Comunidad, inmunidad, biopolítica
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Comunidad, inmunidad y biopolítica son los términos que indican la clausura del léxico político moderno en una época que se desplaza mucho más allá de sus límites. También son palabras que inauguran un nuevo modo de pensar la política en el momento que más interpela a la vida, entendida en su dimensión biológica. Se trata, en suma, de las categorías fundamentales mediante las cuales Roberto Esposito elabora un pensamiento que se encuentra entre los más reconocidos y originales de la filosofía continental contemporánea.

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Información

Año
2013
ISBN
9788425430800
Capítulo 1
La ley de la comunidad
1. Quisiera intentar una reflexión sobre la comunidad a partir de su originaria etimología latina. Aunque no está plenamente probado, el significado de «comunidad» que todos los diccionarios dan como más probable es aquel que asocia cum y munus (o munia). Esta derivación es importante en la medida en que califica de manera precisa aquello que contiene los miembros de la comunidad. No se trata de vínculos de una relación cualquiera, sino de los de un munus, es decir, una «tarea», un «deber», una «ley». Atendiendo al otro significado del término, más cercano al primero de lo que parece, son también los vínculos de un «don», pero de un don de hacer, no de recibir y, por tanto, igualmente, de una «obligación». Los miembros de la comunidad lo son por eso y porque están vinculados por una ley común.
Ahora bien, ¿de qué ley se trata? ¿Cuál es la ley a la que se vincula la comunidad? O, de modo más preciso, ¿qué «pone en común»? No es necesario que imaginemos nada externo a la comunidad misma: una comunidad que existiera antes de la ley o bien que la ley precediese a la comunidad. La comunidad es una con la ley en el sentido de que la ley común no prescribe otra cosa sino la exigencia de la comunidad misma. Éste es el primer contenido –por usar de nuevo una expresión inadecuada– de la ley de la comunidad: la comunidad es necesaria. Pero aquí no debemos pensar en una voz exterior que ejerce su fuerza desde fuera, sino en algo mucho más intrínseco. La comunidad es necesaria porque es el lugar mismo –o, mejor dicho, el presupuesto trascendental– de nuestra existencia, dado que desde siempre existimos en común. Hay que entender, pues, la ley de la comunidad como la exigencia, hacia la que nos sentimos obligados, de no perder esta condición originaria. O, peor aún, de no convertirla en su opuesto, porque este riesgo no sólo está siempre potencialmente presente, sino que es constitutivo, ya que la ley misma nos pone en guardia contra él. Si desde siempre estamos en la ley –podría decirse con acento paulino–, es porque desde siempre nos encontramos en la «culpa». Nos hallamos desde siempre en el olvido y en la perversión de la ley común. Desde este punto de vista –que hay que considerar no separada sino conjuntamente con el primero–, se debe decir no sólo que la comunidad no ha sido nunca realizada, sino que es irrealizable. A pesar de la necesidad que la reclama. A pesar del hecho de que, en cierto sentido, ya esté constantemente presente. Y, también, precisamente por esto. ¿Cómo realizar aquello que precede a toda posible realización? ¿Cómo constituir algo que ya se constituye? Alrededor de esta paradoja podemos intentar una primera definición de comunidad: aquello que es al mismo tiempo necesario e imposible. Imposible y necesario. Que se determina en la lejanía o diferencia respecto a nosotros mismos. En la ruptura de nuestra subjetividad. En una carencia infinita, en una deuda impagable, en un defecto irremediable. Se podría, incluso, usar la expresión, más grave, «delito» –si se la remite al significado de delinquere exactamente como «carecer de algo»:1 nos falta aquello que constituye comunidad. Nos falta hasta tal punto que se debería concluir que lo que tenemos en común es exactamente tal carencia de comunidad. Somos –como ya se ha dicho– la comunidad de aquellos que no tienen comunidad.2 La ley de la comunidad no es otra que la comunidad de la ley, de la deuda, de la culpa, como, por otra parte, se pone de manifiesto en todas las narraciones que identifican el origen de la sociedad en un delito común donde evidentemente la víctima, esto es, aquello que perdemos y que nunca hemos tenido, no es ningún «padre primordial», sino la comunidad misma que se constituye trascendentalmente.
