La filosofía de la religión
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¿Para qué vivimos? La filosofía nace precisamente de este enigma y no ignora que la religión intenta darle respuesta. La tarea de la filosofía de la religión es meditar sobre el sentido de esta respuesta y el lugar que puede ocupar en la existencia humana, individual o colectiva. La filosofía de la religión se configura así como una reflexión sobre la esencia olvidada de la religión y de sus razones, y hasta de sus sinrazones. ¿A qué se debe, en efecto, esa fuerza de lo religioso que la actualidad, lejos de desmentir, confirma?

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Información

Año
2014
ISBN
9788425433511
IV
El mundo griego
1. La «religión» griega
A veces nos preguntamos si la religión es un fenómeno griego. Si se duda de ello es porque resulta difícil encontrar un equivalente exacto para el término latino religio. Pero estos equivalentes existen, aunque no sean exactos. Los griegos tienen una noción de piedad (eusébeia), de la que habla Platón en el Eutifrón y en las Leyes, que corresponde no a un estado de espíritu devoto sino a la observación de los ritos y oraciones que exige el culto de la ciudad. Cuando Sócrates sea acusado de impiedad, responderá que, al contrario, siempre ha honrado los cultos de la ciudad.
Aunque el griego no conoce el término «religión», habla fácilmente de «cosas sagradas», en neutro plural (ta hierá; el singular to hierón designa a menudo la víctima sacrificial), o bien de «cosas divinas» (ta theia; Eutifrón, 4 e) o remitiéndose a la piedad (ósion). Esas cosas religiosas remiten al mundo de los dioses, cuya evidencia es reconocida por los griegos, porque de ellos están llenas su naturaleza y su mitología. La experiencia de lo divino (theós) es la experiencia de una potencia superior. A los dioses con frecuencia se los llama los «superiores» (kreíttones) en Homero. A los dioses no se los ve como tales, pero se los puede reconocer por sus efectos.
Lo que hace de una potencia una divinidad es que reúne bajo su autoridad una pluralidad de «efectos», completamente arbitrarios para nosotros, pero que el griego acepta porque ve en ellos la expresión de un mismo poder actuando en los dominios más diversos. Si el rayo y las alturas son de Zeus, se debe a que el dios se manifiesta, en el conjunto del universo, a través de todo aquello que lleva la marca de una eminente superioridad, de una supremacía. (Vernant 2009: 9)
Esta superioridad de lo divino se extiende no sólo a realidades físicas sino también psicológicas, éticas e institucionales. Una pasión que nos arrastra o abandona es obra de un dios: el valor, la serenidad, la cólera, la astucia. En la Ilíada, Apolo infunde valor a Héctor en su combate contra Aquiles, a quien sostiene Atenea, la hija de Zeus. Los dioses se preguntan entonces si el valiente Héctor debe ser salvado. Atenea se impone y la balanza de Zeus se inclina a favor de Aquiles. Cuando Héctor se da cuenta de que su dios le abandona, acepta su suerte y se deja matar.
El pensamiento griego de lo divino no se centra en el sujeto creyente, sino en el poder de lo divino que rige el mundo, pero también en las fuerzas del destino, de la vida y de la creencia. Como ha dicho Walter F. Otto (Los dioses de Grecia, [1929] 2003), el griego ve el mundo como divino y lo divino como mundo. Pero no se trata, sin embargo, de una religión de la naturaleza: «El rayo, la tempestad, las altas cumbres no son Zeus; son de Zeus» (Vernant 2009: 9). El dios es la expresión de un poder superior del que el hombre comprende pocas cosas. Esta separación del mundo de los dioses y de los hombres es esencial y así permanecerá para la filosofía griega de la religión: los dioses son seres inmortales y bienaventurados, mientras que los mortales están sometidos a la muerte, como pobres criaturas que se marchitan después de una breve floración (Ilíada, 21, 464-466).
Esta visión divina del mundo se apoya en relatos que constituyen la rica mitología griega, de la cual no existe una única versión canónica. Las más célebres son las de Homero y la más sistemática es la de Hesíodo, que mostró en su Teogonía cómo el imperio de los dioses olímpicos dirigidos por Zeus se impuso después de un combate de los titanes contra las divinidades más antiguas de la tierra. El mundo pasó así del caos al orden olímpico, instaurado por Zeus, de los últimos en llegar, pero «padre de los dioses y de los hombres», según Hesíodo.
