Libertad y límites. Amor y respeto
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Libertad y límites. Amor y respeto

Lo que los niños necesitan de nosotros

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Libertad y límites. Amor y respeto

Lo que los niños necesitan de nosotros

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Cuando hablo por primera vez con alguien sobre el tema de una «educación libre », es lo más común que enseguida surjan objeciones más o menos apasionadas sobre la «necesidad de límites». Pero las preguntas sobre este tema tampoco disminuyen cuando los padres o cuidadores se aventuran a dar sus propios pasos hacia un trato respetuoso con los niños. En sinnúmero de situaciones nuevas y en cada etapa de desarrollo asoman también nuevas dudas e incertidumbres. Para nosotros no es fácil comprender que en realidad los límites pueden tener la función de definir un espacio en el cual se puede actuar con independencia y libertad.

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Información

Año
2012
ISBN
9788425429354
Categoría
Pedagogía

LIBERTAD Y LÍMITES

«Pues bien, si resulta que los límites son necesarios, sólo tienes que decirnos cuáles son los límites que en principio deberían ponerse, a qué edad, de qué manera y cuáles serían las consecuencias si no se cumplen.» Este tipo de peticiones –abiertas o encubiertas– son frecuentemente formuladas por padres que desean ofrecer a sus hijos una vida con la mayor cantidad de libertad posible, pero que en esta tarea se sienten como si estuvieran en una especie de tierra de nadie. Porque ¿quién ha acumulado ya experiencia suficiente con la tan ensalzada libertad? En la mayoría de los casos, cuando éramos niños, la hemos conocido únicamente en situaciones excepcionales: cuando podíamos salir «a jugar fuera» después de haber ter minado los deberes. O al comienzo de las vacaciones, cuando el mundo nos parecía extenso y abierto; o cuando como adolescentes podíamos crear nuestros propios espacios libres; y más adelante, como adultos, quizás una horita por la noche, cuando los niños por fin se habían acostado; durante las vacaciones o el día de la jubilación…
Pero ¿quién conoce la sensación de libertad en la vida cotidiana, libertad en el trabajo o incluso en las guarderías y en todas las actividades que forman parte de la «vida normal»? En realidad, no es de extrañar que la imagen de una «escuela libre» despierte resistencia en mucha gente, y en otras personas quizás una sensación de melancolía, como si oyeran hablar de una isla paradisíaca a la que no se puede llegar o que queda fuera de su alcance. No importa si la reacción despierta un sentimiento de rechazo o es acogida con simpatía, el concepto «libertad» suscita a menudo una imagen de «ausencia de limitaciones» que por un lado nos atrae y por otro nos infunde temor. Esta palabra evoca todo un panorama de arbitrar iedades y al mismo tiempo induce a protestar: «Allí todo el mundo hace lo que le da la gana. De ahí no puede salir nada bueno».
A pesar de ello, el deseo de libertad es considerado como uno de los impulsos humanos más importantes que existen. La historia está llena de episodios que sólo pueden entenderse gracias a esta añoranza. Pero la gran visión siempre ha sido víctima de la cruda realidad que es la vida cotidiana en la que se establecen otras prioridades. De ahí resulta que la falta de experiencia hace que la comprensión de la libertad crezca a duras penas, mientras prospera la creencia en una libertad que podría comprarse con dinero. Por ello, parece aconsejable postergar el deseo de libertad hasta tener las condiciones necesarias para costearla. También los niños son empujados hacia esta vía a edades cada vez más tempranas. Sus espacios libres naturales se van reduciendo visiblemente y a cambio son promovidos en todo lo que «en el futuro puede resultarles de utilidad». Útil para prosperar, es decir, para ganar dinero con el que quizás puedan adquirir un poco de libertad.
