El arte del cambio
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Trastornos fóbicos y obsesivos

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El arte del cambio

Trastornos fóbicos y obsesivos

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Esta obra propone una auténtica «revolución copernicana» en psicoterapia. Surge de la fertilidad creadora y permanente innovación teórica y clínica de la escuela de Palo Alto (California), conocida por las interesantes obras de Paul Watzlawick. La aproximación estratégica a la psicoterapia, esto es, la moderna evolución de la terapia sistémica en simbiosis con la hipnoterapia de Milton Erickson, representa realmente un perspectiva revolucionaria respecto de las formas convencionales de intervención psicoterapéutica. Se trata de un nuevo modelo teórico y operativo para la solución, en un período de tiempo breve, de los problemas del individuo, de la pareja y de la familia.

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Información

Año
2012
ISBN
9788425430046

1

Si quieres ver, aprende a obrar

El título de este capítulo ha sido tomado de un ensayo del famoso cibernético Heinz von Foerster, quien lo considera su imperativo estético. Aunque postulado en un contexto diferente (Foerster 1973), expresa no obstante lo que considero que es un aspecto importante de la evolución de la terapia (la omisión del prefijo «psico» antepuesto a la palabra «terapia» no es un descuido, como pienso explicar a lo largo de mi exposición).
No sé cómo puede haber surgido la idea exactamente contraria al imperativo de Von Foerster –esto es, la idea de que para obrar de un modo diferente sea necesario antes aprender a ver el mundo de un modo diferente– y haya tomado luego un valor dogmático en nuestro campo. Por muy diferentes y hasta contradictorias entre sí como puedan ser las escuelas clásicas y las filosofías de la psicoterapia, una de las convicciones que comparten resueltamente es que el conocimiento del origen y del desarrollo de un problema en el pasado es la condición previa para su solución en el presente. Sin duda alguna, una de las motivaciones irresistibles para esta manera de ver reside en el hecho de que se halla impresa en el modelo del pensamiento y de la investigación científica lineal, un modelo al que cabe atribuir el vertiginoso progreso de la ciencia en los últimos trescientos años.
Hasta mediados del siglo xx, eran relativamente pocos quienes ponían en duda la presunta validez definitiva de una concepción científica del mundo basada en la causalidad estrictamente determinista, lineal.
Freud, por ejemplo, no vio motivo alguno para ponerla en duda. «Al menos en las más antiguas y maduras ciencias, existe incluso hoy día un sólido fundamento que se modifica y mejora, pero que no se destruye» (Freud 1964). Esta afirmación no reviste un mero interés histórico. Vista desde la perspectiva actual, nos hace conscientes del carácter evanescente de los paradigmas científicos, tanto si se ha leído como si no se ha leído a Kuhn (1970).
Podría ingenuamente creerse que bastaría considerar la historia del siglo xx para no tener ninguna duda acerca de las consecuencias terribles producidas por la ilusión de haber hallado la verdad definitiva y, por tanto, la solución final. Pero la evolución en nuestro campo, normalmente con un retraso de una treintena de años, no ha llegado en modo alguno a comprobar esta misma afirmación. Innumerables horas de discusiones «científicas» y decenas de miles de páginas de libros y publicaciones se han malgastado constantemente para demostrar que, siendo el modo propio de ver la realidad el único justo y verdadero, todo aquel que vea la realidad de otro modo ha de estar necesariamente equivocado.
Un buen ejemplo de este error lo constituye el libro de Edward Glover, Freud or Jung? (1956), en el que este eminente autor emplea cerca de doscientas páginas para decir lo que podría ser dicho en una sola frase, esto es, que Jung estaba equivocado porque estaba en desacuerdo con Freud. Esto, cabalmente, es lo que Glover mismo afirma finalmente en la p. 190 de la versión italiana (1978): «Como hemos visto, la tendencia más consistente de la psicología jungiana es la negación de cualquier aspecto importante de la teoría freudiana.» Ciertamente, escribir un libro de este género debería ser considerado una pérdida de tiempo, a menos que el autor y sus lectores estén convencidos de que su punto de vista es el adecuado y que, por ello, cualquier otro es erróneo.
