El gobierno de las emociones
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El gobierno de las emociones

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El gobierno de las emociones

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¿Qué lugar ocupan la vergüenza, el miedo, la compasión, la confianza o la autoestima en la formación de la personalidad moral? ¿Nos gobiernan las emociones? ¿Son positivas para el discurso político? ¿Sería ética una soberanía del sentimiento? Victoria Camps lleva a cabo un estudio de las emociones para descubrirnos que los afectos no son contrarios a la racionalidad, sino que, por el contrario, sólo desde ellos se explica la motivación para actuar racionalmente. Sólo un conocimiento que armonice razón y sentimiento incita a asumir responsabilidades morales.

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Información

Año
2012
ISBN
9788425429613

1

¿Qué son las emociones?

El mundo del hombre feliz es distinto del mundo del hombre
desgraciado.
WITTGENSTEIN
Aunque hoy se hable mucho de las emociones, éste no es un concepto que forme parte del acervo tradicional de la filosofía. Los filósofos se han referido mucho a las pasiones, a los sentimientos, a los afectos, centrales estos últimos en la Ética de Spinoza, o en el Tratado de Descartes sobre las pasiones, a las que llama «afecciones del alma». En todos los casos, el término en cuestión evoca algo que el individuo padece, que le sobreviene, que le afecta y que no depende de él. El Diccionario de la Real Academia Española dice, tanto de los sentimientos como de las emociones, que son «estados de ánimo». No es una definición que aclare gran cosa, pero, cuando menos, establece una similitud entre el significado de ambos términos, el sentimiento y la emoción. Los psicólogos y los neurólogos afinan algo más y suelen vincular las emociones y los sentimientos en una secuencia en la que primero se dan las emociones, las cuales producen o son a su vez síntoma de la existencia de ciertos sentimientos. «Si las emociones se presentan en el teatro del cuerpo, los sentimientos se representan en el teatro de la mente», escribe Damasio.1
Uno se sonroja o se le llenan los ojos de lágrimas, y ello significa que estamos sintiendo vergüenza o tristeza. Los filósofos, en cambio, se interesan por las emociones, los sentimientos o las pasiones, desde el punto de vista de la relación que puedan tener con la razón.2 Hoy abunda la tendencia a considerar que existe entre lo sensible y lo racional un continuo, siendo difícil separarlos. Es la tesis de Ronald de Sousa, quien defiende que «la función de la razón es llenar los huecos dejados por la razón pura en la determinación de la acción o creencia».3 De opinión parecida es otro estudioso de las emociones, Robert C. Solomon, que atribuye a las emociones la función normativa y proactiva que siempre se adjudicó en exclusiva a la razón: «Las emociones son racionales y propositivas más que irracionales y disruptivas, se parecen mucho a las acciones, escogemos una emoción como escogemos una línea de acción».4 Las emociones no son algo que me ocurre, sino algo que yo hago.
Desde dicha perspectiva, la filosófica y, en concreto, la de la filosofía práctica, es desde la que me propongo abordar el tema. Desde Platón, y con hitos clásicos, como el de Descartes, la filosofía ha tendido a contraponer la racionalidad al sentimiento, dando por lo general preponderancia a la facultad racional sobre la facultad desiderativa de la que nacen las pasiones, los afectos o las emociones. El énfasis puesto en las emociones en la actualidad pretende revertir o, cuando menos, matizar esa tendencia mostrando que es simplista y falsa. Lo hace, sin embargo, con el peligro de despreciar la función de la razón o de quedarse en el nivel más superficial de lo emotivo. Mi hipótesis de partida es que la ética no puede prescindir de la parte afectiva o emotiva del ser humano porque una de sus tareas es, precisamente, poner orden, organizar y dotar de sentido a los afectos o las emociones. La ética no ignora la sensibilidad ni se empeña en reprimirla, lo que pretende es encauzarla en la dirección apropiada. ¿Apropiada para qué? Para aprender a vivir, que es, al mismo tiempo, aprender a convivir de la mejor manera posible. En el encauzamiento de las emociones tiene una parte importante la facultad racional, pero no para eliminar el afecto, sino para darle el sentido que conviene más a la vida, tanto individual como colectiva. Con esa concepción de la ética de la que parto y doy por buena no estoy descubriendo nada nuevo. Es la que propuso Aristóteles, quien, por otra parte, fue el primer filósofo que se ocupó de sistematizar la ética en una teoría de las virtudes.