Lo malo es que cualquier comprensión, y por tanto también la comprensión de libertad, sólo puede madurar mediante interacción en situaciones concretas. Sin interacción, «libertad» no es más que una palabra nebulosa, una poesía cadenciosa. Podemos pronunciar esta palabra y alegrarnos con su sonido y con las nobles sensaciones que despierta en nosotros. Pero no adquirirá la categoría de concepto hasta que se unan a ella vivencias en las más variadas situaciones y con innumerables variantes. Y dado que la «vida está limitada», hasta que no vivamos la libertad en diversas ocasiones no podremos descubrir ni captar sus múltiples relaciones con los límites.
La libertad figura en el estandarte de todo estado moderno, resulta melodiosa en los himnos nacionales y suena sublime en los discursos públicos. Pero en realidad, no deja de ser un concepto vacío a menos que cada uno cree en su propio ambiente privado –aunque sea con pasos minúsculos– una nueva cultura de libertad. Ello requiere una actividad atenta en el presente, es decir, no postergada, y en consecuencia debería empezarse ya cuando los niños son muy pequeños. Pues justo en ellos presenciamos con mayor claridad la aparente contradicción entre utopía y realidad, entre potencial y ejecución. Como ningún otro ser vivo, los niños pequeños dependen del cuidado y de la dedicación y se encuentran limitados en sus aptitudes. Por ejemplo, su libertad de movimiento está enormemente limitada, y a primera vista parece increíble que sean precisamente estos seres, durante largo tiempo más torpes e incapacitados que cualquier otra cría, los que están destinados a vivir en libertad.
Pero aquellos adultos que durante la interacción con su bebé lactante han aprendido a tener en cuenta y a respetar el acoplamiento casi invisible entre autonomía y dependencia, logran hacer descubrimientos sorprendentes sobre las relaciones entre libertad y límites. No existe la menor duda de que un bebé, para sentirse bien, no necesita una extensión infinita, sino un espacio limitado y protegido. Y sólo cuando se da esta base puede comenzar a utilizar este espacio para desarrollar su autonomía. Es evidente que cuando un bebé tiene la alimentación asegurada o sacia su primera sensación de hambre, comienza a modificar esta interacción vital por medio de sus juegos espontáneos. Lo mismo sucede con la necesidad de un entorno adecuado y protegido que permite desarrollar con pasos diminutos movimientos y acciones propios. Es precisamente mediante esta interacción como el niño, poco a poco, podrá ser menos dependiente y un poco menos libre frente a las condiciones exteriores. De este modo, los límites se desplazan de forma casi imperceptible.
En no pocas ocasiones somos testigos de que adultos en su sed de libertad –por ejemplo, libertad de relaciones y de costumbres anticuadas y libertad para sus hijos– no se responsabilizan de proteger este delicado equilibrio que requiere una base segura que corresponda a la madurez del niño. Así es como llegan a pensar que es totalmente correcto llevar consigo a su hijo pequeño a todos los sitios, incluso cuando podría evitarse: al ruido callejero, al supermercado o a eventos multitudinarios. Si bien es cierto que en estas situaciones es posible que los bebés reciban una gran cantidad de contacto corporal, en contadas ocasiones obtendrán la atención íntegra de sus cuidadores. En este tipo de situaciones, su cuerpecito carece con frecuencia de la base estable que requieren para desarrollar su propio movimiento libre. Además, los sentidos están expuestos a un gran número de impresiones que sobreestimulan al organismo tierno. Muchas de estas vivencias inadecuadas amenazan con adentrarse en el organismo, dificultan su interacción, organizada desde el interior, y le obligan a crear mecanismos de protección contra el medio ambiente. Lo uno y lo otro restringen la experimentación de libertad en la medida en que correspondería a la madurez actual del niño.