Hay algo más que el desarrollo de nuestra profesión no debe hacernos descuidar. El supuesto dogmático de que el descubrimiento de las causas reales del problema actual es una conditio sine qua non para cambiar da origen a lo que Karl Popper ha llamado un enunciado que se autoinmuniza, es decir, una hipótesis que se legitima tanto con su cumplimiento como con su fracaso, convirtiéndose por lo mismo en un enunciado no falsable. En términos prácticos, si el mejoramiento de un paciente es el resultado de lo que en la teoría clásica se llama insight, entonces ello constituye la prueba de la corrección de la hipótesis que anuncia que es necesario hallar en el inconsciente las causas reprimidas, olvidadas. Si el paciente no mejora, entonces ello es prueba de que la búsqueda de estas causas no se ha dirigido hacia el pasado con suficiente profundidad. La hipótesis vence en cualquier caso.
Una consecuencia correlativa a la convicción de poseer la verdad última es la facilidad con la que quien lo cree puede refutar toda evidencia en contrario. El mecanismo que ello implica es bien conocido por los filósofos de la ciencia, pero no generalmente por los clínicos. Un buen ejemplo lo ofrece la recensión de un libro que trata de la terapia conductista de las fobias: la reseña culmina en la afirmación de que el autor del libro define las fobias «de un modo aceptable sólo por los teóricos del condicionamiento, pero que no satisface los criterios que exige la definición psiquiátrica de este trastorno. Por consiguiente, sus afirmaciones no pueden aplicarse a las fobias, sino a otras situaciones» (Salzman 1968, p. 476).
La conclusión es inevitable: una fobia que mejora por efecto de la terapia conductista es, por esta razón, una no fobia. Se tiene la sensación de que tal vez parece más importante salvar la teoría antes que al paciente, y vuelve a la mente el dicho de Hegel: «Si los hechos no se adecuan a la teoría, tanto peor para ellos» (Hegel era probablemente una mente excesivamente superior para no hacer una afirmación de este género más que en un tono irónico. Pero puedo equivocarme. El marxismo hegeliano, en verdad, la tomó trágicamente en serio).
Por último, no podemos por más tiempo permitirnos permanecer ciegos con relación a otro error epistemológico, como lo habría llamado Gregory Bateson. Con demasiada frecuencia descubrimos que las limitaciones inherentes a una hipótesis dada son atribuibles al fenómeno que la hipótesis, se supone, debería aclarar. Por ejemplo, en el seno de la estructura de la teoría psicodinámica, la remoción del síntoma debería llevar necesariamente a la sustitución y al agravamiento del síntoma mismo, no porque esta complicación sea de alguna forma inherente a la naturaleza de la mente humana, sino porque se impone lógica y necesariamente a partir de las premisas de aquella teoría.
En medio de tan complicados pensamientos también podemos imaginar que somos presa de una fantasía desconcertante: si aquel hombrecillo verde de Marte llegase y nos pidiera que le explicásemos nuestras técnicas para provocar cambios en los hombres, y nosotros se las expusiéramos, ¿no se rascaría la cabeza (o su equivalente) por la incredulidad y nos preguntaría por qué se nos han ocurrido teorías tan complicadas, abstrusas y poco concluyentes, en vez de, y ante todo, investigar acerca de cómo sucede el cambio, en el hombre, de un modo natural y espontáneo y a partir de hechos cotidianos? Quisiera por lo menos indicar algunos de los antecesores históricos de aquella idea tan razonable y práctica que Von Foerster ha resumido tan acertadamente con su imperativo estético.
Uno de ellos es Franz Alexander, a quien se debe el importante concepto de experiencia emocional correctiva; nos dice (Alexander y French 1946): «Durante el transcurso del tratamiento, no es necesario –ni tampoco posible– evocar todos los sentimientos que han sido reprimidos. Es posible alcanzar resultados terapéuticos sin que el paciente evoque todos los detalles importantes de su historia pasada; en realidad, ha habido buenos resultados terapéuticos incluso en casos en que no ha sido liberado a la superficie ni un solo recuerdo olvidado. Ferenczi y Rank fueron de los primeros en reconocer este principio y aplicarlo en terapia. No obstante, la antigua convicción de que el paciente sufre con los recuerdos ha incidido y penetrado tan profundamente en la mente de los analistas que incluso hoy día les es difícil a muchos reconocer que el paciente está sufriendo no tanto por los propios recuerdos como por su incapacidad de hacer frente a los problemas reales del momento. Los acontecimientos del pasado han preparado, claro está, el camino a las dificultades del presente, pero toda reacción de la persona depende, en definitiva, de los modelos de conducta asumidos en el pasado.»