Otros filósofos, como Spinoza, Hume y Adam Smith, realzaron y potenciaron también el papel de los sentimientos como núcleo, incluso como fundamento, de la moral. Todos ellos coinciden en poner de relieve la escasa capacidad de la razón por sí sola para mover a la acción, así como la consiguiente necesidad de que el pensamiento racional afecte a la persona, que los principios y las normas se incorporen de tal forma a su manera habitual de ser que produzcan sin demasiado esfuerzo los efectos deseados en la práctica. Se trata, en definitiva, de conseguir que el bien y los deseos coincidan hasta el punto de que no haya diferencia entre ambos. Se trata, dicho de otra forma, de reconciliar lo que, en principio, parece irreconciliable, a saber, que sea posible que la persona quiera hacer lo que le cuesta y no le apetece hacer. O se trata de poder aceptar sin que nada chirríe la célebre aseveración de Spinoza según la cual «no deseamos las cosas porque son buenas, sino que son buenas porque las deseamos». En definitiva, la conjunción de razonamiento y emociones busca un equilibrio emocional que no es pura y simplemente el resultado de una imposición o represión de la razón sobre la emoción. Lo dice muy bien Ignacio Morgado en una excelente exposición de tal equilibrio: «No imponemos la razón a los sentimientos, sino que utilizamos aquélla para cambiar nuestras emociones y la conducta que de ellas deriva».5 Efectivamente, razonando se generan nuevas emociones que suplantan a las que en principio producían sentimientos perturbadores e incovenientes para el bienestar psíquico de la persona.
De las diferentes teorías establecidas para entender y explicar las emociones, la que prevalece y se impone es la llamada «teoría cognitivista», según la cual las emociones tienen un sustrato cognitivo y no meramente sensitivo. La teoría no es en absoluto nueva, pues fue Aristóteles el primero que vinculó las emociones al conocimiento. En la Retórica se refiere a las emociones como «aquellos sentimientos que cambian a las personas hasta el punto de afectar a sus juicios».6 Pero también dirá que los juicios o cogniciones afectan a las emociones y son la causa de que éstas tengan lugar. Hay que profundizar en esa causalidad de las emociones, averiguar qué las produce, con el fin de potenciarlas o evitarlas para que la emoción se dé cuando le convenga al sujeto. También la Ética de Spinoza desarrolla una teoría cognitivista de los afectos, puesto que, como veremos, éstos van siempre acompañados de una idea de los mismos. Esa idea, que es la explicación que nos damos a nosotros mismos de lo que sentimos, puede ser adecuada o inadecuada, según se refiera o no a la causa real del afecto. Hume, a su vez, con su teoría de que el conocimiento se origina en las impresiones sensibles, a partir de las cuales nos formamos ideas de las cosas, incide, asimismo, en el carácter cognitivo que revisten las impresiones sensoriales. Sea como sea, la teoría cognitivista es la que recoge la simbiosis entre sentimiento e intelecto, cuerpo y mente, que ahora intentamos recuperar. Una simbiosis difícil de encontrar de forma satisfactoria en las filosofías dualistas, como la platónica o la cartesiana, para las que a la mente le corresponde pensar y al cuerpo, moverse y actuar siguiendo las órdenes de la mente. Consagran tales filosofías la concepción que muy bien supo ridiculizar Gilbert Ryle, varios siglos más tarde, como la del «fantasma en la máquina». La teoría sensitiva, no cognitivista, de William James es muy similar a la de Descartes. Para ambos, la realidad exterior es la que provoca los cambios corporales que dan lugar a la emoción. La concepción de James se resume en la conocida afirmación «No lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos». Lo determinante es fisiológico.7
Según las teorías cognitivistas, por el contrario, la estructura de las emociones está constituida por creencias, juicios o cogniciones, además de por los deseos. Así lo entiende, por ejemplo, Donald Davidson, quien pone de manifiesto que la acción humana se explica a partir de unos deseos o «pro-actitudes» y a partir de unas creencias. De un modo parecido, Justin Oakley, en un libro dedicado a las emociones y la vida moral, define a las emociones como «un complejo de afectos, cogniciones y deseos».8 Emociones como el miedo o la compasión consisten, en efecto, en modificaciones corporales o psíquicas que indican que hemos visto, oído o adivinado algo que nos afecta, que produce en nosotros una suerte de conmoción en principio física: un susto, un sobresalto, una mueca de disgusto, un temblor. Aunque la afección de entrada es corporal y está provocada por algo externo a nosotros, en el fondo de ella yace algún pensamiento o creencia relativo a lo que acabamos de percibir, y que nos lo señala como algo temible o digno de atención. Por eso, porque sentimos que estamos ante algo que es una amenaza o algo que suscita nuestra empatía, de la emoción sentida deriva una tendencia a actuar, el deseo de evitar o, por el contrario, de mantener aquello que la ha causado. El temor a que me roben, a perder el trabajo, a perder las amistades, a tener un cáncer, se funda en creencias derivadas de experiencias propias, ajenas o divulgadas con profusión hasta convertirse en un lugar común. Esas creencias, perfectamente fundadas en muchos casos, son las que provocan el miedo y las que alimentan a su vez el deseo de evitar el daño. Todos los sentimientos se explican por conocimientos o creencias que las sustentan. La pasión amorosa se basa en la creencia de que la persona amada lo tiene todo, se puede confiar en ella, es atractiva, es interesante y guapa, por lo que uno desea que esa creencia no se frustre, sino, al contrario, se refuerce por el contacto con la persona querida. Las emociones pueden proceder de creencias o cogniciones equivocadas, de hecho, muchas veces ocurre así. En cualquier caso, la causa de una emoción determinada es siempre una cierta visión de las cosas que genera rechazo o deseo de permanencia.
