1. Continuidad y discontinuidad
Es todo un hacerse, generarse, nacer, crecer y morir.
Jean-Luc Nancy
De los orígenes de la ciudad europea. Primer relato
Desde un fin, un inicio
Todas las historias deben tener un inicio para poder ser contadas y la historia de la ciudad europea no se puede sustraer de esta regla narrativa. Nuestra historia comienza así: sobre la disolución del mundo antiguo y las ruinas del Imperio romano nace la ciudad europea. De un fin, un nuevo inicio.
El relato magistral de los orígenes que han hecho, respectivamente, Leonardo Benevolo en el libro La città nella storia d’Europa y Jacques Le Goff en el texto Il cielo sceso in terra. Le radici medievali dell’Europa, comienza exactamente en este momento a la vez trágico y de renacimiento; es una historia que tiene su inicio en las ruinas del Imperio romano con la llegada del Medievo para alcanzar, tras algunos cambios, fracturas, desvíos imprevistos hasta los días actuales, dentro de un proceso inexorable y coherente que une hechos económicos y corrientes espirituales, innovaciones culturales y transformaciones de los modos de convivencia civil.
Enfrentarse al relato de la ciudad europea es un desafío de gran interés para el que quiera comprender la ciudad contemporánea y hacia qué direcciones se podrá desarrollar en el futuro.
Las ciudades europeas nacen con Europa y en cierto sentido hacen nacer a Europa, son la razón de ser, quizás la principal, de Europa como entidad histórica distinta, continúan caracterizando la civilización europea cuando esta asume un lugar determinante en el mundo, y dan una huella —positiva, negativa, pero en todo caso preponderante— a la ciudad contemporánea en cada parte del mundo.1
Es difícil imaginar el relato de las grandes revoluciones científicas, el nacimiento de las principales instituciones culturales y civiles, los itinerarios artísticos y literarios individuales y colectivos, el nacimiento de la economía de mercado sin hacer referencia al fenómeno urbano. De igual manera, es difícil no pensar en la ciudad europea como un sujeto unitario y múltiple: un código común que une a París, Venecia, Londres, Brujas, aunando la variedad y la unidad, la diferencia y la multiplicidad de las formas y los caracteres; sin perder, sin embargo, aquel carácter típico y un sello de reconocimiento.
La historia de las ciudades europeas y la historia de Europa son, en gran medida, una única sucesión de acontecimientos; la historia de la ciudad europea constituye un relato unitario que inicia en el Medievo y que llega hasta hoy; aunque en el cambio de sus sistemas económicos, de las relaciones institucionales, de las formas culturales, los sucesos de la ciudad física y de las estructuras urbanísticas y arquitectónicas, expresan “la realización de un modelo de vida colectiva que representa la expresión más típica de esta civilización”.2 Las características de la ciudad europea son, por tanto, identificables a partir de una noción de vida colectiva capaz de unir las diversidades, un modelo no comunitario de convivencia, junto a formas tradicionales de autogobierno ciudadano, en una relación dialéctica con los organismos estatales de escala superior. Desde un punto de vista físico, y aunque dentro de una multiplicidad de principios de asentamiento, una noción de compactibilidad y reconocimiento del espacio urbano emerge todavía hoy en el debate disciplinar como un rasgo peculiar de la ciudad europea.
Todas las historias deben tener un comienzo para poder ser contadas, y establecer el momento a partir del cual comenzar a contar la historia de la ciudad europea3 no es una cuestión banal, ha sido un tema recurrente en los estudios de Benevolo.
Una reflexión sobre los orígenes de la ciudad europea surge en diferentes trabajos de este autor, que revelan su profundo interés en un eje que encierra, in nuce, toda la reflexión sobre el desarrollo urbano europeo en los siglos sucesivos y que tiene fuerte implicaciones también en la crítica de la contemporaneidad.
La identificación de una época que puede ser asumida como un momento de origen implica naturalmente la capacidad de reconocer un intervalo, un hiato, una suspensión, un cambio de dirección en la multiplicidad de los acontecimientos históricos que Benevolo sitúa convencionalmente entre el siglo IV y el siglo V, en correspondencia con las últimas décadas del Imperio romano de Occidente; esta es una fase que el autor considera densa de significado para la construcción cultural, política y social de Europa, entre el romanismo tardío y el Alto Medievo, aunque está claro que los fenómenos que llevan al desmoronamiento del sistema estatal romano y al desvanecimiento provisional de su sistema urbano hacen parte de un periodo más extenso. Naturalmente, hay hipótesis que sitúan el nacimiento de Europa en algunos siglos más adelante, en correspondencia con el periodo Carolingio: “Justamente en este periodo, en el arco de tiempo que va de Mahoma a Carlomagno, nace Europa como formación continental, o por lo menos vienen planteadas las premisas”, recuerda Pietro Rossi, haciendo referencia a los trabajos de Henri Pirenne.4
La perspectiva de Benevolo es cercana a aquella del historiador del Medievo Jacques Le Goff, quien en sus numerosos estudios sitúa en el Medievo el nacimiento, la infancia y la juventud de Europa. Le Goff identifica en el origen de la historia europea una convergencia de elementos igualmente significativos: el derrumbamiento del Imperio romano, la consolidación del cristianismo, la revolución económica, el surgir de una nueva conciencia política, la forma urbana y la arquitectura como expresión de una nueva cultura.
