El tiempo de la igualdad
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El tiempo de la igualdad

Diálogos sobre política y estética

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El tiempo de la igualdad

Diálogos sobre política y estética

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La presente obra, compuesta por una selección de entrevistas realizadas entre 1981 y 2007, despliega todas las cuestiones que, con el paso de los años, se han revelado fundamentales en el pensamiento de Jacques Rancière, el destacado filósofo francés discípulo de Louis Althusser, con quien colaboró en la redacción de "Para leer El Capital" El lector podrá adentrarse y profundizar en el pensamiento de Rancière, que gira en torno a la lucha de clases y la igualdad, a partir del juego de preguntas y respuestas que agiliza el contenido, facilita la comprensión y, sin perder el rigor, hace emerger formulaciones directas, reveladoras incluso, por la fuerza de la interlocución.

Preguntas frecuentes

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Información

Año
2012
ISBN
9788425430114

Política y estética[1]

[con Peter Hallward]

Una de sus preocupaciones constantes es el análisis y la denuncia de toda posición de dominio y, especialmente, el dominio teórico del maestro, pedagógico, «académico». ¿Por qué se dedicó entonces a la enseñanza? ¿Cómo entró en la educación?
Entré en la educación de manera un poco automática porque estudié en la École Normale Supérieure (ens), cuyo destino es efectivamente la enseñanza. Soy de entrada estudiante, pertenezco a esas personas que son estudiantes perpetuos y cuyo destino profesional es, en consecuencia, enseñar a los otros. Y quien dice enseñanza quiere decir evidentemente cierta posición de dominio, quien dice investigador quiere decir también de alguna manera cierta posición de conocedor, quien dice profesor-investigador quiere decir la idea de profesor que adecua una posición de dominio institucional a una posición de dominación arraigada en el saber.
Empecé inmerso en el ambiente althusseriano y, por tanto, en la idea de una forma de autoridad específicamente ligada al saber. Pero también estuve vinculado al periodo de 1968 y, por tanto, a la puesta en cuestión de esta unión entre la posición de maestro y la del que sabe. Pasé por todo ello con una mentalidad, fundamentalmente, de investigador: me considero ante todo como alguien que investiga y que informa a los otros de sus investigaciones. Esto significa, por ejemplo, que, como profesor, siempre he resistido a la división en niveles. En la Universidad de París VIII, no había niveles en el Departamento de Filosofía y siempre me he esforzado en mantener esta ausencia de separación entre niveles. Así pues, he tenido a menudo en mis clases a personas de niveles muy diferentes, siempre con la idea de que, con mi palabra, cada uno hacía lo que podía o quería.
Supongo que esta primera decisión, que le llevó a seguir la vía de la enseñanza y de la investigación, la tomó a los 15-16 años: ¿era algo que venía impuesto por su ambiente?
Cuando era niño, quería estudiar en la ens porque quería ser arqueólogo. Sin embargo, cuando entré después en la ens, esa vocación de arqueólogo ya me había abandonado. Hay que decir también que era una época en la que, para la gente como yo, tampoco había muchas opciones: o eras bueno en letras o eras bueno en ciencias. Si eras bueno en letras, entonces te ponías como objetivo entrar en el súmmum de este ámbito, es decir, la ens. Así fue como me encontré ahí, pero nunca lo hice por tener vocación de profesor.
Y su adhesión inicial a Louis Althusser, ¿era una verdadera conversión o bien el resultado de un interés teórico? ¿Qué sucedió en ese momento?
Sucedieron muchas cosas. Por una parte, estaba mi interés por el marxismo, que no pertenecía para nada al mundo en que yo había sido educado. Antes de Althusser, el interés por el marxismo en personas como yo pasaba por ciertas vías un poco heterodoxas. La gente que había escrito libros sobre Marx, las referencias sobre Marx en aquella época, eran curas, como el padre Calvez, que había escrito un gran libro sobre el pensamiento de Marx, o bien gente como Sartre. Así pues, llegué al marxismo con una especie de corpus marxiano que no era para nada el corpus de alguien que hubiera pertenecido a la tradición comunista, pero era una vía de acceso a Marx en una época en la que Marx no estaba presente en la Universidad, una época en la que la teoría no estaba muy desarrollada en el seno del pcf.
