La condición ambigua
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La condición ambigua

Diálogos con Lluís Duch

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La condición ambigua

Diálogos con Lluís Duch

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Ni ángel ni bestia, según la conocida sentencia de Blaise Pascal, el ser humano no posee una naturaleza predada y conclusa, sino una condición histórica y contingente, polifacética y ambigua. Por más que se sueñe omnipotente e infinito, está condenado a existir en la escasez, la incertidumbre y la imperfección, y su vida es un drama abierto e impredecible, que sólo la antorcha de un pensamiento a la vez lúcido y cordial -lógico y mítico, racional y sentiente, efectivo y afectivo- es capaz de iluminar. Para lograrlo no dispone, sin embargo, de verdades definitivas, sino sólo de preguntas que dan lugar a respuestas siempre provisionales, engendradoras de interrogantes nuevos. Como en Sócrates según Platón y en Goethe visto por Eckermann, el diálogo no es, entonces, un modo menor del conocimiento humano, sino un camino mayor en pos del siempre frágil y relativo saber posible: una mayéutica que alumbra dudas y sugestiones, reservas y sospechas, y con ellas los acuerdos -y los acordes- llamados a guiar los trayectos personales y colectivos.

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Información

Año
2014
ISBN
9788425430350
Categoría
Sociología
CATORCE
EL TIEMPO RECOBRADO
Naciste en 1936, en plena guerra civil, y tu vida ha cubierto ya significativos tramos. ¿Cómo la ves y valoras desde la atalaya que la edad procura?
Debo agradecer a muchas personas y a Dios —porque creo en él— las ganas de vivir, de emprender actividades y plantearme preguntas que aún tengo a mis setenta y tres años, dado que hay muchas cosas que no tengo claras. Por supuesto que esa falta de claridad no es oscuridad pura, sino que arroja cierta luz —ni que sea provisional— sobre los grandes enigmas de la existencia. Debo agregar también, muy sinceramente, que soy mucho más feliz ahora que hace dos o tres décadas, pongamos. Tengo para mí que la vejez puede ser una segunda juventud, a la vez lastrada por menos ilusiones fantasiosas que la primera y, en cambio, dotada de más recursos y de mayor sabiduría para exprimir cada instante. Hace poco hablamos del carpe diem, si mal no recuerdo, de la buena y la mala inteligencia que se da de ese tópico clásico. Lo que yo intento es entenderlo y aplicarlo en el buen sentido: viviendo cada uno de los momentos con la mayor plenitud posible, y buscar en ellos sus posibilidades implícitas y al cabo la felicidad, esa meta tan complicada y necesaria al tiempo. No me refiero a la Felicidad mayúscula, sino a la que se halla en las cosas menudas, esas que hacen bueno el dicho de que lo pequeño es hermoso.
No obstante, para buscar y encontrar debemos asumir que no somos todopoderosos ni omniscientes, sino simples humanos. Me siento muy desencantado del poder, que es la gran irrealidad y falacia, no importa que sea político, cultural o eclesiástico. Y entonces —una vez descartada su persecución, sean cuales fueren sus facetas públicas y privadas— lo que queda es la alegría, la dicha de los pequeños detalles: una buena charla, comida, lectura o relación; la disposición para sentir la belleza de la naturaleza, o la brisa de la primavera, o los niños jugando; tantas vivencias modestas que, de estar atentos a ellas, son capaces de procurarnos esa felicidad con minúsculas a que aludo, tan incompleta e imperfecta como los individuos somos. Eso es el carpe diem: la disposición para vivir el aquí y ahora sin indagaciones adicionales, abiertos a experimentar lo que venga.
