Capítulo 1
Dignidad humana, derecho internacional penal
y justicia transicional*
* El presente capítulo desarrolla el editorial escrito para la Revista de Estudios Socio-Jurídicos de la Universidad del Rosario (Colombia), vol. 16, 2014, pp. 13-21.
1.1. Introducción: la tradicional subordinación de los recursos humanos y tecnológicos al conflicto armado
El conflicto armado no constituye una situación excepcional en la sociedad humana. A esta conclusión llegaron Will y Ariel Durant al analizar que desde la invención de la escritura existen únicamente 268 años en los que no se han documentado conflictos armados1. Años después, tras constatar que en 5600 años de historia humana escrita se han registrado 14 600 conflictos armados, James Hillman afirmó la atracción del ser humano por la guerra2. La situación no ha cambiado en la primera década del siglo XXI. A pesar de observarse una sensible disminución desde la época de la Guerra Fría, en 2011 se siguieron contabilizando 98 conflictos armados en el mundo, de los cuales 35 provocaron más de 1000 víctimas3.
En el siglo VI a. C., Heráclito se refería al conflicto armado afirmando: “La guerra es madre de todo y reina de todo. De unos hace dioses; de otros, hombres. De unos hace esclavos; de otros, hombres libres”4. La victoria o la derrota en el conflicto armado determinan el destino de quienes intervienen en él, lo que, por la propia naturaleza de lo que hay en juego, les lleva a instrumentalizar todos los recursos y la tecnología disponible como parte del esfuerzo bélico. El siglo XX y la primera década del siglo XXI han presenciado cómo esta lógica ha llevado de manera natural a generar una capacidad de destrucción ilimitada con base en el más innovador conocimiento científico. En la actualidad, más de la mitad de la inversión en investigación y desarrollo mundial sigue estando directamente relacionada con su uso militar5.
1.2. El reconocimiento de la dignidad humana y el nacimiento del derecho internacional penal tras la Segunda Guerra Mundial
El temor tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918) a un nuevo conflicto armado con capacidad para destruir el planeta llevó a destacados dirigentes de la sociedad internacional a buscar en las reflexiones de Immanuel Kant la fórmula para ‘instaurar’ la paz y evitar que dicho temor llegara a materializarse6. Esta fórmula la encontraron en el Pacto Briand-Kellogg, concluido en 1928 en París, por el presidente del Reich Alemán, el presidente de los Estados Unidos de América, el rey de los belgas, el presidente de la República Francesa, el rey de Gran Bretaña, Irlanda y los dominios británicos allende los mares, el emperador de la India, el rey de Italia, el emperador de Japón, el presidente de la República de Polonia y el presidente de la República Checoslovaca7. En apenas unas líneas, todos ellos, en nombre de sus respectivos pueblos, renunciaron a la guerra como instrumento de política nacional en sus relaciones entre sí, se comprometieron al arreglo pacífico de toda diferencia o conflicto, cualquiera que fuese su naturaleza u origen, y condenaron a quien recurriera a la guerra para solucionar controversias internacionales.
Sin embargo, apenas habían pasado diez años, cuando el 1º de septiembre de 1939 daba comienzo la Segunda Guerra Mundial, que probaría ser mucho más destructiva que su antecesora, y terminaría con la utilización del arma más mortífera que la historia haya conocido: la bomba atómica. La completa destrucción del continente europeo, y de importantes partes de Asia y África, llevó a los dirigentes de los Estados vencedores a proponer en la Carta de las Naciones Unidas la prohibición de toda guerra de agresión, limitando el recurso de la fuerza armada a situaciones de legítima defensa, individual o colectiva, ante un ataque cierto de un Estado agresor, y solo mientras fuera absolutamente necesaria para rechazar la agresión8.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, el temor a un nuevo conflicto armado de carácter global que destruyera definitivamente el planeta fue tal que se decidió poner en marcha un mecanismo centralizado de declaración y realización de la responsabilidad internacional penal frente a aquellos dirigentes que con su comportamiento habían generado una guerra de agresión y campañas de violencia sistemática y generalizada contra la población civil.