Semejante consciencia –más o menos explícita– no es una recién llegada al pensamiento, sino que atraviesa la entera tradición filosófica, empezando por lo menos en Rousseau. Toda su obra no hace sino pronunciar –gritar, incluso– esta terrible verdad: la comunidad es aquello que es necesario y que, a la vez, es impedido. Toda la historia humana lleva dentro de sí esta herida que, desde su interior, la corroe y la vacía. Una herida que no se puede interpretar sino en razón de este «imposible», a partir del cual se origina en forma de necesaria traición. Vivimos en la diferencia entre lo que debemos y lo que podemos hacer. Hasta el punto de que, cuando intentamos hacerlo –constituir, realizar, efectuar la comunidad– terminamos invariablemente por invertirla en su opuesto: comunidad de muerte y muerte de la comunidad. Empecemos por el primer punto: la comunidad es necesaria –es nuestra res, en el sentido preciso de que llevamos la responsabilidad por la misma hasta el final. En esta proposición se puede condensar la contundente crítica de Rousseau al paradigma hobbesiano. Cuando Rousseau observa que «si muchos hombres dispersos se someten después a uno sólo; por numerosos que sean, solamente veo en ellos a un dueño y a sus esclavos, y no a un pueblo y a su jefe. Es, si se quiere, una agregación, pero no una asociación; ahí no hay ni bien público ni cuerpo político»3, está, de hecho, imputando a Hobbes no sólo la ausencia, sino la expulsión de toda idea de comunidad, en la medida en que el filósofo inglés unifica en el colosal cuerpo del Leviatán a los individuos naturalmente conflictivos; si el adhesivo que los asocia no es otro que el miedo común, su resultado no podrá ser sino una común servidumbre, es decir, el contrario de la comunidad. Esto último es precisamente lo que se sacrifica sobre el altar de la autoconservación individual: los individuos hobbesianos pueden salvar la propia vida sólo haciendo fenecer el bien común. Todas las apelaciones a tal Bien –Libertad, Justicia, Igualdad– que escanden la obra rousseauniana tienen este objetivo polémico, pronuncian esta condena, se lamentan de esta ausencia: la comunidad humana se falta a sí misma, no hace sino delinquere, en el doble sentido de la expresión. Y, sin embargo, es aquello que necesitamos desde el momento en el que forma parte de nosotros mismos: «La forma más bella de existencia es para nosotros aquella hecha de relaciones y en común; y nuestro verdadero yo no está sólo en nosotros».4 La continua proclamación de la soledad –obsesivamente repetida, sobre todo en sus últimos escritos– tiene en Rousseau el tono de una silenciosa revuelta contra la ausencia de comunidad. Sólo porque no existe comunidad –o, mejor dicho, porque todas las formas de comunidad existentes no son sino lo opuesto a la comunidad auténtica. Rousseau protesta contra ello presentando la soledad como el calco negativo de una absoluta falta de lo común, que en él se manifiesta, de un modo extramadamente paradójico, en la comunicación, a través de la escritura, de la propia imposibilidad de comunicar. De ahí que la escritura asuma exactamente el carácter de «soledad para los otros”, de «sustituto de la comunidad humana irrealizable en la realidad social».5
