Protegiendo el azul, comprendí el rojo de la bandera
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Protegiendo el azul, comprendí el rojo de la bandera

Narraciones desde la Armada

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Protegiendo el azul, comprendí el rojo de la bandera

Narraciones desde la Armada

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Información del libro

Pese al proceso de reconocimiento de las víctimas del conflicto armado, aquellas que pertenecen a la Fuerza Pública su proceso avanza con menor velocidad. El recuento del conflicto enuncia las peores acciones contra la población civil y las más duras situaciones contextuales. Para tal motivo, el presente libro sintetiza desde lenguajes distintos la afectación particular que han tenido que padecer los miembros de la Armada Nacional de Colombia por cuenta del conflicto armado y el narcotráfico. Para ello, se recurre al relato de parte de distintos miembros de esta Institución, mostrando la dimensión humana que trasciende los uniformes y las estrategias militares, y que oculta la guerra.

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Información

Año
2017
ISBN
9789587820249
Categoría
Social Sciences
Categoría
Sociology

Crónicas y relatos de vida

Historias de miembros de la Armada Nacional afectados en el cumplimiento de sus funciones

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“A un héroe de la patria nunca lo recuerdan”

“Mamá, sigo aquí esperando mi libertad. Se despide tu hijo, que te quiere, que te ama. Pronto llegaré”, dice un aparte de una de las cartas que le envió José Gregorio Peña Guarnizo a su tía, en una vieja hoja de papel, mientras estuvo secuestrado. En el año 2000 aún existía la esperanza de verlo con vida.
Hoy el dolor de su muerte, que ocurrió en 2003, sigue intacto para su familia, eso dice su tía Kelly Guarnizo, quien lo crió y amó como a un hijo. Además de su ausencia, lamenta el olvido. “A un cantante lo recuerdan cada año, a él, que fue un héroe de la patria, ya lo olvidaron”.
Se le nota. Recuerda cada instante de su vida al lado del joven, cierra sus ojos y a su mente llega el día de su nacimiento. No tenía cejas, era trasparente porque salió del vientre de su progenitora a los seis meses, no tenía uñas, y así, con el inmenso deseo de salvarle la vida, su abuelo lo envolvió en una cobija, le puso un bombillo para darle calor y entre todos le dieron leche con un gotero. Con una incubadora artesanal, construida de la nada, le dieron vida para que en su adultez, otros se la arrebataran.
Sus días de soltera, acompañando a sus padres le permitieron vivir cada día de la vida de José. “Él tenía 14 años cuando fallecieron mi mamá y mi papá. Desde ese momento yo me sentí a cargo de él. Así lo reconoce en una de las cartas que recibí, escrita con su puño y letra”.
Lo vio crecer, sabe que soñó con ser militar desde los cinco años. Con su primo, que hoy es Teniente Coronel del Ejército, solía correr detrás de los Infantes de Marina cuando trotaban en frente de su casa en Puerto Leguízamo (Putumayo).
Tres veces desde los cinco años, quiso prestar el servicio militar, pero lo sacaban por joven, a la tercera vez, lo dejaron. “Después de pagar servicio duró ocho años como Infante profesional y luego hizo el curso para Suboficial. Cuando murió estaba en la Infantería de Marina. En ese puesto, lo trasladaron para Bahía Solano, muy cerca de donde ocurrió todo”.
La vida militar cautivó a muchos miembros de la familia de Kelly. “La carrera corre por nuestras venas, es como una tradición familiar. Mi papá trabajó en la Armada, mi esposo es de la Policía Nacional. Es una carrera normal, en sí, uno nunca se imagina que les vayan a pasar cosas malas. Uno siempre los encomienda a Dios”.
La muerte ocurre en cualquier momento, en un resbalón, por eso la elección de José fue natural para la familia. “Éramos felices porque él se sentía bien, eso era lo que quería, la carrera militar”.