Los límites son por tanto imprescindibles para que pueda llegarse a actuar con libertad. Son los puntos de apoyo necesarios para que todo organismo con su capacidad de vivir gracias a sus propias membranas pueda también orientarse en el mundo exterior. Esta imagen puede compararse con los contornos de un rompecabezas sin los que sería imposible componer pieza a pieza un cuadro con sentido. En esta interacción resulta impresionante el fino engranaje entre las limitaciones de las realidades interiores y exteriores y que recuerda a la famosa litografía de M. C. Escher Manos dibujando, en la que una mano derecha y una mano izquierda se dibujan la una a la otra. Gracias a esta interrelación, las estructuras del organismo se conforman y se fortalecen, empezando por el tono muscular, hasta la capacidad de experimentar alegría y sufrimiento o de pensar de forma realista.
Puede verse con toda claridad cómo las estructuras poco desarrolladas o debilitadas perjudican la libertad del organismo y lo hacen dependiente. Cuando, por ejemplo, los músculos no sirven al cuerpo para moverse con autonomía, éste se ve forzado a desplazarse con la ayuda de fuerzas exteriores. Allí donde la madurez emocional aún no se encuentra en estado avanzado, el organismo es arrastrado de un lado a otro entre dependencia y defensa con pocas posibilidades de sentirse contento y a la vez cultivar las relaciones con otros sin perder su autonomía.
Algo similar le sucede a quien no se ha ejercitado en crear comprensión a partir de su propia experiencia, en plantear sus propias preguntas confiando en que las respuestas procedan desde el interior, y aunque vengan del exterior, sean coherentes con su propia estructura mental. Las vivencias propias, es decir, la estructuración de la propia interacción sensomotriz con el medio ambiente, los sentimientos y los pensamientos propios constituyen, por tanto, las condiciones básicas para experimentar la libertad.
Niños que durante sus primeros años de vida no han tenido suficientes oportunidades para estructurar su interacción personal con el medio ambiente, se sentirán infelices, perdidos, todo menos libres en un entorno preparado donde se otorgue libertad. Las reacciones pueden ser muy distintas: dependencia de otro adulto o de otros niños, resistencia o incapacidad de aventurarse en situaciones nuevas. Este tipo de modelos de comportamiento son a menudo la consecuencia de una falta de libertad personal. Esto mismo sucede cuando los niños tienen «tanta libertad» que perjudican la libertad de los demás. Los niños –y naturalmente también los adultos– que nos causan preocupaciones o que son objeto de queja, en el fondo sufren una falta de libertad. En estos casos, las características típicas son «tomarse libertades» que no les corresponden, traspasar los límites de los demás o desatender los suyos propios.
En el trato diario con niños en un entorno libre de exigencias y de disciplina autoritaria, nos resulta relativamente sencillo identificar estas faltas personales de libertad. Me viene a la mente un grupo pequeño de niñas de entre ocho y nueve años que en la actualidad sacamos a colación en prácticamente todas las reuniones de profesores. Estas niñas están unidas entre sí como lapas. Ninguna de ellas es capaz de estar sola ni de dedicarse con calma a una actividad individual y encontrar en ello satisfacción. En cuanto llegan por la mañana lo hacen todo juntas, pero también se estorban las unas a las otras en sus actividades. Con frecuencia entran en conflicto, pero las niñas no permiten que ninguna de ellas se despegue del grupo ni siquiera por un momento. Una niña de diez años que tras mucho reflexionar decidió dejar el grupo, se sentía totalmente infeliz y prefería no ir a la escuela antes que buscar su autonomía en el mismo entorno tan lleno de ofertas y de otros niños.
En las charlas de familia intentamos descubrir el origen de esta dependencia para encontrar junto con los padres nuevos puntos de partida para la convivencia. Normalmente, los motivos no son obvios, sino se componen de los más diversos elementos. Puede que sea una mezcla entre intromisión de los padres desde pequeños, una falta de presencia de los adultos, un entorno insuficientemente preparado para los procesos de desarrollo, discrepancias de los padres o su separación, la intromisión de otras personas en asuntos familiares, un gran influjo de los medios de comunicación modernos y límites que se han establecido de forma inadecuada con demasiada amplitud o con demasiada estrechez. Todos estos elementos son fenómenos bastante comunes en una cultura que sigue padeciendo los achaques de una larga historia de tratos irrespetuosos con los niños.