Pero, atención: irrealizable lo es bajo la perspectiva de Rousseau, desde el momento en que su crítica comunitaria al individualismo hobbesiano permanece dentro del mismo paradigma, como ya observó Émile Durkheim,6 el individuo clausurado en su perfecta completitud. ¿Qué otra cosa es el «hombre natural» rousseauniano sino una mónada que se aproxima a otra sólo por azar o infortunio? ¿Y no es la condición asocial la única que Rousseau considera feliz en contraposición al impulso comunitario? Aquí se encuentra el punto que condena al fracaso su intención: no es posible derivar una filosofía de la comunidad a partir de una metafísica del individuo. El carácter absoluto que se presupone al individuo no puede ser luego puesto en común. A pesar de todos los esfuerzos del autor, la antinomia no es resoluble. El hiato, no sólo léxico sino filosófico, entre el presupuesto y el resultado permanece inconsútil; sólo se salva al precio de un forzamiento que da a la comunidad de Rousseau –aunque él intente una representación en positivo– esos rasgos insostenibles que han sido cuestionados por sus críticos liberales más severos. El punto de separación es aquel que se sitúa entre la exigencia de comunidad presente en negativo en la descripción crítica de la sociedad existente y su formulación afirmativa. Dicho de otro modo: entre la determinación impolítica de la ausencia de comunidad –la comunidad como ausencia, falta, deuda impagable en relación con la ley que la prescribe– y su realización política. En síntesis: a partir de esos presupuestos metafísicos –el individuo encerrado en su propio carácter de absoluto–, la comunidad política rousseauniana se inclina hacia una posible deriva autoritaria. Aquí, claro está, no me refiero a la categoría específica de «totalitarismo», que es resultado de la experiencia de nuestro siglo. Es bien conocido que Rousseau, de hecho, siempre se preocupa de proteger al ciudadano de todo abuso del poder estatal, adoptando el concepto de «voluntad general» justamente como correctivo automático contra cualquier tentación autoritaria contra el individuo: siendo parte integrante de la misma, esto se garantiza por el hecho de que todo mandato de la voluntad general ha sido emitido también por él mismo.7
Ahora bien, ¿no es exactamente este automatismo –la supuesta identidad de cada cual con todos y de todos con cada cual– el mecanismo totalizante de reducción de los muchos al uno? ¿Cómo entender si no el conocido pasaje según el cual «quien se atreve con la empresa de instituir un pueblo debe sentirse capaz de cambiar, por así decir, la naturaleza humana, de transformar cada individuo, que por sí mismo es un todo perfecto y solitario, en parte de un todo mayor, del que ese individuo recibe, en cierta forma, su vida y su ser».8 De ahí se hace evidente que el riesgo protototalitario no está en la contraposición del modelo comunitario y con el modelo individual, sino en la superposición que dibuja la comunidad contra la silueta del individuo aislado y autosuficiente: el camino que va del uno-individual al uno-colectivo no puede más que recorrerse de manera directa, orgánicamente. Es como si ambos –individuo y comunidad– no pudieran salir de sí mismos. No sabemos comprender al otro sin absorberlo e incorporarlo, sin hacerlo parte de nosotros. Cada vez que en la obra de Rousseau semejante proyecto toma cuerpo en una realidad colectiva –una pequeña patria, ciudad o fiesta popular,9 la atormentada exigencia rousseauniana de comunidad se invierte para convertirse en su mito. El mito de una comunidad transparente a sí misma en la que cada cual comunica al otro el propio éxtasis comunitario.10 El sueño de absoluta inmanencia. Sin ninguna mediación, filtro o signo que interrumpa la fusión recíproca de las conciencias. Sin ninguna distancia, discontinuidad, diferencia con otro, que ya no es tal porque es parte integrante del uno: el uno que se pierde –y se reencuentra– en la propia identidad.
