Generaciones
eBook - ePub

Generaciones

edad de la vida, edad de las cosas

  1. Spanish
  2. ePUB (apto para móviles)
  3. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Generaciones

edad de la vida, edad de las cosas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

La división de la vida en juventud, madurez y vejez daba más peso a la madurez, como símbolo de la plenitud de la persona. Pero en la actualidad la juventud y la vejez se han dilatado y la madurez ha encogido. Los jóvenes permanecen más tiempo en casa, los viejos buscan una segunda juventud y a menudo siguen siendo productivos después de la jubilación. También a causa de la crisis del Estado del bienestar, ha cambiado la trama de la existencia individual y de las relaciones de solidaridad entre las diversas etapas de la vida. Se debilitan los vínculos sociales y la confianza entre las generaciones. ¿Podrá establecerse entre ellos un nuevo pacto, más equitativo y con visión de futuro?

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Generaciones de Bodei, Remo en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Filosofía y Historia y teoría filosóficas. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2016
ISBN
9788425434594
1. Las tres edades de la vida
1. Entre juventud y vejez existe una simetría inversa: los jóvenes tienen poco pasado a sus espaldas y mucho futuro por delante; los viejos, por el contrario, tienen mucho pasado a sus espaldas y poco futuro por delante. Ante los jóvenes se despliegan las esperanzas, a los viejos no les quedan más que los recuerdos. En los primeros el futuro se abre a lo posible y, en la imaginación, se puebla de expectativas y de deseos; en los segundos el pasado supera las otras dimensiones del tiempo, mientras el presente se desliza, necesariamente y con un movimiento acelerado, hacia un futuro próximo en el que el mundo seguirá existiendo sin ellos.
Entre las distintas y tradicionales divisiones de la vida humana —además de la que contempla cuatro partes, siguiendo las estaciones del año, y de otras que, como en las estampas populares, distinguen hasta seis y ocho fases— domina la que se articula en juventud, madurez y vejez. El motivo de su clara preponderancia (extendida metafóricamente también al ciclo vital de las naciones y de las civilizaciones) procede de la repetida experiencia cotidiana del curso del sol: salida, cenit, ocaso. En esa división, la preferencia se asigna normalmente a la madurez, símbolo de plenitud, de glorioso mediodía, de cumbre de la parábola de la existencia y de objetivo alcanzado, equilibrio feliz entre memoria del pasado y proyección en el futuro. Según las palabras de Shakespeare, la madurez es «todo»,1 aunque si leemos a Oscar Wilde, «ser inmaduros significa ser perfectos»,2 no renunciar nunca a nuevos cambios.
La juventud es, por lo general, inmadura, inexperta, impetuosa, está colmada de deseos. La vejez, en cambio, es a menudo melancólica, resen­tida, irritable, temerosa y débil (etimológicamente, el viejo es «imbécil», porque tiene necesidad de apoyarse en un bastón, in baculo). La primera pasa rápidamente, avanza a grandes zancadas, movida por fuertes instintos y pasiones; la segunda —extenuadas o reducidas las energías propulsoras— se mueve, incluso físicamente, «a cámara lenta», arrastrando los pies hacia el pa­sado, la única dimensión del tiempo que le pertenece por completo y que todavía considera suya, mientras que el futuro, más aún que en otras edades, se cierne desvaído o amenazador. Al intentar atribuir retroactivamente un significado a la propia existencia, el viejo se da cuenta de que se halla ante una empresa imposible: «Tras haber intentado dar un sentido a la vida, adviertes que no tiene sentido plantearse el problema del sentido, y que la vida debe ser aceptada y vivida en su inmediatez como hace la gran mayoría de los hombres. ¡No hacía falta tanto para llegar a esta conclusión!».3
Mientras los jóvenes aspiran por lo general a conseguir bienes materiales e inmateriales, los viejos viven bajo el signo del agustiniano metus amittendi, del miedo a perderlo todo, de avanzar en el crepúsculo hacia lo desconocido o, tal vez, hacia la nada. Al comprobar, afligidos, que las energías del cuerpo y del espíritu desfallecen, experimentan una imparable hemorragia de vida. Por eso a menudo se confían a Dios, repitiendo inconscientemente las palabras del Salmista: «No me arrojes, llegado a la vejez, / ni al faltarme las fuerzas me abandones» (Sal 71,9-10). Sienten que la vida huye, con un movimiento tanto más acelerado cuanto más descienden al shakesperiano «valle de los años». Su miedo es entonces más inquietante que el de los más jóvenes, ya que —como advertía a comienzos del siglo XVIII Madame de Lambert en su Traité de la Vieillesse— son más conscientes de que «nous ne vivons que pour perdre» [«nosotros vivimos para acabar»].4