Algo más adelante el autor afirma que «esta nueva experiencia correctiva pueden proporcionarla la relación de transferencia, las nuevas experiencias vitales o ambas causas a la vez» (Alexander y French 1946, p. 22). Aunque Alexander atribuye una importancia mucho mayor a las experiencias del paciente en las situaciones de transferencia (porque éstas no son acontecimientos casuales, sino inducidos por el rechazo del analista a dejarse imponer un rol parental), es no obstante consciente de que es propiamente el mundo externo el que suministra aquellos acontecimientos casuales que pueden provocar un cambio profundo y duradero. De hecho, en su Psychoanalysis and psychotherapy (Alexander 1956, p. 92), afirma específicamente que «estas intensas y reveladoras experiencias emocionales nos dan la clave para la comprensión de los resultados terapéuticos enigmáticos obtenidos en un tiempo considerablemente más breve de lo que es usual en psicoanálisis».
En relación con esto, Alexander (Alexander y French 1946, p. 68-70) hace referencia al famoso relato de Victor Hugo sobre Jean Valjean, en Los miserables. Valjean, un criminal violento, tras su liberación después de una larga permanencia en la cárcel que lo había vuelto todavía más brutal, es sorprendido robando los objetos de plata de la diócesis. Es conducido ante el obispo quien, en vez de tratarlo como a un ladrón, le pregunta con mucha amabilidad por qué ha olvidado dos candeleros de plata que formaban parte del regalo que él le había hecho. Esta amabilidad cambia totalmente el modo de ver de Valjean. Todavía bajo el efecto de la turbación causada por la «reestructuración» de la situación operada por el obispo, Valjean encuentra a un muchacho, Gervais, que, jugando con sus monedas, pierde una pieza de cuarenta sous. Valjean pone el pie sobre la moneda impidiendo que Gervais la recupere. El muchacho llora, le pide desesperadamente que le devuelva su moneda y, al final, se va. Sólo entonces, a la luz de la generosidad del obispo, Valjean se da cuenta de cuán horrorosamente cruel es su comportamiento que sólo una hora antes le habría parecido de lo más normal. Corre tras de Gervais, pero no llega a encontrarlo.
Victor Hugo explica: «Tuvo la vaga impresión de que la comprensión del obispo era el asalto más formidable que jamás hubiera sufrido; que su dureza habría perdurado si hubiese resistido a su clemencia; que si él hubiese cedido, habría debido renunciar al odio con el que las acciones de los demás habían llenado su alma durante tantos años y que tanto le gustaba; que esta vez debía vencer o quedar vencido y que una lucha, enorme y definitiva, había comenzado entre su maldad y la bondad de aquel hombre. Pero una cosa que antes ni sospechaba era cierta: que él no era ya el mismo hombre; todo había cambiado para él, y ya no estaba en su mano poder desembarazarse del hecho de que el obispo le había hablado y le había cogido la mano.»
Debemos tener presente que Los miserables es una obra escrita en 1862, medio siglo antes de la aparición de la teoría psicoanalítica, y que sería algo ridículo afirmar que el obispo podría ser un simple analista precursor. Más bien, lo que Victor Hugo muestra es la perenne experiencia humana del cambio profundo que emerge de la acción inesperada e imprevisible de alguien.
No sé si otro eminente psiquiatra y estudioso, Michael Balint, ha asumido explícitamente en su trabajo el concepto de Alexander sobre la experiencia emocional correctiva. No obstante, en su libro The basic fault (1968, p. 128-129), menciona el clásico «incidente» de la voltereta, que sirve de excelente ilustración de esta experiencia. Estaba él trabajando con una paciente, «una muchacha atractiva, vivaz, más bien coqueta, de unos treinta años, cuya principal inquietud era su incapacidad de llegar a un objetivo». Ello se debía, en parte, a un «temor e inseguridad paralizantes que le asaltaban cuando se hallaba en trance de exponerse a algún riesgo, como por ejemplo tomar una decisión». Balint describe cómo tras dos años de tratamiento psicoanalítico «se le dio la explicación de que aparentemente la cosa más importante para ella era mantener una postura bien erguida, con los pies bien puestos sobre el suelo. Como respuesta, ella dijo que nunca, desde su más tierna infancia, había sido capaz de hacer una voltereta, aun cuando, en el transcurso de su vida, hubiese intentado muchas veces hacerla. De modo que le dije: "¿Y ahora?" Entonces se levantó del diván y, con gran sorpresa suya, hizo una perfecta voltereta sin dificultad alguna.