El secuestro

Le cuesta trabajo contar su historia, pero la tiene clara, porque la tragedia tocó las puertas de su casa desde el primer día de su cautiverio. “Él fue secuestrado el 12 de diciembre de 1999 por el Frente 34 de las Farc que comandaba Iván Márquez. Desde ahí empezó nuestro calvario, el de las familias Guarnizo Andrade y Vélez Guarnizo, mejor dicho, de todos los que lo conocieron”.
Ella dice que su hijo fue secuestrado en Juradó, un municipio ubicado en el departamento del Chocó. “Siempre estuvo por esos lados, también cerca de Antioquia. Él me contó que anduvo cerca de un pueblo donde pusieron muchas bombas que terminaron por destruirlo”.
Pasaron sesenta días para que su tía supiera en qué rincón de la geografía colombiana estaba. Nadie daba razón de su destino, no había señales, ni la más mínima pista.
Así fue que comenzó una carrera contra el tiempo para hallar vestigios de su paradero, incluso, llegó al barrio 20 de julio con una conocida llamada Mabel Ledezma que averiguaba el destino de su esposo, también desaparecido. “Yo buscaba a los medios de comunicación, hasta que un día llegué allá. Había un señor que tenía un casete y le pregunté por mi sobrino”.
La revelación de aquella cinta fue el preludio de una tragedia de años. Le duele recordar esa parte de la historia. Es inevitable llorar, recordar el vacío que sintió cuando ese hombre extraño le puso ‘play’ a la cinta. Kelly hace una pausa, se retira hacía la cocina, luego vuelve, pero es imposible retener el llanto. “Soy Iván Márquez, del Frente 34 de las Farc y a continuación, voy a leer el nombre de los rehenes que tengo. Eso que escuché era del año 1999”.
La frase que le siguió a semejante revelación fue aún más dura para esta mujer. “Vaya rapidito y cómprese un bloc de hojas y un lapicero para que le haga una cartica, también unos dulces si quiere”. Ese iba a ser el medio de comunicación entre él y ella, lo único que los uniría, más allá de la espesa selva en donde se encontraba José Gregorio.
La ansiedad por tener noticias de su ‘Jim’ como le llamaba de forma cariñosa, por haber nacido de seis meses y ser el más pequeñito, se hacía más intensa, eso le hizo llamar a Herbin Hoyos, el periodista que durante años sirvió de puente de comunicación entre la guerrilla y los secuestrados. “Ese sábado no me entraba la llamada. Marqué a las diez de la noche y nada y, a las dos de la mañana, cuando se acababa el programa, él me contestó, le dije llorando que me le diera el mensaje a mi Jim”.
A partir de ese día, Kelly no falló ni un solo sábado, sabía que sus palabras reconfortarían a su hijo, entonces esperaba que el reloj marcara las diez de la noche, respiraba profundo, y se inspiraba para decir las palabras más bonitas que le salieran, sin llorar. Eso fue así hasta el día en que murió.
Esta mujer guarda con recelo cada carta que su hijo contestó, era lo único que le permitía superar su ausencia cada día, incluso un pequeño papel, en el que le dijeron dónde estaba. Le decía que fuera fuerte, que si ella hacía eso, él soportaría todo, pero que si lloraba, él no lo iba a lograr. “Me dijo: tía, la recuerdo mucho y la quiero como si fuera mi mamá, le doy fuerzas para seguir adelante en la vida, hoy enfrento la vida de otra manera, es el destino, hay que seguir luchando por los momentos difíciles, la quiero mucho”.
La Cruz Roja siempre fue símbolo de esperanza, ellos le traían los cuadernos con cartas y dibujos de su hijo, quien compartió el encierro con el Capitán Alejandro Ledezma Ortiz y el Cabo Primero Agerón Viellard Hernández y a cambio, ella les mandaba ‘mecato’, se lo imaginaba comiendo en la selva, sintiendo parte de lo que había sido su vida en familia. Eran 60 kilos de amor que sagradamente esta mujer empacaba en una caja de cartón, no solo para su amado, sino para sus compañeros.
Kelly alistaba su maleta cada vez que hubiera una reunión. “Vea, yo estuve en Neiva, en San Vicente del Caguán, a donde nos dijeran nosotras íbamos, pero nada fue posible, a mi hijo lo asesinaron”.
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La muerte