Esta distinción en tres franjas de edad, ela­borada teóricamente por Aristóteles en la Retórica, me servirá de piedra de toque para comparar en primer lugar los cambios producidos en nuestra actual división de las edades de la vida. Examinémosla más de cerca. Para Aristóteles, los jóvenes «viven la mayoría de las cosas con esperanza; porque la esperanza mira a lo que es fu­turo, mientras que el recuerdo mira al pasado». Los viejos, por el contrario, no gozan del mismo modo de esta pasión: «Y son amantes de la vida, y más hacia su último día, porque el deseo tiene por objeto lo que no está o no se tiene, y aquello de que se carece se apetece más».
La plenitud, el luminoso y sereno mediodía de la vida del individuo, está en el punto medio, en la madurez, ya que la juventud peca por exceso y la vejez por defecto: «Cuanto de bueno se reparte entre la juventud y la ancianidad, todas las cosas que poseen unos y otros, todas las tiene también el hombre maduro, y de las cosas que a unos les sobran y a otros les faltan, posee lo que es moderado y adecuado».5
Como observó agudamente Maquiavelo en sus Discursos, el juicio sobre el pasado se modifica al mismo tiempo que nosotros, varía con la variación de nuestros apetitos y con el desarrollo de nuestra experiencia. Lo demuestra el ejemplo de los viejos y de todos los «defensores» de las cosas pasadas, acostumbrados a «alabar» el tiempo que fue y a «criticar» el presente. Su actitud, añade Maquiavelo, solo sería justificable si los viejos conservaran las mismas pasiones y los mismos intereses de su juventud: «Así sería si los hombres conservaran toda su vida el mismo juicio y tuvieran las mismas pasiones; pero variando aquel y estas, y no el tiempo, no puede parecerles este lo mismo cuando llegan a tener otros gustos, otros deseos y otras consideraciones en la vejez que en la juventud. Con la edad van perdiendo los hombres las fuerzas y aumentando su prudencia y su juicio, y necesariamente lo que les parecía en la juventud, soportable y bueno, en la ancianidad lo tienen por malo o insufrible; no es, pues, el tiempo lo que cambia, sino el juicio».6
En épocas normales y pacíficas, el «hombre circunspecto», esto es, prudente y maduro de juicio y de edad, puede llegar a gobernar felizmente sus diferentes situaciones. Pero en épocas difíciles o de mutaciones rápidas, tiene más éxito el «impetuoso», el joven, que por naturaleza está abierto a lo nuevo, dotado de mayor osadía y de menor respeto por el pasado y por el presente. De ahí la tan famosa conclusión de Maquiavelo: «Yo creo firmemente esto: que es mejor ser impetuoso que circunspecto, porque la fortuna es mujer, y es necesario, queriéndola doblegar, someterla y golpearla. Y se ve que se deja vencer más fácilmente por estos que por los que actúan con frialdad; ya que siempre, como mujer, es amiga de los jóvenes, porque son menos circunspectos, más feroces y la dominan con más audacia».7
Aunque en las culturas tradicionales la vejez generalmente ha sido exaltada (decía Demócrito que «la fuerza y la belleza son atributos de la juventud; pero la flor de la vejez es la mode­ra­ción»),8 la juventud siempre ha sido elogiada por su belleza y energía, y no desde luego por su sensatez, y ha sido añorada en cuanto uno percibe que el color rosado y fresco del rostro y de los miembros (el lumen iuventae purpureum y el verecundus color) empieza a amarillear y a apergaminarse.9 Por esto, cuando uno se hace viejo, a menudo siente estupor y le embarga un absurdo sentimiento de incredulidad al constatar el cambio que se ha producido en sus rasgos: «¡Ay!, clamarás, al verte en el espejo, ¡oh Ligurino!, en mutación tan brusca: ¿Por qué, cuando más joven, no me rendí al amor, que ahora me turba? ¿O por qué ahora, cuando al fin me rindo, no vuelve a mis mejillas su frescura?».10
Frente a los tradicionales elogios a la vejez (de Cicerón a Mantegazza) como edad en que se ha alcanzado la sabiduría, también es Maquiavelo el primero en comprender que en épocas caracterizadas por la «gran variación de cosas que se han visto y se ven cada día, más allá de cualquier humana conjetura»,11 los viejos por lo general saben comprender menos su propio tiempo (y actuar en consecuencia) que los jóvenes. Debido a su menor flexibilidad para adaptarse a lo nuevo, se quedan tanto más rezagados cuanto más velozmente se desarrollan la sociedad y la cultura.
Como ya observaba Durkheim, el respeto por los viejos «se va debilitando con la civilización. Muy desenvuelto en otros tiempos, redúcese hoy a algunas prácticas corteses inspiradas en una especie de piedad. Más que temer a los viejos se les compadece. Las edades están niveladas. Todos los hombres que han llegado a la madurez se tratan casi como iguales. A consecuencia de esta nivelación las costumbres de los antepasados pierden su ascendiente pues no tienen cerca del adulto repre­sentantes autorizados».12