Es preciso, por otro lado, no dejarse secuestrar por el pasado, una tentación que me ha costado décadas superar. Creo que ésta es una de las virtudes que he ido conquistando, si me es lícito expresarme así: haber aprendido a no dejarme secuestrar, ni por mi pasado familiar ni por las numerosas vicisitudes dolorosas que he ido afrontando hasta hoy mismo, por más que ahora sepa poner distancias y evitar su hipoteca. No afirmo con ello que sea excelente mi actual situación, sólo que el ayer pasó para siempre, y que yo, como cristiano que intento ser —serlo es siempre un intento—, me hallo en manos de Dios. Es del momento presente de lo que debo ocuparme, por consiguiente: ni del pretérito ni del porvenir. Esto es lo que he intentado e intento vivir, siquiera sea con altibajos.
No comparto, como bien sabes, la común asunción de que ser creyente permita afrontar mejor que no serlo el pavor a morir, ni que infunda mayor alegría y sosiego al respecto. Diría, antes bien, que un ateísmo lúcido, ético y compasivo es capaz de procurar parejo consuelo, cuando menos, así como júbilo y paz a la vida. ¿Qué sientes y crees tú sobre el particular, un cristiano cuya fe se apoya en sólido cimiento intelectual y, al tiempo, en una esperanza ajena al raciocinio estricto?
Yo no haría afirmaciones generales a este propósito. A mí ser creyente me ayuda, sin duda, pero soy consciente de que mi posición no puede extrapolarse al común. Soy cada vez más contrario a los grandes principios de alcance universal, porque cada persona es única y todos tenemos nuestras posibilidades, fes y flaquezas. De modo que sólo puedo hablar por mí, y hacerlo sin olvidar que lo que considero beneficioso en el plano personal no tiene por qué serlo en el colectivo. En este concreto sentido puede decirse que soy muy individualista, y que estoy persuadido de que cada cual está ligado a sus propias decisiones y responde ante sí: ante sus principios sobre lo correcto y lo incorrecto, sobre la libertad o su ausencia, en suma. Suelo manifestar que los sujetos somos libres, por más que la nuestra sea una libertad condicional y condicionada. Y esto, entiéndase bien, implica que para llegar a ser libre es indispensable querer serlo, algo que no ocurre a menudo: muchas personas carecen de libertad porque no la desean de veras. Cuando pienso en ello suelo acordarme de Aranguren, quien sostenía que —por norma general— el ser humano prefiere la seguridad a la libertad, en principio. Es una gran verdad que los sujetos suelen ocultar: se proclaman libres y deseosos de libertad, pero es la seguridad lo que en realidad persiguen —aunque ésta les imponga servidumbres que destruyen el anhelo de autonomía y justicia que late en su fondo—. Las personas podemos ser libres incluso en las circunstancias de mayor opresión —en los regímenes carcelarios más duros, incluso en los campos de concentración—. Por eso resulta tan indispensable la voluntad de serlo.
De tu discurso se infiere que nunca se da una determinación completa del humano albedrío. Somos seres condicionados, pero no determinados: hasta cierto punto responsables y libres, pues.
Me siento muy católico y muy poco protestante en este sentido, ya que creo que el proceder del ser humano nunca está del todo determinado, aunque sí lo esté su existencia en sí, ineluctablemente abocada a la finitud. Aunque es un ser condicional y condicionado, siempre tiene a su alcance una brizna de libertad, cuando menos.
En su Apología de Sócrates, Platón atribuye una legendaria declaración a su maestro: sólo una vida examinada es digna de ser vivida, viene a decir más o menos. ¿La tienes por válida aún, dos milenios y medio después de su acuñación? ¿Qué te sugiere en concreto?