Althusser supuso una ruptura frente a todo esto. Algunas personas me hablaron de Althusser cuando entré en la Escuela, diciéndome: «Es genial». Althusser proponía efectivamente una forma de ruptura con ese marxismo humanista que era el medio en el que se aprendía a conocer a Marx en esa época. Por tanto, era, por supuesto, algo entusiasmante porque Althusser era ante todo un seductor; pero era también una especie de trabajo contra sí porque adherirse al pensamiento althusseriano significaba romper con el tipo de marxismo que yo había conocido, que empezaba a conocer, y romper también con todas las formas de pensamiento que están en el fondo bastante alejadas de ese tipo de compromiso teórico.
Supongo que sería demasiado fácil decir que Althusser era el profesor, mientras que Sartre era otra cosa, ni investigador, ni profesor, sino escritor o intelectual...
No sé si puede llamarse a Althusser «profesor». De hecho, enseñó bastante poco y, a pesar de ello, seducía mediante la palabra, ya fuera oral o la de ciertos textos escritos. Era como el cura de cierta religión del rigor marxista o de retorno al texto. Pero, en el fondo, no se trataba en ningún caso del rigor del profesor, sino que era más bien algo así como el entusiasmo por un habla que decía que existía todo un terreno virgen por descifrar. Esta era un poco la tarea de leer El Capital, a saber, la idea completamente ingenua de que éramos una especie de pioneros, de que nadie había leído a Marx verdaderamente y de que nosotros estábamos empezando a leerlo.
Así pues, cabe destacar dos aspectos cuando se habla de Althusser. Por un lado, había un aspecto que consistía en partir un poco a la aventura; para el seminario sobre El Capital, yo tenía que hablar, tenía que explicar a la gente lo que era la racionalidad de El Capital que todavía no había leído. Así pues, corría y corría para leer los libros de El Capital y poder hablar a los otros de ellos. Hubo entonces este aspecto de aventura y, por otro lado, había algo más: esa especie de posición de pionero nos colocaba en la posición de autoridad de los que saben e instituía una especie de autoridad de la teoría, autoridad de los conocedores, en medio del eclecticismo político. En definitiva, había al mismo tiempo un lado de aventura y otro dogmático que se conjugaban: aventura de la teoría y dogmatismo de la teoría.
Y usted ha conservado más bien el aspecto pionero. ¿Se produjo la ruptura con Althusser en los acontecimientos de Mayo del 68? ¿Qué pasó exactamente?
Para mí, el momento esencial no fueron los acontecimientos de Mayo del 68, que vi bastante de lejos, sino más bien la creación de París VIII, ya que, en el momento de la creación de ese departamento de filosofía en el que había muchos althusserianos, la cuestión era saber lo que íbamos a hacer. En ese momento, me di cuenta de que Althusser representaba cierto poder del profesor, del profesor de marxismo que estaba tan alejado de lo que habíamos visto aparecer en los movimientos de estudiantes y en los movimientos sociales que la situación pasaba a tener un aspecto ridículo. En ese momento, lo que me hizo reaccionar fue sobre todo un programa para el departamento que había redactado Étienne Balibar, un programa para enseñar la práctica teórica tal y como tenía que ser. Me enfrenté bastante duramente a ese programa y, a partir de ese momento, desarrollé toda una reflexión retrospectiva sobre ese dogmatismo de la teoría, sobre esa posición de conocedores que se había adoptado.
Así es, en definitiva, como todo empezó para mí: no tanto en el choque que supuso 1968, sino en los efectos posteriores. Es decir, en el momento en que se creaba la institución y, en cierto sentido, todos éramos los maestros. Se trataba entonces de saber lo que íbamos a hacer, cómo íbamos a gestionar ese dominio institucional, si íbamos o no a identificarlo con la transmisión de la ciencia.
¿Cómo funcionaba París VIII? ¿Cómo se conjugó el aspecto bastante anárquico de la enseñanza igualitaria y la necesidad institucional de verificar las calificaciones, los certificados, etcétera?