Como un ave fénix, la ciudad medieval resurge de las cenizas del Imperio romano devastado por las invasiones bárbaras. El renacimiento llega con el cristianismo: en torno a los obispos se reconstruye un centro de autoridad y de poder. Con la revolución agrícola y comercial de los primeros siglos del segundo milenio, la ciudad ve cómo se multiplican monumentos, casas, calles y plazas para acoger una población cada vez más numerosa que llega desde el campo (traducción del autor).5
A este renacimiento corresponden diversos aspectos que influencian la vida individual y colectiva; entre estos, Le Goff subraya decididamente la conquista de la libertad individual a través de la libertad de la servidumbre de la gleba, pero también la dimensión colectiva de la cooperación, el fuerte sentimiento de objetivo común que se explicitará justamente en la forma política de los ayuntamientos. A esta potente renovación política e institucional le corresponde una igualmente significativa renovación formal:
Crisol de una potente renovación cultural y religiosa, el centro urbano ve surgir maravillosas construcciones arquitectónicas: admirable expresión del nuevo arte gótico y representación del mundo se unen en una sublime inspiración mística. Volviendo a recorrer sus calles tortuosas y encontrándose con los hombres y las mujeres que la pueblan se comprende cómo esta hija del Medievo, la ciudad, haya sido verdaderamente la madre de la consciencia europea de hoy.6
Es ciertamente estimulante volver a reflexiones sobre esta cesura, sobre este desvío de la historia que tiene un nuevo comienzo; a partir del conocimiento de que todo límite humano, sea físico o simbólico, nos permite distinguir momentos diversos y cambios de época, pero también conectar, ligar y unir. La ciudad europea que nace desde esta cesura con lo antiguo en realidad continuará ajustando cuentas con el mundo que la ha precedido, con sus modelos, su lengua, su cultura, su ideal de perfección, perdido, pero también añorado para siempre.
¿Por qué —se preguntaba Eviatar Zerubavel— pensamos que el Imperio romano terminó en el año 476 d. C. a pesar de que en realidad ha durado otros 977 años en Bizancio?, y ¿por qué Hernán Cortés arrasó la ciudad azteca de Tenochtitlán antes de comenzar a construir Ciudad de México sobre sus ruinas?, porque la naturaleza social de la memoria tiene la necesidad de construir una “puntuación” suya que establezca las continuidades y las discontinuidades:
La construcción de tales ideas discontinuas implica la producción de un equivalente mnemotécnico del espaciado ortográfico o del fraseo musical. Para comprender plenamente este proceso, debemos por tanto identificar los equivalentes estructurales y funcionales mnenotécnicos de las comas, de los espacios entre las palabras, de los intervalos, de las pausas.7
Periodizar el pasado significa transformar la continuidad histórica real en bloques mentales discretos como el Renacimiento, el Barroco, cada uno con su homogeneidad. Es como si poseyéramos colectivamente la capacidad de imaginar esa página en blanco que divide los capítulos de un libro y que hace posible leerlos, uno distinto del otro. Naturalmente, el máximo contraste entre un capítulo y el otro toma forma cuando buscamos establecer el inicio de una nueva era, se trata de una operación de “puesta a cero del ‘cronómetro histórico’ de una comunidad”,8 que nos lleva a negar todo puente y todo ligamen con el periodo precedente.
Gran parte de la construcción de la discontinuidad histórica viene realizada a través del lenguaje. Mientras que asignar una única etiqueta (“medieval”) a más de diez siglos de historia europea nos ayuda a percibirlos como un bloque de tiempo relativamente homogéneo, asignar a tantos “periodos” convencionales etiquetas diferentes nos ayuda a verlos como porciones de historia diferentes y por lo tanto distintos.9
La naturaleza convencional de estos periodos y de estas denominaciones no quita la veracidad de cuanto viene ilustrado, pero nos lleva a considerar la necesidad de adoptar narraciones múltiples, que recojan las contradicciones, la pluralidad de las lecturas posibles, la existencia de claves de lectura que subrayan ahora un aspecto u otro. Por este motivo, en el curso del libro nos apoyaremos en las periodizaciones y las argumentaciones propuestas por Benevolo, proponiendo cada vez una posible desviación, un cambio de perspectiva que permita leer más en profundidad el claroscuro de la historia urbana.
El icono de una ciudad violada
Sobre las ruinas de Roma se crean las premisas para que otra forma urbana tenga origen. Es difícil para el hombre contemporáneo comprender la desorientación y la sensación de haber llegado al final de la historia que sorprendió al hombre de los siglos IV y V.
El saqueo de Roma, que sucedió en el año 410 d. C., por obra del bárbaro Alarico, se perfila como un icono de la crisis definitiva de un imperio que parecía que no iba a acabar nunca. Las estructuras urbanas, las iglesias y los monumentos fueron afectados por la destrucción que la llegada de los bárbaros conllevó y la violación de la ciudad es el símbolo más elocuente del fin de una época que se va inscribiendo incluso en las formas físicas de un mundo que se consideraba inmune a la caída y la desgracia.
Sobre este fondo, Agustín, filósofo y padre de la Iglesia, escribió una de sus obras más famosas, el De civitate Dei. Entre el 24 y el 26 de agosto, los visigodos siguiendo a Alarico, a través de la Puerta Salaria, entraron a la ciudad considera...