Hace pocos días nos ha visitado una familia joven de Guayaquil que llena de orgullo nos presentó a su hija de dos años. Para que nosotros también la admiráramos debidamente, la pequeña fue continuamente incitada a responder a las exigencias de sus padres:
–A ver, di cómo se llama tu papá. ¿Qué dices? No te he entendido nada. Ahora sí que te hemos oído.
–Venga, cántanos la canción de los polluelos. Pero bien alto. No, no tan alto.
–¿Quieres comer un poco de pasta? Si no comes nada, te pondrás muy fea.
–Dios mío, ahora ha descubierto los caramelos. No, no puedes comerlos. –Pero ella toma uno–. Bueno, vale, pero sólo ese. –El padre quita el envoltorio del caramelo y se lo mete a su hija en la boca.
–¿Sabe usted? Esta niña nos saca de quicio. Desde que ha aprendido a gatear, no tenemos un momento de paz. –A continuación pasaron a describirnos todas las hazañas que con toda claridad remitían a un entorno no preparado. Entretanto, la niña se precipitó sobre el resto de caramelos, pero los padres no se dieron cuenta porque estaban entretenidos desahogándose con nosotros. Los envoltorios acabaron debajo de la mesa.
–¡Ya basta! –le dice la madre sacándole de la boca el último caramelo.
–¿No te da vergüenza? ¿Qué van a pensar de ti estas personas tan amables? Te he dicho que sólo un caramelo. –Los padres se ríen sin disimular el orgullo que sienten porque su hija parece ser más lista que ellos.
La madre añade:
–La niña ha heredado esta mala costumbre de su padre. Si no me hubiera casado con él, continuaría atiborrándose de golosinas.
Así transcurrió la conversación hasta que el descontento de la niña acabó en una pataleta y en unos llantos que hicieron que los padres acortaran la visita. Esta pequeña escena nos sirvió para tomar conciencia, una vez más, de que nuestra intención de tratar a los niños con cariño y respeto sin miedo a poner unos límites claros se desarrolla dentro de un medio en el que este tipo de comportamiento con los demás resulta a menudo extraño.
Dado que en el ámbito cultural general la relación entre libertad y límites se considera como una contradicción o está tan difuminada que nos faltan puntos de partida útiles para la práctica, queremos intentar acercarnos a este problema desde distintos puntos de vista.
Por ejemplo, la historia de los gansos siberianos que cuenta Hoimar von Ditfurth para mostrar un paso importante de la evolución desde una dependencia completa por esquemas de comportamiento rígidos hacia una creciente libertad. Estos gansos son aves de paso que cada año, en un instante exacto, cuando se produce una relación muy específica entre la duración del día y de la noche, inician su largo vuelo hacia el sur. Pero una destrucción ecológica de su hábitat normal hizo que estos pájaros se asentaran unos ciento sesenta kilómetros más al sur de su lugar original. En este grado de latitud, la relación entre el día y la noche se desvía en catorce días hacia delante. El problema es que en ese período de tiempo, los polluelos que han nacido durante el verano aún no han aprendido a volar. Pero la «orden» de migración, es decir, el programa fijado desde hace tanto tiempo como circuito cerrado, no ha variado a pesar de estas alteraciones exteriores. Así que los gansos echan a volar según su programa inalterable «exactamente en el momento correcto». Pero cuando notan que los polluelos no les acompañan, continúan a pie con los pequeños, lo que hace que caigan exhaustos y sean víctimas de los depredadores. Dos semanas después, los jóvenes que han sobrevivido a esta carrera mortal ya tienen las plumas necesarias, y el triste resto de gansos que ha sobrevivido reanuda ahora el vuelo.