En esa época, yo mantenía una posición que no se apoyaba en una reflexión precisa sobre una práctica pedagógica diferente. Había tachado de mi lista la filosofía, la enseñanza de la filosofía y la práctica universitaria. Lo que me parecía importante era la práctica política directa y, en consecuencia, durante cierto tiempo, desdeñé reflexionar y considerar que estaba creando una nueva pedagogía o un nuevo tipo de saber. Todo ello estaba relacionado con el hecho de que el diploma de filosofía de París VIII quedó rápidamente invalidado. Ya no se otorgaba el diploma nacional, de modo que no teníamos que preocuparnos de los criterios de concesión. En consecuencia, durante bastante tiempo, no me ocupé de repensar la pedagogía: pensaba de entrada en la práctica militante y, luego, cuando puse esta misma práctica en cuestión, en mi práctica como investigador. Durante bastantes años mi actividad esencial consistía en ir a consultar los archivos e ir a la Biblioteca Nacional. La práctica docente me ocupaba poco tiempo.
¿Procedían los cursos de manera normal, es decir, como cursos magistrales?
No siempre. Podía variar: había cursos magistrales, pero también había cursos que tomaban la forma de conversación, de intervención.
La lección de Althusser (1974) insiste en la urgencia del momento; era un momento en el que parecía que muchas cosas eran posibles, un momento en el que el marxismo todavía podía presentarse como un pensamiento de victoria inminente. Cuando usted empezó a trabajar sobre el siglo XIX y sobre el pensamiento proletario de los años 1830-1840, ¿se trataba en parte de una especie de compensación por la derrota en el momento presente?
No lo creo. Al principio se trataba más bien de un trabajo un tanto ingenuo que consistía en comprender lo que había sido aquello, comprender lo que designaban las palabras «movimiento obrero», «conciencia de clase», «pensamiento obrero», y otras. Estaba claro, en el fondo, que el marxismo que habíamos aprendido en la Escuela o el que habíamos visto que practicaban las organizaciones marxistas distaba mucho de la realidad de las formas de lucha o de las formas de conciencia. Quise entonces establecer la genealogía de esa distancia.
¿A partir del momento justo antes de Marx?
Partiendo del momento presente, de 1968, de lo que habían revelado como inapropiado el PCF o el althusserismo y, más generalmente, los movimientos de izquierda, mi propósito consistía en rehacer algo así como la genealogía de un siglo y medio y, en particular, remontar hasta el momento del nacimiento del marxismo para intentar identificar las distancias entre el marxismo y lo que habría podido ser una tradición obrera diferente. Con bastante rapidez, este proyecto quedó aplazado. Al principio, se trataba de una especie de investigación de un verdadero pensamiento obrero o de un verdadero movimiento obrero. De modo que, en el fondo, era una perspectiva relativamente identitaria en relación con el marxismo. A ello se añadió que, cuanto más trabajaba, más me daba cuenta de que lo que estaba en juego en todo ello era justamente una forma de movimiento que rompía con la idea misma de movimiento identitario. Es decir, «obrero» no era de entrada una condición fruto de una reflexión y manifestada en ciertas formas de conciencia y de acción, sino que era de entrada una forma de simbolización, un dispositivo de enunciación. Así pues, lo que me interesó fue reconstituir el universo que posibilitaba esas enunciaciones.
Muchos de sus contemporáneos abandonaron rápidamente el marxismo cuando llegaron a la conclusión de que pensar el proletariado –el proletariado en tanto que singular universal– parece conducir más o menos directamente al Gulag. Usted, en cambio, ha seguido pensando el proletariado, pero remontando hasta una especie de comienzo que parece excluir la posibilidad misma del Gulag. Sigue tratándose de un singular universal, pero de un singular que está de alguna manera ausente de sí mismo, un singular diferido, diferenciado.
