Gobernar en medio de la violencia
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Gobernar en medio de la violencia

Estado y paramilitarismo en Colombia

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Gobernar en medio de la violencia

Estado y paramilitarismo en Colombia

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En las dos últimas décadas del siglo XX, los grupos paramilitares obtuvieron el control de amplias zonas del territorio nacional. A pesar del poder armado, económico y político que habían acumulado, se desintegraron en unos pocos años, como consecuencia de su desmovilización parcial y de la extradición de sus principales jefes. Mientras que generalmente el conflicto interno es visto como la causa del colapso estatal, este libro propone un análisis sociológico de la relación entre violencia y Estado. A partir de estudios locales, analiza la manera en que las armas han participado en la represión de movimientos sociales y opositores políticos, en la repartición de recursos públicos y en la explotación económica de zonas marginales. Se estudia también el nivel nacional, se analiza la forma en la cual la violencia se transforma en un problema público, atrayendo la atención de las políticas de seguridad y de la justicia penal. De esta manera, llevando a cabo una argumentación comparativa, se muestran las formas múltiples en las que los grupos armados participan en el proceso histórico de la formación del Estado.

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Información

1. Entre el crimen y la política

La utilización de los grupos criminales en las tareas de represión y de gestión del orden no es exclusiva de Colombia y, por el contrario, se observa en contextos muy variados. Así, los trabajos de Karen Barkey explican cómo el Estado otomano, mediante la centralización de la distribución de beneficios estatales y desplegando estrategias de negociación, utilizó grupos de bandidos para controlar de modo indirecto las zonas periféricas del imperio (Barkey, 1994). De igual manera, pero en un contexto muy diferente, Achille Batalas analiza cómo el naciente Estado griego realizó alianzas con ciertos grupos de delincuentes con el fin de reprimir otros y de controlar sus fronteras (Batalas, 2003). En otro orden de ideas, el surgimiento de nuevas formas criminales o de su mutación también aparecía, en numerosos casos, como la manifestación de la estatización del territorio o de la centralización del poder. Para Raymondo Catanzaro, la mafia siciliana surge, esencialmente, como una forma de mediación entre el centro y la periferia, lo que aseguraba la penetración estatal en el territorio y la distribución de los recursos clientelistas (Catanzaro, 1991). Finalmente, grupos o individuos provenientes de círculos criminales ponen con frecuencia su experiencia al servicio de las autoridades políticas, a la espera de recibir ciertos beneficios; sobre todo, esperan tolerancia ante sus actividades delictivas. Se han estudiado dinámicas de este tipo, en contextos tan variados como Indonesia (Bertrand, 2003), Pakistán (Gayer, 2014) e incluso Francia (Audigier, 2003).
Así, son múltiples los contextos históricos e institucionales que favorecen la porosidad entre los conflictos políticos y las rivalidades delictivas. Una situación como esta no es propia ni de las guerras civiles ni de los Estados que han sido considerados como débiles. Esta constante nos lleva a reflexionar sobre cómo los grupos paramilitares encuentran las condiciones propicias para su reproducción social, dentro de la articulación entre la violencia delictiva y la violencia política. Se trata de condiciones materiales, ya que el uso de la violencia les da acceso a mercados criminales y a las rentas públicas. Pero también se trata de su reproducción política, ya que los paramilitares buscaron ser reconocidos como contrapartes en una negociación con el Gobierno, en virtud de su capacidad de movilizarse por las armas, y ya no debido a su vocación de representar a una clase social o a tener un proyecto político.
Este capítulo expone algunos ejes principales en el estudio de esa navegación entre la política y el delito.1 Muestra que la privatización de la violencia no corresponde a un proyecto político, pero que ella es el efecto no intencional de la conjunción de ciertos procesos complejos. El análisis que aquí se hace se aleja de las tesis habituales acerca del paramilitarismo que dan un peso excesivo a la intención de los actores, en detrimento del análisis de las interacciones y de las prácticas. Así, analiza de manera crítica la discusión alrededor del “origen” de los paramilitares, que ha determinado en gran medida el debate en las ciencias sociales colombianas. A veces presentados como el fruto de las estrategias contrainsurgentes del Ejército, a veces como la iniciativa independiente de una burguesía rural amenazada, la historia de los paramilitares no sería comprensible sino desde el punto de vista de las motivaciones individuales de sus promotores iniciales.2
Ahora bien, como lo señalan autores como Marielle Debos (2013) o Laurent Gayer, un tal “fetichismo de las causas”, que agobia con frecuencia los estudios sobre conflictos armados, impide analizar la manera en la que los conflictos producen su propio contexto, creando “nuevas oportunidades y nuevas obligaciones para los actores beligerantes, estructurando nuevas representaciones y repertorios de acción colectiva” (Gayer, 2014, pp. 76-77). A partir de estas afirmaciones, nuestro análisis del paramilitarismo busca desplazar la mirada “de una etiología de las causas a una fenomenología de su trascurso” (Briquet, 2007, p. 334).