Ditfurth muestra con este ejemplo cuán peligrosos pueden ser los esquemas rígidos para la supervivencia y para el desarrollo cuando las circunstancias se alteran, aun cuando estén perfectamente probadas por una larga evolución. Continúa explicando cómo a partir de este dilema ha crecido la necesidad de una estructura interior más flexible, una estructura neurológica que no contiene ninguna programación previa inflexible y a través de la cual el individuo tiene la posibilidad de aprender de sus propias experiencias, de ponderar circunstancias y relaciones, de adoptar decisiones y de aprender continuamente de ellas. Esta nueva estructura es el «neocórtex» o corteza cerebral, que en los seres humanos ha experimentado un desarrollo inconmensurable. No obstante, la corteza, cuyas funciones infinitamente complejas hacen posible en última instancia la libertad interior, tiene su base en las «estructuras antiguas» con sus circuitos cerrados desde hace millones de años.
Aquí es donde identificamos un aspecto importante de los «límites de la libertad», pues en las estructuras antiguas, por decirlo así, está arraigada la sabiduría y la experiencia de la evolución humana. De esta forma, una persona puede decidir dejar de comer o de beber, pero transcurrido cierto tiempo, esta decisión le llevará a la muerte, ya que no puede ir contra las leyes básicas de la vida orgánica. En el acoplamiento entre las estructuras neurológicas «antiguas» y «nuevas» existe un gran número de umbrales, es decir, relaciones entre realidades físicas, emocionales y mentales que influyen unas en otras.
Durante el crecimiento de un niño, este problema de umbrales resulta especialmente llamativo. Cuanto más pequeño es el niño, más sometido está a la insoslayabilidad de sus necesidades instintivas. Si los adultos no tienen en consideración estas regularidades y necesidades obligatorias y no les prestan la atención necesaria, provocan las más var iadas dificultades y consecuencias negativas. Estas necesidades obligatorias se someten a su vez a un orden estrictamente jerárquico. En primer lugar, e imprescindible para sobrevivir, se sitúa la necesidad de amor y de atención; a continuación las necesidades de alimentación, calor y limpieza; y por otro lado, la necesidad de una interacción con el medio ambiente dirigida desde el interior, sin la cual el potencial humano no podría desarrollarse en su plenitud.
Si reflexionamos una vez más sobre en qué medida depende un niño durante un largo período de tiempo de la dedicación y de la atención, se presenta ante nuestros ojos el drama real de la infancia, ya que todo niño está destinado a desarrollar su capacidad de tomar decisiones propias y así hacerse un hombre propiamente dicho. ¿Es entonces un niño pequeño «menos humano» que un adulto porque sus estructuras para actuar y para pensar por sí mismo aún no han madurado?
Esta pregunta resulta especialmente crítica si tenemos en cuenta que el proceso interior de la toma de decisión presupone capacidades orgánicas y conexiones neurológicas muy específicas. Hace ya algún tiempo que se conocen los estados bioeléctricos del cerebro que nos explican la diferencia entre decisiones personales y acciones inducidas desde el exterior. En una interacción decidida por el propio organismo las mediciones son distintas a las registradas en una actuación determinada o sugerida desde el exterior. [1] Otros estudios [2] señalan que la propia decisión de actuar o de no actuar la toma el corazón, mientras que el cerebro organiza las informaciones necesar ias, las transmite y, a continuación, coordina la ejecución de la acción.
Como toda función orgánica, también esta capacidad de tomar decisiones debe estructurarse y fortalecerse conforme a un plan interior. Y com...

Índice

  1. Cubierta
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Prólogo
  5. Límites y entorno preparado
  6. Inseguridades a la hora de poner límites
  7. Vivir significa estar limitado
  8. ¿Son los límites instructivos?
  9. Libertad y límites
  10. Amor
  11. Respeto
  12. Juegos
  13. Límites y reglas
  14. Procesos de desarrollo
  15. Límites para adultos
  16. Límites en una escuela libre
  17. Bibliografía
  18. Más información