Esa frase quiere indicar que sólo en la autocrítica se vive realmente, y que en ella consiste el gran examen que predica. Somos seres que buscan sin cesar criterios: seres críticos que precisan examinarse a sí mismos para llegar a ser en efecto humanos. La declaración de la Apología me parece harto sugerente, entre otras cosas porque cabe traducirla en términos místicos. El místico es el gran crítico, a fin de cuentas, aquel que practica una crítica religiosa de la propia religión: una autocrítica desde dentro. Y, por ende, alguien que critica sus propias imágenes: la de sí mismo, las de los demás, las de Dios, las de la realidad, las del mundo. Como ya he tenido ocasión de explicar, es justamente nuestra constitutiva limitación y finitud lo que nos constriñe a lidiar con fenómenos o representaciones, no con realidades en sí. Esta idea —muy kantiana, por cierto— revela hasta qué punto la autocrítica nos resulta indispensable para hacer viable nuestra existencia. Sólo si nos interrogamos sobre la idoneidad de las imágenes que forjamos —es decir, si nos esforzamos en ser autocríticos— nos es dado evitar la idolatría. De otro modo caemos de hoz y coz en ella, que es un ersatz, un sucedáneo de lo absoluto y un falso sustituto de lo indisponible y lo final, en definitiva. La autocrítica es de todo punto imprescindible paraencarar esas realidades que no podemos disponer. Ésa es la vida examinada de la que habla Sócrates.
Un incesante examen que es afán de desvelamiento, ya que la vida sólo libra su opaca epidermis, raramente su trascenio. En ese esfuerzo de elucidación consiste el ideal griego de aletheia.
Eso es la autocrítica, al fin y al cabo: el esfuerzo por apartar uno tras otro todos los velos, firmemente convencidos de que en este mundo —in statu viae, dice san Agustín— jamás llegaremos a descorrer el postrero.
Los velos de Maya, tal como sugiere la metáfora hinduista.
Todo ese mundo de ficciones que necesitamos y a la vez no necesitamos. Aquí radica la paradoja que nos constituye, un ambivalente oscilar entre afirmación y negación entrañado en nuestro ser más íntimo: precisamos las imágenes y a la par su destrucción, siempre hemos de descorrer sucesivos velos. Pero es menester recordar que no está en nuestra mano romper las imágenes por completo, dado que entonces creamos sucedáneos de forma automática: las imágenes y los velos conforman lo que la religión considera tentaciones u obstáculos.
¿Dios es para ti la prístina realidad que el último velo esconde, acaso?
Dios es la realidad última, sí, pero tiene forma de interrogante. Es lo real inaccesible, lo que estando allende las imágenes sólo es mediatamente accesible con su concurso. El adjetivo que mejor lo define es «inefable»: eso que por fuerza hemos de empalabrar aunque no sea susceptible de serlo, un constante esfuerzo que nos sitúa entre iconoclastia e idolatría, entre nominación e indecibilidad: siempre en el filo de la navaja. He aquí otra muestra de nuestra inherente ambigüedad: nos movemos sin cesar entre empalabramientos que nos son superfluos e ineludibles al tiempo. De modo que sí: Dios es para mí lo real absoluto, si se quiere expresar así —siempre que se entienda que el mero hablar de absoluto implica relativizarlo, claro—.
Un absoluto por siempre inalcanzable.
Así es. Y al afirmarlo tengo muy presente que para el ser humano no hay posibilidad extracultural: una de las premisas de la antropología que cultivo, ya aludida en pasados encuentros.
Ese incesante autoexamen que Sócrates propone está así mismo implícito en el célebre apotegma «Llega a ser quien eres», que Píndaro proclama como ideal de la areté o virtud integral, en sentido griego. ¿Qué te sugiere esa sentencia en el plano personal, teoría y erudición aparte?