La radio anunció la tragedia el 5 de mayo de 2003. Guillermo Gaviria Correa, gobernador del departamento de Antioquia, el exministro Gilberto Echeverri y ocho militares más habían sido asesinados. “Me enloquecí. Dije, si los mataron a ellos, los mataron a todos. En la Armada me dijeron que no se sabía pero yo sí. Mi hijo estaba muerto”.
Ese día no había amanecido normal. Kelly, sin saber por qué, estaba triste, lloraba ignorando qué causaba esas lágrimas pero, a la una de tarde, encontró la respuesta. “Mi Jim era muy cercano al gobernador, él le daba clases de inglés, había caído con él”.
Todas las promesas que se hicieron en la distancia quedaron inconclusas, hasta cosas sencillas, como la ensalada de papa que le había pedido para cuando fuera liberado, nada de eso pasó. “Mi alivio fue que yo le mandaba bocadillos, salchichón, dulces, galletas, ropa. Yo le enviaba muchas cosas pero siempre le quitaban alguito”.
José quería salir, estaba decaído, antes de su secuestro estaba en un tratamiento para la voz en el Hospital Militar y en el cautiverio todo empeoró. Pensó que alguna vez saldría por estar enfermo, como pasó con algunos secuestrados, pero eso también se lo negaron las Farc, esos días fueron terribles para él, así lo escribió en una de sus cartas, así lo pintó. “Eso también me lo contó el Cabo Primero Agerón Viellard Hernández, que quedó vivo”.

Su ausencia

Luego de la muerte de José la familia fue durante seis años, todos los domingos, al cementerio, pero era doloroso, ahora lo hacen en fechas especiales como en la que murió, en Navidad o el día de su cumpleaños. Doña Kelly también solía caminar por cinco tumbas más, las de los compañeros de encierro de su hijo, que también fueron asesinados.
Fue un crimen vil, eso siente su familia. “Ellos no tienen amor, son unos asesinos. Cobardemente lo mataron, en vez de dejar que regresaran a su hogar. Tantos jóvenes, tantos niños que crecieron sin conocer a sus papás. Cuando a mi hijo lo secuestraron su niña tenía siete años, nunca le dieron la oportunidad de conocerla”.
El tiempo pasa, el dolor queda intacto. La hija de José Gregorio ha crecido, tiene un recuerdo vago de su padre, metido dentro de un cajón de madera. Los momentos se difuminan, solo quedan algunas cartas que la niña le alcanzó a mandar antes de ser alejada de la familia por su madre. “A los 15 años ella nos buscó, hoy nos visita, tenemos una bonita amistad”.
Se habla mucho de paz pero esta familia no ha superado el dolor, no creen. “Ellos, las Farc, no van a trabajar nunca para el país, van a trabajar para ellos. La paz es tener la tranquilidad de volver a una finca, volver a los bañaderos, sin miedo. Yo creo en la paz pero los que están negociando son los mismos que comandaban en los campos, ahora, que ya están enfermos, quieren una vida suave”.
En cada fiesta familiar aparece su recuerdo, el de José Gregorio. “Es que él era muy chistoso. Le decía a mi papá: abuelito, la finca es mía y mi papá le decía: no, es de mi hijos, entonces este huevito es mío, ese huevito es suyo (risas)”.
Nunca más volvió la chispa. Mientras estuvo secuestrado le daba pistas a su familia de que la esperanza se le refundía en la incertidumbre. Un día José Gregorio le mandó 27 títulos de discos a su madre para que ella lo recordara cada vez que los escuchara, de alguna manera, no sabía cómo, quería seguir vivo.
Así también lo expresaba en sus cuadernos, el diario de su vida en la selva, en el encierro, en la soledad, en la distancia: yo sé que llegaré, yo sé que llegaré, yo sé que llegaré…
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“Llore todo lo que quiera, pero esa pierna no le va a volver a nacer”