Lo que me interesaba era, en el fondo, esa especie de doble movimiento. Primero, un movimiento de singularización, un movimiento que consiste en arrancarse de las propiedades características del ser obrero, de las formas enunciativas que se suponen propias de esa condición. Y, segundo, el hecho de que ese arrancarse crea formas de universalización, creaba formas de simbolización que constituyen también la positividad de una figura. Lo que me interesaba era ese juego entre negativización y positivización. Lo que me interesaba era pensarlo precisamente como una identificación imposible, puesto que la revolución intelectual que ahí se ponía en juego era, de entrada, un trabajo de desidentificación. Los proletarios en cuestión eran personas que intentaban constituirse a ellos mismos como seres hablantes, como seres pensantes plenamente. Pero esta tentativa de romper las barreras entre los que pensaban y los que no pensaban era necesariamente, al mismo tiempo, la constitución de una especie de simbólico común, amenazado constantemente por una nueva positivización. Así pues, no podía decirse que había existido en algún lugar un auténtico movimiento obrero que habría podido escapar de toda forma de positivización, de degradaciones diversas.
Quise mostrar que esas formas de subjetivación, de desidentificación, siempre estaban acechadas por el riesgo de recaer en una positivización identitaria: bajo la forma de concepción corporativa de clase o de constitución de un cuerpo glorioso de la comunidad de productores. No se trataba, por tanto, de oponer algo que habría sido un verdadero proletario al proletario de los marxistas o al de la degeneración corporativista, sino de mostrar cómo esa figura de subjetivación es una figura constantemente inestable, atrapada permanentemente de alguna manera entre el trabajo de desincorporación simbólica y la constitución de nuevos cuerpos.
Usted presenta a veces la práctica política como una especie de innovación ex nihilo, como la constitución de un nuevo mundo, incluso si se trata de un mundo extremadamente frágil, incierto o efímero. ¿No habría que pensar la innovación política con sus condiciones de posibilidad, es decir, por el lado de la política, el papel que desempeñan las instituciones cívicas, las organizaciones del Estado, el espacio público abierto, en Atenas, en Francia, por la instauración de la República, etcétera; y, por el lado lingüístico, la condición preliminar de una igualdad de las competencias, de un verdadero reparto simbólico, justamente? Supongo que estas serían las objeciones de un pensador en la línea de Habermas. En resumen, ¿qué viene antes, el pueblo o el ciudadano?
No sé si podemos afirmar que una cosa viene antes que la otra, puesto que las cosas actúan mucho por retroacción. Hay una inscripción ciudadana porque hay un movimiento que fuerza esta inscripción, pero el movimiento que fuerza esta inscripción es un movimiento que precisamente siempre se refiere, más o menos, a una especie de preinscripción. Los hombres libres e iguales en derechos ya siempre deben existir para poder ser proclamados y para que pueda forzarse su inscripción legal, pero yo diría que esta igualdad o esta libertad de derecho no produce nada por ella misma. Esta inscripción es algo en la medida en que define una posibilidad, en la medida en que hay un movimiento efectivo que puede arraigarse y que puede, por tanto, dar actualidad a esa forma de retroacción.
Así pues, para mí, la pregunta «¿Podemos remontar a los orígenes?» no da pie a esperanza alguna. Si consideramos la democracia moderna, está claro que funciona recurriendo a una inscripción antecedente. Siempre hay una inscripción detrás, ya sea la inscripción de 1789, la revolución estadounidense o la inglesa, el cristianismo, las ciudades antiguas u otras similares. En consecuencia, el problema no tiene solución. Respecto al origen de los orígenes, podemos concebirlo de diversas maneras. Puede ser una antropología originaria de lo político, pero debo confesar que no me siento ni con la fuerza ni con las armas necesarias para llevarla a cabo. Una condición trascendental. Pero esta condición trascendental solo funciona, para mí, en un proceso de demostración retroactiva. No tengo una respuesta en términos de origen efectivo real y no creo que podamos enunciar algo como una condición trascendental para que haya pueblo en general.