2. Es bien sabido que la memoria se pierde, si no se ejercita o si estuviera enferma;13 pero también es fácil constatar que los viejos recuerdan más los hechos que pertenecen a un pasado remoto que los acaecidos recientemente. Este último fenómeno fue estudiado y analizado, en 1881, por el médico filósofo Théodule Ribot en su libro sobre las enfermedades de la memoria, donde sostenía, desde un punto de vista evolutivo, que los estratos más recientes de la conciencia y del cerebro (la corteza cerebral) son los más inestables, mientras que los elementales y arcaicos son más resistentes y duraderos y menos susceptibles de disolución. Lo que es complejo desaparece más fácilmente frente a lo que es más simple o menos vinculado a la experiencia de la repetición. Por consiguiente, los recuerdos más antiguos se conservan mejor que los más recientes, según afirma la todavía hoy célebre «ley de Ribot», citada a menudo en relación con una forma típica de amnesia senil: «Hemos demostrado que la destrucción de la memoria sigue una ley [...]. Es una regresión de lo más nuevo a lo más antiguo, de lo complejo a lo simple, de lo voluntario a lo automático, de lo menos organizado a lo más organizado. La exactitud de esta ley de regresión está comprobada por los casos, bastante raros, en que la disolución progresiva de la memoria va seguida de curación; los recuerdos se rehacen en el sentido inverso de su pérdida».14
Respecto a la experiencia vivida, Norberto Bobbio reformuló así la teoría de Ribot: «El viejo vive de recuerdos y para los recuerdos, pero su memoria se debilita día tras día. El tiempo de la memoria avanza al contrario que el real: los recuerdos que afloran en la reminiscencia son tanto más vivos cuanto más alejados en el tiempo estén aquellos sucesos. Pero sabes también que lo que ha quedado, o lo que has logrado sacar de aquel pozo sin fondo, no es sino una parte infinitesimal de la historia de tu vida».15
Cuando prevalecen las reminiscencias y el pasado domina sobre el presente, cuando la mayoría de las personas que se han conocido está muerta, una immensa vivendi cupido16 invade sobre todo a los viejos que, pese a sentir que la vida huye inexorablemente de su cuerpo y la lucidez abandona tal vez su mente, no se consideran tan mayores como para no creer que pueden vivir todavía un año más.17
3. Esa subdivisión de la vida en tres estadios se ha mantenido prácticamente sin cambios durante milenios. Las primeras grietas en esta partición no aparecen hasta finales del siglo XVII, cuando, una vez concluido el ciclo de las grandes epidemias de peste y de lepra, la población europea empezó a crecer y los niños ya no morían prematuramente con la misma frecuencia de antes. Es en esta fase histórica cuando, por el hecho de vivir más años, se vuelven más «reconocibles», y es en este período cuando la infancia empieza a distinguirse claramente del conglomerado de la juventud.18 Además, mientras que en las épocas anterior y posterior a la primera Revolución industrial los niños de entre seis y diez años se integraban en el núcleo familiar gracias, sobre todo, al trabajo precoz al que estaban obligados, su relación con los adultos solo adquiere un carácter predominantemente afectivo a partir de las clases medias urbanas del siglo XIX, cuando la edad laboral se retrasa bastantes años.19
Anteriormente, se valoraba poco la infancia. A los antiguos —Cicerón o Agustín—, la mera idea, que atraería a muchos de nosotros, de volver a ser niños les parecía simplemente penosa. Catón, en el ciceroniano De senectute, sostiene: «Y si algún dios me concediera volverme de esta edad a la de niño otra vez, y llorar en la cuna, me resistiría mucho, pues no quiero desde el fin de la carrera volverme otra vez al principio».20 En el siglo XVII el cardenal Pierre de Bérulle, amigo y confesor de Descartes, llegó incluso a afirmar que la verdadera pasión de Jesús no fue tanto la crucifixión como haber sido obligado a pasar por la infancia en su existencia terrenal.
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, y especialmente en la época romántica, la situación dio un vuelco con la exaltación y la idealización de la infancia. Con la aparición de los Tres ensayos sobre la teoría sexual de Freud (1905), y del psicoanálisis en general, se produce una confluencia con la tradición antigua, medieval y protomoderna, al afirmar que los conflictos, las heridas y el sufrimiento interior de los niños indican que esta fase de la vida no representa en absoluto el paraíso perdido y la presunta y tan ensalzada edad de la inocencia. Probablemente sin saberlo, Freud acaba confirmando así la convicción agustiniana de la maldad natural del niño: «Yo he visto y conocido a un niño que aún no sabía hablar. Tan celoso y envidioso estaba que miraba a...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. 1. Las tres edades de la vida
  6. 2. Generaciones
  7. 3. Heredar y restituir
  8. Información adicional
  9. Información adicional