Montes y marañas sembrados de minas, explosiones intempestivas, eso hacía parte de los días de vida militar del Mayor de Infantería de Marina Miguel Ángel Perdomo Flores, desde el año 1999.
Allí, en esa mole verde, santuario de fauna y flora, de montañas y riachuelos, conocida como los Montes de María, entre Sucre y Bolívar, este hombre vivió en carne viva la desventura de otros, entonces, le tocaba naturalizar el miedo diciendo que esa era su misión. Así vio caer a subalternos e Infantes.
¿Valió la pena? Sí, dice, a pesar de tener su cuerpo partido por una explosión. “El sacrificio vale porque hoy, esa zona está liberada de minas. Allá no se podía transitar después de las seis de la tarde”. Miguel forjó su temple a punta de lidiar con delitos tan atroces como la extorsión y el secuestro, ya que estuvo trabajando en el Gaula de Buenaventura.
Luego, hizo parte de una Fuerza de Tarea Conjunta esta vez en el nudo de Paramillo, en la cordillera Occidental de los Andes, entre Antioquia y Córdoba. Entre dantas, osos, micos y venados comenzó a desminar con su tropa cual fiera que persigue a su presa. Desde tierra, aire y agua se buscaba recuperar el territorio.
Esta zona había padecido todas las enfermedades del conflicto. Fue de influencia de las Farc, luego de las autodefensas de Carlos Castaño, y, luego de la desmovilización de estas últimas, los guerrilleros retornaron, esta vez con más violencia, a sembrar el terror en la población. Las minas marcaban los límites de la infamia en el 2009 en una topografía que solo dominaban criaturas salvajes. Los lugareños vivían presas del pánico, eran obligados a sembrar hectáreas de coca, que luego tenían que venderle a la guerrilla.

La explosión

Miguel tenía una radiografía mental de lo que pasaba en la región. Cultivar maíz o yuca ponía a los residentes en la mira del enemigo, que entre otras cosas, manejaba todas las finanzas de la zona.
El 9 de julio del 2009 ocurrió el accidente. En una misión de registro de un territorio dominado por las Farc, la tropa de Perdomo, el comandante de la unidad, entró en combate muy cerca de una quebrada por donde se movían los guerrilleros. “Intenté subir a una montaña para tratar de llamar al batallón para que se enteraran de que estábamos en contacto. Lo primero que uno hace es informar a las unidades, más, si uno necesita apoyo”.
Pero el regreso a la zona de avistamiento le tenía una sorpresa. “Pise una mina antipersonal, era como un tarro de Chocolisto, la activé con el pie izquierdo, alcancé a dar el paso derecho, y luego, solo sentí la onda explosiva”. Una estampida de tuercas, puntillas, metralla, alambre, púas, no solo le voló parte de su pie sino que infectó las heridas en carne viva del militar y la de cuatro Infantes más que lo habían escoltado hacia la colina y que yacían aturdidos esperando que alguien los sacara del infierno, el mismo en el que Perdomo perdió su extremidad.
Lo que seguía era más dramático aún: la evacuación. La espesa selva no permitía que los helicópteros aterrizaran en cualquier lugar, por eso se valían de una especie de grúas para sacar a los combatientes heridos de entre la maraña. Así, imposibilitado para moverse, Perdomo pidió que sacaran primero a los que lo acompañaban. “Mi Mayor, vea, saque a estos muchachos que también están mal”. Era difícil creer que alguien pudiera razonar de esa forma en un momento tan agitado. Fue un drama de 40 minutos, una película en blanco y negro que partió su vida en dos.
Las imágenes de su familia le comenzaron a llegar como un álbum mental, la sangre derramada, a causa de las heridas, lo debilitó por completo, luego vino el dolor, el sufrimiento, y más barreras para llegar a un centro médico en el que pudiera recibir atención. “Cuando ya íbamos hacia Medellín, la ciudad más cercana, el helicóptero se quedó sin combustible. Nos tocó aterrizar de emergencia y era una zona guerrillera”...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Página legal
  4. Tabla de contenido
  5. Agradecimientos
  6. Prólogo
  7. Palabras de inicio
  8. Presentación
  9. Introducción
  10. Contextos sociales: las dinámicas del conflicto armado
  11. Crónicas y relatos de vida
  12. Recordar/narrar:
  13. Referencias bibliográficas
  14. Palabras finales
  15. Cubierta posterior