En consecuencia, el fracasado intento de enjuiciamiento al káiser Guillermo II de Alemania al término de la Primera Guerra Mundial9 dio paso a los procesos de Núremberg10 y Tokio11 para juzgar a los dirigentes políticos, militares y económicos de los regímenes alemán y japonés responsables de tales comportamientos. El mensaje era claro: quienes desde los resortes del poder recurren a una guerra de agresión contra terceros Estados, y utilizan la fuerza armada contra su propia población, no solo pierden la legitimidad ética y moral necesaria para seguir dirigiendo sus respectivas sociedades, sino que, debido al daño que han causado a la sociedad internacional, incurren jurídicamente frente a ella en responsabilidad penal individual (que, como se declararía expresamente en 196812, no se extingue bajo ninguna circunstancia).
En vista del sufrimiento al que habían sido sometidos los cientos de millones de víctimas que había provocado la Segunda Guerra Mundial (solo el número de muertes se calcula en torno a los 50 millones), se reconoció por primera vez en la historia, con un alcance universal, la naturaleza singular y única del ser humano, de la que emanan ciertos derechos inalienables que todo Estado miembro de la sociedad internacional tiene la obligación de respetar y garantizar. Este reconocimiento se produjo a través de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada el 10 de diciembre de 194813, que había sido precedida por la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (adoptada unos meses antes)14, y que fue seguida por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de 195015. Un día antes, se había aprobado la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio16.
Simultáneamente, y a la luz de la grave insuficiencia mostrada por las normas que regulaban el comportamiento de las partes en un conflicto armado —particularmente en lo relativo al tratamiento de los agentes del enemigo que se encontrasen fuera de combate (enfermos, náufragos, prisioneros de guerra) y al estatuto del personal sanitario y la población civil—, se aprobaron en 1949 las cuatro convenciones de Ginebra17, cuyo sistema de infracciones graves prevé la responsabilidad internacional penal frente al conjunto de la sociedad internacional de quienes incurran en ellas18.
La amplia labor legislativa impulsada desde la Organización de las Naciones Unidas, el Comité Internacional de la Cruz Roja y la actividad jurisprudencial de los tribunales internacionales penales de Núremberg y Tokio, en el período entre 1945 y 1950, provocó que una parte muy importante de dicha normativa hubiera adquirido para principios de los años cincuenta naturaleza consuetudinaria de ius cogens, y, por ende, el más alto rango normativo existente en el derecho internacional19.
En este marco jurídico, surgen y se desarrollan los deberes de los Estados a no incurrir por medio de sus agentes en graves violaciones de derechos humanos (en particular, aquellas constitutivas de crímenes internacionales) frente a quienes se encuentren bajo su jurisdicción, así como a adoptar todas las medidas que estén a su disposición para prevenirlos y, en caso de que finalmente lleguen a producirse, investigarlos, declarar y realizar la responsabilidad internacional penal derivada de los mismos y reparar a las víctimas. Estas obligaciones afectan directamente a los Estados territoriales y de nacionalidad de los presuntos responsables. Frente al resto de Estados, el modelo descentralizado de aplicación del derecho internacional penal basado en el principio de justicia universal distingue entre el deber de persecución penal en el caso de infracciones graves a las convenciones de Ginebra y sus protocolos adicionales, y la facultad de persecución penal en nombre de la sociedad internacional frente al resto de crímenes internacionales20. Correlativamente a estas obligaciones estatales, surgen los derechos de estas víctimas a la verdad, la justicia y la reparación21.
1.3. La inaplicación del derecho internacional penal durante la Guerra Fría
La sensación de consternación y temor generada por la Segunda Guerra Mundial pronto desapareció. A finales de 1949, nos encontrábamos ya plenamente inmersos en la Guerra Fría. Para los dirigentes de las dos superpotencias del momento, la principal conclusión de la experiencia traumática que había asolado amplias áreas del planeta fue la necesidad de evitar una nueva ‘guerra total’ entre ambas. Desde su perspectiva, el recurso a todo tipo de operaciones de desestabilización de gobiernos de terceros países en el marco de la lucha geopolítica por zonas de influencia no resultaba problemática con tal de que no escalara en un enfrentamiento directo entre ambas superpotencias. Si bien el derecho internacional prohibía este tipo de operaciones, que con frecuencia exigían el recurso a la fuerza armada (ya fuera por agentes propios, ya fuera por aliados a los que se financiaba, entrenaba y equipaba), los dirigentes de los Estados Unidos y la Unión Soviética no solo las consideraban legítimas, sino que, siguiendo la escuela realista de las relaciones internacionales (con Hans Morgenthau como exponente principal22), las consideraban absolutamente necesarias23.
Se calcula que la Guerra Fría provocó la muerte de 1...