Llegar a ser quien eres implica consumar los desenmascaramientos en los que estamos siempre metidos. Las máscaras son casi connaturales a nuestra presencia en el mundo, y despojarse de ellas es una labor muy cercana a la autocrítica, ahí radica el quid de la famosa sentencia. Pienso que el drama común de muchos sujetos es que tienen escasas posibilidades de llegar a ser lo que podrían, sea por motivos personales, políticos, religiosos o genéricamente sociales. Eso se percibe a las claras conversando con personas que, carentes de formación alguna, poseen sin embargo una extraordinaria riqueza interior, tanta que uno se sorprende pensando cuán lastimoso es que no hayan dispuesto de más oportunidades para llegar a ser lo que podrían. Aquellos que sí disponemos de esas bazas —a menudo sin merecerlo— contraemos una enorme responsabilidad, a mi entender: la vida nos brinda muchos más recursos para realizarnos, siempre que no nos deslumbren la fama, la propaganda, la presencia pública o tantas vanidades y veleidades que nos enmascaran. Por eso resulta tan primordial llegar a ser lo que se podría: un empeño que cabría llamar ascético, en la acepción más original del vocablo, dado que requiere ascesis o ejercicio interior, una suerte de gimnasia. Y, por encima de todo, una actitud autocrítica que conjure el embrujo de la fama, el dinero, la desmesura, el poder o la gloria, esas tentaciones que nos son a tal punto extrañas que nos impiden consumar lo que somos.
Lo que uno puede reprocharse cuando ha vivido bastante, como es mi caso, es justamente eso: haberse dejado llevar demasiado a menudo por el afán de figurar, y haberse apartado de lo que se podría haber sido. La fama, la gloria y los honores suelen obsesionar a las personas, que llegan a venderse por un plato de lentejas con tal de alcanzarlos. A poco que uno disponga de lucidez suficiente, acaba lamentando esa desviación, sin embargo. No se me oculta, por otra parte, que la sentencia de Píndaro incluye un fallo que conviene tener presente: jamás nos es dado saber lo que podríamos llegar a ser, si bien se mira.
La sentencia de Píndaro lleva implícita la creencia en una sustancia interior que nuclea nuestra identidad en todo lugar y tiempo, una realidad genuina que cabe desocultar a fuer de lucidez y desvelos. Y sin embargo tú objetas que no existe tal esencia, y que en rigor disponemos sólo de existencia. Un argumento análogo, por cierto, al que esgrimía Jean-Paul Sartre en su postulación del existencialismo.
En efecto. Porque el ser humano es un experimento que a menudo tiene éxito, pero que aún más a menudo falla; lo cual significa que debe volver a intentarse, como ocurre con todo ensayo. Tales tentativas y ensayos se dan dentro de un ámbito de experiencia que carece de límites previsibles: sabemos que nos movemos a lo largo del trayecto entre nacimiento y muerte, y también que no está a nuestro alcance discernir lo que podemos llegar a ser —afortunadamente, si bien se piensa, porque gracias a esa ignorancia contamos con ese factor vital que es la sorpresa—. Cuando uno, joven o viejo, siente que el juego ya está jugado, la vida deja de tener interés y sentido alguno. Pero cuando sucede lo contrario, entonces vale plenamente la pena. He conocido personas, mayores de noventa y cinco años, convencidas de que cada día es distinto, y de que su presencia en el mundo es aún valiosa, por tanto.
Personas que conservan intactas las ganas y la curiosidad, la capacidad de iniciativa y de sorpresa.
Esa curiosidad que mencionas es una de las señas de la modernidad. Una disposición con muy mala prensa, por cierto, en el mundo antiguo: la curiositas es uno de los vicios capitales para san A...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Cita
  5. Índice
  6. Meister Duch
  7. Uno. Ens fi nitum capax infi niti
  8. Dos. El animal logomítico
  9. Tres. El retorno de la imaginación
  10. Cuatro. Presente de pasado
  11. Cinco. El altar y la polis
  12. Seis. Presentes ausencias
  13. Siete. La pulsión de poder
  14. Ocho. Intra y extramuros
  15. Nueve. Ineluctable conflicto
  16. Diez. El hallazgo de la antropología
  17. Once. Homo faber
  18. Doce. Una educación alemana
  19. Trece. La narración interminable
  20. Catorce. El tiempo recobrado
  21. Quince. El vértigo del presente
  22. Elenco bibliográfico
  23. Notas
  24. Información adicional