellos fue la obra de Nietzsche lo que sirvió de escalera sobre la cual, bien arrogantemente erguidos sobre las ordinarias masas populares, pudieron escalar sus torres de profetas. Finalmente apareció un gran criminal que se apoderó de Alemania en los años treinta y se tuvo por el “Superhombre” glorificado por Nietzsche; sus consejeros literarios encontraron en la obra de Nietzsche una cantera… Esas cosas habrían sucedido de todos modos sin Nietzsche, no le debemos echar a él la culpa. Pero que se lo pueda relacionar con ellas es un asunto grave. Castigo para él, castigo por no haber pesado sus palabras, no haberse preguntado por interpretaciones posibles. Él, el conocedor de hombres, el despreciador, debería haber contado con el público tal y como es, no con dioses.
No resolvió nada. Que fuera el más profundo odiador de esa tendencia del “nuevo alemán” que más tarde encontró en el nacional-socialismo su más repugnante expresión y que simultáneamente se lo pudiese relacionar como su precursor culpable, esto muestra cuan poco le fue dado resolver. Era destino en él, no resolución, no verdad… Nietzsche, un genio arrogante, no tuvo en el fondo la pretensión de predecir el futuro como algo inevitable. Esto lo hicieron sus epígonos del siglo XX que con torpes manos hicieron de sus obras un arsenal. Él solo registró la crisis como un sismógrafo que señala un terremoto y sufre por ello sin saber a dónde conducirá. Los gritos de alegría que produjo sobre ella eran como el silbido del niño en la oscuridad. También como crítico de la Alemania imperial fue injusto y desmedido, como en casi todo lo que escribió. El meollo del asunto solo lo conocía él y nadie más por entonces. Por ello la soledad, que lo asfixiaba. Sigue siendo una casualidad memorable en la historia alemana que su colapso tuviera lugar justo en el mismo año en el cual ascendió al trono Guillermo II. Cuyo carácter había reconocido aquel ya desde hacía un buen tiempo, sin que lo conociera personalmente, como un ingrediente del nuevo alemán en general: lo espectacular y simulador, ávido de aplauso, presumido, envanecido por las sensaciones, vacuo. En las cartas que Nietzsche repartió entre sus conocidos en los primero días de su locura dice que ha convocado un congreso de príncipes en Roma para hacer arrestar al joven Káiser; y además, que ha impartido orden en el momento de hacer fusilar a todos los antisemitas.2
Hemos juzgado pertinente comenzar con la transcripción de estos párrafos finales del ensayo intitulado Friedrich Nietzsche, un rebelde —que forma parte de la Historia alemana de los siglos XIX y XX de Golo Mann—, porque no podíamos dejar de manifestar nuestra ambivalencia frente al gran pensador, en este caso a través de las palabras del historiador alemán recientemente fallecido: más allá de la moda, a distancia del nietzscheismo en boga, intentaremos una “consideración intempestiva” a propósito de Nietzsche. ¿Acaso porque hemos terminado por juzgar esta modalidad de comportamiento como la única sincera al respecto? No podríamos renegar del impacto que nos significó, apenas transcurrida la adolescencia, el descubrimiento y la experiencia de su obra, así hayamos llegado entre tanto a considerar errática, retórica y superficial, toda lectura “inmanente” de la misma.
Creemos, en efecto, que no es posible leer a Nietzsche hoy ni aprender de sus escritos, sin integrar a la reflexión sobre ello la de Marx y Freud, en primer lugar, así como las de un Weber y un Durkheim, un Max Horkheimer y un Theodor Adorno, un Herbert Marcuse y un Wilhelm Reich, para mencionar solo los nombres de algunos de los más lúcidos testigos del siglo, cuyos aportes consideramos imprescindibles si hemos de acceder a la conciencia plena de nuestro tiempo y nuestro destino: el destino de la ilustración contemporánea.
Y, sin embargo, hemos de considerar a Nietzsche, sin lugar a dudas, como uno de los más grandes pensadores que todavía hoy merece nuestra atención. Si arremetió contra el cristianismo, en cuya fe con tanta intensidad se educara, fue probablemente también porque él, como otros intelectuales, poetas y escritores alemanes, desde Friedrich Schiller hasta Jürgen Habermas, pasando por Gottfried Benn y Hermann Hesse, para citar solo unos ejemplos, era hijo de un pastor luterano. En efecto, había nacido, el 15 de octubre de 1844, en la casa parroquial de Röcken, una aldea de la Sajonia prusiana, y fue bautizado, tal y como se acostumbraba por entonces, con los nombres del soberano de Prusia: Friedrich Wilhelm, pues su padre era fervoroso monárquico.