No obstante, usted insiste en el postulado de la igualdad que existe cuando la gente habla, cuando la gente se considera igual en tanto que gente que habla. Pero ¿no establece esta igualdad, al mismo tiempo, las condiciones de una desigualdad entre los que hablan mejor o peor? Siempre se da una igualdad abstracta entre los jugadores que participan en un mismo juego y que obedecen a las mismas reglas; sin embargo, ello no impide que haya vencedores y vencidos. ¿Se trata de una verdadera igualdad o, más bien, de una especie de inclusión presupuesta en toda participación en un juego y, por tanto, de una simple similitud formal?
No se trata simplemente de una similitud formal. Es la necesidad de un mínimo de igualdad de competencia para que el juego sea jugable. Es un poco lo que dije en El desacuerdo retomando a Jacotot, es decir, que es necesario un nivel de igualdad lingüística mínimo para que la orden sea transmitida y ejecutada. Este es el problema que atormenta a Aristóteles: es necesario que el esclavo entienda lo que se le dice. Aristóteles lo soluciona diciendo que el esclavo participa del lenguaje bajo el modo de la comprensión, pero no bajo el modo de la posesión. Distingue una especie de sentido fuerte de posesión del lenguaje, opuesto a su simple uso. Pero ¿qué es esa posesión, esa hexis que se opone en Aristóteles al simple hecho de comprender? Es una pregunta que Aristóteles no responde.
No comparto el irenismo del lenguaje como una especie de patrimonio común que nos permitiría a todos ser iguales. Lo que afirmo simplemente es que los juegos de lenguaje, y especialmente los juegos de lenguaje que instituyen una dependencia, suponen un mínimo de igualdad de competencia para que la desigualdad misma funcione. Esto es todo lo que estoy diciendo. Pero no justamente para fundar la igualdad, sino para mostrar precisamente que esa igualdad solo funciona de manera polémica. Si esa igualdad es trascendental, este trascendental no tiene ninguna consistencia que no sea en los actos que manifiestan su eficacia.
¿No hay acaso un aspecto casi trascendental –o en cualquier caso transhistórico– en la idea de que el agente político, el agente universal, esté siempre del lado de los que no están contados en la organización social, del lado de los que no se incluyen en la totalidad y, por tanto, de los que constituyen una parte de los que no tienen parte y se afirman como encarnación del interés universal?¿Son los ejemplos que usted trata (la democracia en Atenas, 1789, la singularidad proletaria, etcétera) las instancias de una regla general? ¿Por qué la política solo puede proceder cuando hay afirmación de la universalidad de los excluidos? ¿Y qué es lo que le permite tener la esperanza de que esa será la regla de los conflictos políticos de hoy o de mañana? En Estados Unidos, por ejemplo, están tan encerrados entre el poder abstracto del mercado y las diferentes protestas comunitarias o identitarias que es muy difícil concebir un verdadero pensamiento de lo universal.
No se trata de una cuestión de esperanza, es una cuestión de definición de lo que puede llamarse política. Lo que afirmo es simplemente que hay muchos tipos de formas de gobierno, que hay muchos tipos de formas de dominación, de modos de gestión y que, si la política tiene algún sentido –y un sentido que podamos descifrar a través de todo lo que se ha intentado elaborar como lo específico de lo político–, creo que es precisamente este: que hay un todo que se constituye de una manera que no es la colección de las partes existentes. P...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Presentación: El tiempo de la igualdad
  5. ¡Y peor para los que estén cansados!
  6. Política de la escritura
  7. Historia de las palabras, palabras de la historia
  8. ¿Es la política solo policía?
  9. Los hombres como animales literarios
  10. Xenofobia y política
  11. ¿Biopolítica o política?
  12. La política no es coextensiva ni a la vida ni al Estado
  13. ¿Pueblo o multitudes?
  14. La comunidad como disentimiento
  15. Política y estética
  16. Preguntas a Jacques Rancière
  17. Universalizar las capacidades de cualquiera
  18. El nuevo discurso antidemocrático
  19. Los territorios del pensamiento compartido
  20. Otro tipo de universalidad
  21. Construir los lugares de lo político
  22. Bibliografía de Jacques Rancière
  23. Índice analítico
  24. Notas
  25. Más información