Violencia y crimen organizado

Una polarización nacional

Los trabajos del sociólogo Mauricio Romero afirman que los primeros grupos paramilitares fueron el producto de lo que se podría llamar, en el vocabulario de la sociología histórica, una “coalición reaccionaria”. Esta estaba conformada por sectores de las élites financieras y de las Fuerzas Militares radicalmente opuestos a la política de apertura democrática conducida a partir de 1982. Ese año, la elección de Belisario Betancur a la Presidencia de la República, un conservador moderado de trayectoria heterogénea, marcó un cambio de rumbo en la estrategia gubernamental con respecto a la guerrilla. Aun antes de su posesión, Betancur propuso la organización de negociaciones de paz acompañadas de una promesa de apertura política, lo que le costó una feroz oposición de los sectores más conservadores de la sociedad.3
El nuevo presidente creó una comisión de paz, compuesta por miembros de diferentes movimientos políticos, incluido el Partido Comunista. Sobre todo, hizo votar, en noviembre de 1982, una ley de amnistía incondicional que benefició a los guerrilleros encarcelados. El 28 de marzo de 1984, la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Gobierno firmaron un acuerdo de cese al fuego. Esperaban el fin de las hostilidades y la búsqueda conjunta de una salida política al conflicto; ahora bien, ninguna cláusula preveía el desarme de la guerrilla. Después de los acuerdos, las FARC conformaron, en mayo de 1985, un partido político, la Unión Patriótica (UP). Así mismo, se presentaron diferentes proyectos de ley que comprendían una reforma al proceso de reconocimiento de los partidos políticos, al régimen de financiamiento y al estatuto de la oposición.
La UP atrajo militantes provenientes de sectores ajenos a las FARC y a las redes del Partido Comunista, activos en organizaciones sociales y sindicales, y en las facciones reformistas de los partidos tradicionales. Su primer candidato presidencial para las elecciones de 1986 fue Jaime Pardo Leal, presidente de ­Asonal Judicial, sindicato de los funcionarios de la rama judicial. Obtuvo el 4,5 % de los votos, un resultado que si bien parece modesto, fue inédito para la izquierda colombiana en una elección nacional. Ese mismo año, el partido logró elegir cinco senadores y nueve representantes a la Cámara, así como catorce diputados a las asambleas departamentales.4 Entre quienes fueron elegidos al parlamento se encontraban algunas figuras bien conocidas dentro de las FARC, como Braulio Herrera e Iván Márquez, que hasta ese momento eran “comandantes” guerrilleros.
La democratización de la vida política estaba en riesgo de alterar los equilibrios locales, permitiendo el acceso al poder de actores que hasta ese momento habían estado excluidos. Los acuerdos de cese al fuego preveían la elección de alcaldes por sufragio universal. Existía también el temor, dentro de algunos sectores sociales, de que los acuerdos de paz implicaran cambios progresistas en la legislación social, la reforma electoral y, sobre todo, la reforma agraria, como lo pedía la guerrilla. Dentro de las filas del Ejército, la oposición a la amnistía concedida por el presidente fue virulenta y se denunció la falta de atención que el Gobierno les reservaba a los militares en el tema de la paz. Algunos oficiales amenazaban con sabotear el proceso de paz; por ejemplo, se necesitó la intervención in extremis de Betancur para evitar que su ministro de Defensa transformara una reunión de la comisión de paz en una emboscada para los negociadores de la guerrilla (Dudley, 2004, p. 40).
A pesar de esta fuerte oposición, las reformas de Betancur fueron adoptadas por el Congreso. La reforma constitucional que permitió la elección de alcaldes fue votada en 1986; las primeras elecciones para estos cargos tuvieron lugar
dos años después. Esto abrió nuevos espacios políticos en lo local. De esta manera, en 1988, la UP ganó 23 alcaldías y 329 escaños en los consejos municipales.
Ahora bien, las relaciones entre el Gobierno y las guerrillas se degradaron muy rápidamente, con los anuncios del reinicio de las hostilidades por parte del Ejército de Liberación Nacional (ELN) y del M-19. La paz con estos últimos parecía enterrada después de la toma sangrienta del Palacio de Justicia en noviembre de 1985, que provocó la muerte de 94 personas, dentro de ellas once magistrados de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado. Sin embargo, las FARC continuaron respetando el cese al fuego. No obstante, paralelo al proceso de paz, las guerrillas aprovecharon la situación para reforzar sus filas,5 lanzando, por ejemplo, campañas de reclutamiento en los barrios pobres de las grandes ciudades.
Esta dinámica de polarización y radicalización está ligada sin duda al surgimiento de los primeros grupos paramilitares en ciertas regiones del país. Las conclusiones de nuestro estudio de caso en el departamento del Magdalena, que son presentadas en el siguiente capítulo, confirman lo expuesto por la tesis de Romero en este aspecto. Ahora bien, la movilización paramilitar no puede comprenderse únicamente a partir de la violencia reaccionaria. Su entendimiento requiere, igualmente, una reflexión acerca de las mutaciones en la economía general de la represión.