Esa profunda e intensa cultura cristiana que alimentó su niñez y su adolescencia era la propia de la reforma protestante del siglo XVI, consolidada por completo durante los trescientos años transcurridos desde entonces, y fue la ruptura con ese pasado familiar, que en su caso, además, se veía acompañada de una circunstancia muy traumática, pues su padre falleció a consecuencia de una embolia cerebral cuando él contaba apenas con cinco años de edad, lo que va a determinar su desarrollo intelectual y toda su obra.
Pero su crítica al cristianismo era algo más que ateísmo. Su crítica al cristianismo lo era al nihilismo, una crítica a todo el desarrollo de Occidente a partir de la irrupción del cristianismo, asunto que, naturalmente, mucho tenía que ver con la profunda nostalgia y admiración que experimentara por el mundo griego, con todo lo que para la intelectualidad alemana de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX significó el redescubrimiento de la Hélade, la renovada experiencia de la cultura griega.
También Hegel y Hölderlin —que tradujo la Antígona de Sófocles— pensaron con dolor sobre lo que había significado para el desarrollo de la historia universal la decadencia de la Polis griega. Pues, en efecto, fue durante el periodo helenístico y bajo el influjo de las escuelas helenísticas de la filosofía que surgieron a consecuencia de la crisis de la Polis —como lo explicara Hegel en su Fenomenología del espíritu—, así como por el peculiar proceso de simbiosis que se produjo entre el judaísmo y algunos elementos de la filosofía helenística, en particular, el platonismo y el estoicismo, que se comenzó a expandir el cristianismo, a través de figuras tan influyentes como Filón de Alejandría y Pablo de Tarso.
Por todo ello, resulta necesario ubicar el cuestionamiento de Nietzsche en el interior de un horizonte lo suficientemente amplio que nos permita comprender la forma como con él entra en crisis una tradición que en su desarrollo configuró una actitud, un paradigma de desvalorización de la experiencia inmediata del hombre a favor de una experiencia superior vinculada a otro mundo, por lo cual para Nietzsche la metafísica se funda con Platón, porque fue este quien escindió esa experiencia del hombre en una de lo inmediato, de lo terrenal y lo sensible, que en la célebre alegoría de la caverna del libro VII de la República es degradado a la condición de mera sombra, y otra “superior” vinculada a las “ideas”.
La famosa alegoría de Platón nos describe a los hombres como prisioneros que contemplan en el fondo de una caverna las sombras de objetos que proyecta una hoguera colocada detrás de ellos, tomando esas sombras por la realidad. Platón nos cuenta que, tras su liberación, el prisionero llega a reconocer que lo verdaderamente real —el óntos ón, como se decía en griego— es la idea, y particularmente la idea del bien: To Agathón, que en la tradición cristiana se convierte en el Theós, en Dios, por lo cual decía Nietzsche que el cristianismo era una versión popular del platonismo, era “un platonismo para el pueblo”, y por lo cual también san Agustín, probablemente el más grande de los padres de la iglesia, ubicara ese topos uranos —ese “lugar del cielo” de Platón donde se encontrarían las ideas— en la mente divina, afirmando que nosotros conocemos siempre a través de ella.
En este contexto debemos reconocer que ya algunos pensadores del Renacimiento, como Pietro Pomponazzi, el primero en sostener que de acuerdo con la filosofía de Aristóteles el alma no es inmortal, o Lorenzo Valla, quien afirmaba que los creyentes en realidad no conocían el Evangelio porque no lo habían leído en el original griego y se preocupó por rescatar su versión original, además de impugnar la supuesta donación de Constantino a la Iglesia y de reivindicar para el hombre la voluntad de placer, la voluptuosidad, como fin último de la existencia, se anticiparon en algunos aspectos a Nietzsche cuando este cuestiona la existencia del mundo suprasensible y afirma que todo el proceso de la cultura judeo-platónico-cristiana descansa en esa ilusión, una ilusión pragmática que le ha permitido a los hombres justificar la vida y, sobre todo, legitimar el poder, la dominación.