Tanto el componente cognitivo de las emociones como el desiderativo interesan especialmente para la perspectiva moral sobre las mismas. Nos importa saber qué las provoca y cómo influyen en la conducta, qué creencias las alimentan y qué motivaciones para actuar derivan de ellas. Desde tal punto de vista, las emociones han sido definidas también como «disposiciones mentales» que generan actitudes.9 Su vinculación con el deseo las convierte, efectivamente, en disposiciones a obrar, que proporcionan a la persona una orientación, la cual viene dada por las creencias que uno tiene sobre la realidad, y se proyecta hacia un objetivo propiciado por el deseo. Las creencias proveen a la persona de una «imagen del mundo que habita», mientras los deseos le proporcionan «objetivos o cosas a las que aspirar». El puente que vincula las creencias al deseo es el estado emotivo. Dicho de otra forma, las creencias crean un mapa del mundo y los deseos apuntan a recorrerlo o, por el contrario, a evitarlo. Es más, si las emociones tienen que ver con una forma determinada de entender el mundo y provocan un comportamiento reactivo consecuente con esa visión, las emociones presuponen una «cultura común», un sistema de creencias y prácticas compartidas.10 Es decir, que sentimos y nos emocionamos de acuerdo con el entorno en el que hemos nacido y en el que vivimos.
Desear un objetivo no es conseguirlo. Por ello, los deseos suelen quedar satisfechos o frustrados, lo que hace que se desarrolle en nosotros una determinada actitud hacia aquello que ha originado la satisfacción o la frustración. Si el amor es correspondido, se fortalece y genera optimismo hacia la vida en general; si no lo es, produce decepción, desengaño y malhumor también generalizados. Cuanto más potente es el deseo, más empapa el conjunto de la existencia. De ahí que una de las maneras de gobernar las emociones sea evitar que las aspiraciones de uno se concentren en una sola cosa. Una postura sabia tras un deseo frustrado es procurar que tal deseo, en circunstancias similares, no vuelva a producirse, lo cual, en algunos casos, significará modificar, asimismo, la creencia que suscitó la emoción y el deseo subsiguiente. La persona amada deja de tener las cualidades maravillosas que le suponíamos y se muestra como la suma de todos los defectos, el viaje prometedor acaba enfureciéndonos con la agencia de viajes que nos lo vendió como inigualable. De esta forma, la suma de deseos satisfechos o frustrados contribuye a modificar las fuentes cognitivas que los generaron y a hacer que lo que, en principio, nos afectaba en sentido positivo deje de hacerlo si las expectativas se han frustrado. Esta sucesión de actitudes positivas o negativas se refleja en el comportamiento de cada uno y, a la larga, conforma eso que llamamos «carácter».
Emociones positivas y negativas
Si las emociones son disposiciones mentales que generan actitudes –dicho de otra forma, son maneras de ser–, no tiene mucho sentido referirnos a ellas como algo que el individuo padece y, por lo mismo, le impide actuar como él quisiera. Jon Elster tiene un estudio amplio sobre las emociones y la racionalidad o la irracionalidad de las mismas. Parte de la convicción de que es equivocado preguntarse si las emociones son acciones o pasiones. Seguramente tienen un componente pasivo, en la medida en que le sobrevienen al sujeto, pero tienen también un componente activo, porque incitan a reaccionar de la forma que sea. En consecuencia –propone Elster–, habrá que verlas como racionales o irracionales, o como apropiadas o inapropiadas, teniendo en cuenta que la explicación para considerarlas de un modo u otro es que contribuyan o no al bienestar subjetivo de la persona que experimenta la emoción. La perspectiva desde la que Elster analiza el tema no es exactamente la de la ética. Por eso se refiere únicamente al bienestar subjetivo y n...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Cita
  4. Agradecimientos
  5. Índice
  6. Introducción
  7. 1. ¿Qué son las emociones?
  8. 2. Aristóteles. La construcción del carácter
  9. 3. Spinoza. La fuerza de los afectos
  10. 4. Hume. El sentido moral
  11. 5. Sin vergüenza
  12. 6. La compasión frente a la justicia
  13. 7. La indignación y el compromiso
  14. 8. Las razones del miedo
  15. 9. La falta de confianza
  16. 10. La construcción social de la autoestima
  17. 11. ¿Tristes o enfermos?
  18. 12. La educación sentimental
  19. 13. Los afectos políticos
  20. 14. La fuerza emotiva de la ficción
  21. Bibliografía
  22. Notas
  23. Más información