»Este hecho vino a ser una auténtica brecha. Siguieron muchos cambios, en su vida emocional, social y profesional, todos ellos en el sentido de una libertad y elasticidad mayores. Además, estuvo en condiciones de hacer frente a un examen profesional de especialización de gran dificultad, superándolo, se prometió y se casó.»
Balint prosigue luego, por un par de páginas más, intentando demostrar que este repentino cambio significativo no estaba, pese a todo, en contradicción con su teoría de las relaciones objetales. «Quiero subrayar –concluye– que la satisfacción no ha sustituido a la interpretación, sino que se le ha añadido» (p. 134).
La primera anomalía notable en la evolución de nuestra comprensión del cambio en el hombre tuvo lugar a partir de 1934, cuando Jean Piaget publicó su obra fundamental La construction du réel chez l'enfant, traducida posteriormente al castellano en 1965 con el título de La construcción de lo real en el niño.
En esta obra demuestra Piaget, partiendo de observaciones minuciosas, que el niño construye literalmente su realidad mediante acciones exploradoras, en lugar de formarse una imagen del mundo mediante sus percepciones y luego actuar en consecuencia. Aquí sólo nos es posible referir algunos de los pasos de su enorme y detallado trabajo ordenado a sostener esta tesis. En lo que Piaget denomina tercer estadio del desarrollo del concepto de objeto, entre los tres y los seis meses de edad, «el niño comienza a asir aquello que ve, a llevarse ante los ojos los objetos que toca, en suma, a coordinar su universo visual con el táctil» (Piaget 1934; versión it. 1973, p. 13).
Seguidamente, en el mismo capítulo, Piaget afirma que estas acciones llevan a un mayor grado de la supuesta permanencia del objeto. «El niño comienza a atribuir un grado más elevado de permanencia a las imágenes que se desvanecen, porque espera hallarlas de nuevo no sólo en el mismo lugar en que se habían quedado, sino también dentro de la extensión de su trayectoria (reacción al caer, prensión interrumpida, etc.). Pero, al comparar este estadio con los sucesivos, demostramos que esta permanencia queda exclusivamente conectada a la acción en curso y no implica todavía la idea de una permanencia sustancial independiente de la esfera de la actividad del organismo. Todo lo que el niño supone es que, si continúa girando la cabeza o bajándola, podrá ver cierta imagen que acaba de desaparecer, que bajando la mano encontrará de nuevo la impresión táctil que poco antes ha experimentado, etcétera.»
Y de nuevo, algo después (p. 42-43): «En efecto, en este estadio, el niño no conoce el mecanismo de sus propias acciones y, por tanto, no las disocia de las mismas cosas; conoce sólo su esquema total e indiferenciado (que hemos denominado esquema de asimilación) abarcando en un solo acto tanto los datos de la percepción externa como las impresiones internas, que son de naturaleza afectiva y cinestésica, etc.
»[...] El universo del niño es todavía sólo una totalidad de figuras que emergen de la nada en el momento de la acción, para volver a la nada en el momento en que la acción ha terminado. Se añade a ella sólo la circunstancia de que las imágenes persisten más tiempo que antes, porque el niño intenta hacer durar estas acciones por más tiempo que antes; al extenderlas, o bien redescubre las imágenes desvanecidas, o bien supone que se hallan a su disposición en la misma situación en que comenzó la acción que se desarrolla.»
Difícilmente puede valorarse la importancia de los descubrimientos de Piaget para nuestro trabajo. Con el desarrollo gradual de los resultados de sus investigaciones, Piaget demuestra que no sólo la idea de un mundo «externo», independiente de por sí, es consecuencia de acciones exploradoras, sino que lo es también el desarroll...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Verso
  5. Índice
  6. Introducción
  7. 1. Si quieres ver, aprende a obrar
  8. 2. Las «herejías» del enfoque estratégico de la terapia: características generales de la terapia estratégica
  9. 3. Breve historia evolutiva del enfoque estratégico
  10. 4. La praxis clínica en terapia estratégica: proceso y procedimientos
  11. 5. Dos modelos de tratamiento específico
  12. 6. Ejemplos de tratamiento no usual
  13. 7. La investigación evaluadora
  14. Bibliografía
  15. Índice de autores
  16. Índice analítico
  17. Notas
  18. Información adicional