Escuadrones de la muerte

La militarización del orden interno, que se inició desde los años sesenta, estuvo acompañada de una evolución en las prácticas de la represión. Grupos clandestinos de militares llamados “escuadrones de la muerte”, por analogía con los de las dictaduras del Cono Sur, aparecieron en los años setenta. Se trataba de unidades conformadas por militares o policías en servicio, pero que actuaban de manera clandestina para eliminar a los enemigos del sistema. Los primeros ejemplos documentados se refieren a la campaña antisubversiva desplegada contra el M-19 por la Brigada de Institutos Militares, la BIM, encargada de la administración de las escuelas militares de Bogotá, y por el Batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Charry Solano, el BINCI. Más de 200 miembros del M-19 fueron arrestados por la BIM, que será responsable de numerosos casos de tortura y desaparición forzada, denunciadas en esa época por las organizaciones no gubernamentales (ONG) colombianas e internacionales (Amnesty International, 1980).
Por otra parte, el comandante del BINCI, Harold Bedoya, habría organizado, con el respaldo de su jerarquía, un grupo clandestino llamado “Triple A” (Alianza Anticomunista Americana).6 En 1980, miembros de este grupo declararon al diario mexicano El Día haber organizado atentados contra la revista Alternativa y los diarios El Bogotano y Voz Proletaria (periódicos de Partido Comunista). También admitieron su responsabilidad tanto en los asesinatos de José Manuel Martínez Quiroz, militante del ELN, y del líder estudiantil Claudio Medina, como en las sesiones de tortura de las que fueron víctimas numerosos militantes del M-19 (El Día, 1980). De acuerdo con un informe de la embajada estadounidense, fechado en 1979, el comandante en jefe del Ejército, general...

Índice

  1. Portada
  2. Resumen
  3. Portadilla
  4. Página legal
  5. Autor
  6. Introducción
  7. 1. Entre el crimen y la política
  8. PRIMERA PARTE EJERCER EL PODER POR LA VIOLENCIA
  9. 2. “A la gente de bien no la matan”. Violencia y orden social
  10. 3. El comandante, el gobernador y los demás. Configuraciones político-criminales
  11. 4. La violencia al margen del Estado, ¿una colonización armada?
  12. SEGUNDA PARTE IDENTIFICAR Y TRATAR EL “PROBLEMA PARAMILITAR”
  13. 5. El paramilitarismo: ¿un problema de seguridad?
  14. 6. Juzgar la violencia en tiempos de guerra
  15. 7. Delincuentes políticos, criminales de guerra, delincuentes a secas
  16. Conclusión
  17. Bibliografía