Se trata de un riesgo que amenaza también de cerca al discurso de Rousseau, pero que no lo derriba. El autor mismo parece darse cuenta de ello, al abstenerse de trasponer esta comunidad de corazones a una comunidad política. También nosotros deberíamos guardarnos de leer El contrato social como la traducción política de la comunidad de Clarens . Ciertamente, la democracia que prefigura el Contrato es una democracia que excluye cualquier distinción entre gobernantes y gobernados, entre legislativo y ejecutivo, entre pueblo y soberano. Pero precisamente por esto es declarada irrealizable –o realizable sólo por un pueblo de dioses. «Tomando el término en su acepción más rigurosa», concluye Rousseau, «jamás ha existido verdadera democracia y nunca existirá».11 Y, en caso de existir, sería la exacta realización de su opuesto. Contra Rousseau –pero dentro de su perspectiva–, esta conclusión pone a salvo a la comunidad del poder de su mito. La antinomia no se deja resolver: la comunidad es, al mismo tiempo, necesaria e imposible. No es sólo que siempre se dé de modo defectuoso –que no alcance nunca su cumplimiento–, sino que, además, no es sino comunidad del defecto, en el sentido específico de que aquello que posee, que la constituye en cuanto ser-en-común, con-ser, es precisamente ese defecto, ese carácter inalcanzable, esa deuda. Dicho de otro modo, nuestra finitud mortal, tal como en un inolvidable pasaje del Emilio Rousseau ya había presentido: «Es la debilidad del hombre la que lo hace sociable; son nuestras miserias comunes las que llevan nuestros corazones hacia la humanidad, nosotros no le deberíamos nada si no fuéramos hombres [...] Los hombres no son naturalmente ni reyes, ni grandes, ni cortesanos, ni ricos; todos han nacido desnudos y pobres, todos sujetos a las miserias de la vida, a los pesares, a los males, a las necesidades, a los dolores de toda clase; en fin, todos estamos condenados a morir. He aquí lo que es verdaderamente el hombre, he aquí de lo que ningún mortal está exento».12
2. A una conclusión no lejana habría llegado Kant, asumiendo conscientemente –y llevándola hasta sus consecuencias más extremas– la contradicción implícita en Rousseau. No es por casualidad que atribuyera a Rousseau el mérito de haberlo conducido de la soledad de la investigación individual al interés por el mundo común de los hombres.13 Nada como el pensamiento requiere, para expresarse y desarrollarse, de la comunidad. Ya lo había dicho Kant precisamente en estos términos: «¿Pensaríamos mucho y bien si no pensásemos en común con otros a los que comunicamos nuestro pensamiento, con los que formamos parte de lo mismo?».14 No es posible pensar fuera de la comunidad, éste es el presupuesto kantiano que ha sido retomado de diversas formas por una serie de intérpretes y autores que van de Lucien Goldmann a Hannah Arendt. Si para el primero «la necesidad absoluta e irrealizable de conseguir y realizar la totalidad constituye el punto de partida de todo el pensamiento kantiano»,15 para la segunda la sociabilidad no es sólo un fin, sino el origen mismo de la humanidad, en la medida en que los hombres pertenecen esencialmente al mundo. La de Kant –continúa Arendt– es una ruptura respecto a todas las teorías que subordinan la dependencia del prójimo a la esfera de las necesidades y de los intereses, esto es, respecto a toda la teoría utilitarista. Por el contrario, Kant afirma que el juicio presupone la existencia de los otros –y, precisamente por esto, Arendt lo entenderá en relación con el ámbito de la acción: «se juzga siempre en cuanto miembros de una comunidad, guiados por el sentido comunitario, por el sensus communis».16 La comunidad, en suma, es constitutiva de nuestro ser humano: Kant comprende totalmente y lleva a su más completa consciencia la intuición de Rousseau.
Pero la relación entre los dos filósofos no s...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo: De lo impolítico a la biopolítica
  6. Capítulo 1: La ley de la comunidad
  7. Capítulo 2: Melancolía y comunidad
  8. Capítulo 3: Comunidad y nihilismo
  9. Capítulo 4: Democracia inmunitaria
  10. Capítulo 5: Libertad e inmunidad
  11. Capítulo 6: Inmunización y violencia
  12. Capítulo 7: Biopolítica y filosofía
  13. Capítulo 8: El nazismo y nosotros
  14. Capítulo 9: Política y naturaleza humana
  15. Capítulo 10: Totalitarismo o biopolítica: para una interpretación filosófica del siglo xx
  16. Capítulo 11: Por una filosofía de lo impersonal
  17. Notas
  18. Información adicional