Por eso para Nietzsche la irrupción del nihilismo, del cual decía que era “el más incómodo de los huéspedes”, significaría precisamente el agotamiento de esa fórmula metafísica que se puso en marcha con Platón y se estabilizó a través del cristianismo; el agotamiento de un discurso legitimador que en último término habría hipostasiado la satisfacción efectiva de las necesidades humanas inmediatas en un mundo superior, cuyo meollo habría sido, precisamente, la metafísica occidental con su tradición onto-teológica —es decir, con la identificación del ser con el ente sumo Dios, lo que ya se hace evidente en la obra de Platón y Aristóteles—, una tradición que, por otra parte, con el nacimiento de la modernidad se transforma en onto-egológica, al elevarse la subjetividad —el ego cogito cartesiano, la subjetividad trascendental kantiana, el espíritu absoluto hegeliano— en el paradigma del ser.
De esta manera, el problema que nos ocupa tiene que ver, entonces, con el agotamiento de un modo de enfocar la realidad —ya de un modo de percibirla— que podemos llamar el modo platónico. A lo largo del siglo XIX, el positivismo había comenzado a minar los fundamentos de la visión metafísica del mundo y por ello fue posible una lectura positivista de Nietzsche como la que se llevó a cabo en los Estados Unidos de Norteamérica a comienzos de este siglo, porque este se presentaba como el gran antimetafísico y podía ser legítimamente interpretado en el horizonte del pragmatismo de un William James.
El acontecimiento fundamental que señala para Nietzsche la crisis del paradigma platónico es “la muerte de Dios”, término que ya se ha convertido en tópico para la descripción de nuestra circunstancia moderna y contemporánea. Tal vez ustedes recuerden, en las primeras páginas del Zarathustra, el momento aquel en el que el anacoreta regresa de las montañas, a las que se había retirado por un periodo en un plan de ascesis, y se encuentra con un ermitaño que lo reconoce porque lo había visto unos años antes subir a la soledad. Cuando Zarathustra le pregunta al ermitaño qué hace él en el bosque este le responde: “Yo compongo canciones y las entono en homenaje al señor que es mi Dios”. Y cuando aquel vuelve a estar solo reflexiona sobre ello: “¿Pero será posible? Este buen hombre, este santo varón, todavía no se ha enterado de que Dios ha muerto”. Esto hace de Zarathustra no el asesino de Dios, como tan frecuentemente se ha dicho, sino el notario que registra el hecho.
Pues la muerte de Dios es justamente lo que se ha venido gestando a lo largo del proyecto de la modernidad con el “desencantamiento” de la experiencia de la realidad, para expresarlo con el término que emplearan primero Jacobo Burkhardt y luego Max Weber. Es decir, con la secularización progresiva de los contenidos de la vida y la universalización de la ratio moderna, con el despliegue planetario de la técnica y de la voluntad de poder del hombre fáustico, el hombre moderno.
No es en el Zarathustra, sin embargo, donde se formula por primera vez el acontecimiento de la modernidad como el de la muerte de Dios, que se anuncia ya en el interior de la obra de Nietzsche en la tercera parte, aforismo número 125, de un libro que precedió en un año a la publicación del Zarathustra: La gaya ciencia —o “la ciencia alegre”, como también se podría traducir su título original, Die fröhliche Wissenschaft, texto con el cual según Martin Heidegger “se inicia el camino de Nietzsche para la configuración de su posición metafísica fundamental”, que llegará a formular en un manuscrito editado póstumamente, sin mucho rigor, por lo demás, y algunas falsificaciones, por su hermana Elisabeth, con la ayuda de un discípulo suyo (Heinrich Köselitz, un músico a quien Nietzsche había denominado Peter Gast, “Pedro el Huésped”), con el título Der Wille zur Macht, “La voluntad de poder”, y que solo a partir de las investigaci...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Prólogo Juan Carlos Celis Ospina
  5. Presentación
  6. El nihilismo-origen y destino
  7. El rencor ante la ciudad
  8. El desarraigo como destino
  9. Poder y (des)conocimiento
  10. Vigencia de la utopía
  11. La lucha contra el olvido como lucha contra el fascismo
  12. Modernidad contra posmodernidad
  13. Apéndice. Entrevista a Rubén Jaramillo Vélez, 19 de octubre de 2008
  14. Bibliografía