Son sobre todo los dioses olímpicos, Zeus y su progenie, los que serán objeto de culto en la Grecia clásica, pero también se conservaron cultos de divinidades más antiguas, más terrestres e incluso subterráneas. Cada ciudad tendrá sus divinidades tutelares y se les dedicará un culto particular (Atenea vela sobre Atenas y Esparta, mientas que Apolo protege a los troyanos).
Esta «piedad» enlaza con otros cultos de la Antigüedad que tienen su mitología, su teogonía y una experiencia comparable de la potencia de lo divino, pero prepara el camino de la filosofía por lo menos por dos características:
1) los dioses, los olímpicos sobre todo, son responsables tanto del orden de la naturaleza como del orden del alma y del de la ciudad; se supone, pues, que lo real es algo ordenado y «racional», porque está gobernado por los dioses; la filosofía griega surgirá de este reconocimiento de un cosmos regido por la razón, pero le dará un tono menos mitológico;
2) la separación entre el mundo de los dioses y el mundo de los hombres se mantendrá para la filosofía: los dioses griegos son inmortales, están siempre felices, carecen de edad y son sabios, mientras que los hombres son presa de la muerte y no son sabios a no ser que se sometan a la voluntad de los dioses. Hay ahí una diferencia que podríamos llamar metafísica entre el mundo divino, que se caracteriza por su permanencia y su sabiduría, y el mundo humano, planteado como inestable y pasto de opiniones cambiantes. La separación compete a la vez al ser y al conocimiento: de un lado, la estabilidad, la permanencia y el saber; del otro, la inconstancia y la multitud de opiniones.
2. Los filósofos presocráticos y la religión
Poetas como Píndaro y los autores trágicos (Esquilo, Sófocles y Eurípides) no cesarán de recordar el abismo que separa a los inmortales de los mortales. La diferencia principal está en el poder: eternos y bienaventurados, los dioses disponen de todo a su antojo, mientras que la felicidad de los mortales, si la hay, dura poco. Por su inteligencia, su gloria o su alma, algunos tienen rasgos que los asemejan a la divinidad, pero es porque un dios los asiste. ¡Ay de ellos si pretenden oponerse a los designios divinos!
Los primeros «filósofos» no siempre distinguen su visión de esta herencia mítica, pero obtienen de esta última, ante todo, lecciones de sabiduría. Tales, de quien dice Aristóteles que fue el primer filósofo porque intentó explicar todas las cosas a partir de un principio, sostuvo que todo estaba lleno de dioses (pasaje que aplaudirá Platón en sus Leyes). Heráclito, el «oscuro», intenta pensar el lógos, es decir, el «Uno» que siempre es, pero subraya que los hombres son incapaces de comprenderlo tanto antes como después de haberlo oído. Si el conflicto es el padre de todas las cosas, a unos les otorga la forma humana y a otros la forma divina, dando por supuesto que la divinidad posee el entendimiento y que el hombre carece de él (frags. 53 y 78). El hombre será para la divinidad, pues, como un niño, lo mismo que un niño es considerado tal por el hombre. Mientras que para el dios todas las cosas son bellas, buenas y justas, los humanos han inventado la idea de que unas son justas y otras injustas (frags. 79 y 102).
Parménides presupone esta distinción, pero se toma la libertad de poner su propia doctrina en boca de una diosa, artificio que utilizará Platón cuando en determinadas ocasiones recurra a los mitos o a una revelación proveniente de una diosa. En su poema, redactado en hexámetros, como los textos de Homero, de Hesíodo y de Heráclito, trata de un héroe que se deja transportar por la vía llamada de la divinidad y que es conducido ante la diosa Diké (la Justicia, hija de Temis y Zeus, como Atenea), quien guarda una puerta que da al cielo. La diosa le deja entrar, luego el héroe será recibido por otra diosa que le revelará «todas las cosas», tanto el corazón sin temblor de la verdad como las opiniones de los mortales, a las que no hay que dar ningún crédito. Esta revelación de la verdad acaba en una doctrina sobre el ser, que dice que el ser es y que el no-ser no es. Como no puede haber un tránsito del ser al no-ser, son impensables el devenir y el movimiento, que por tanto no existen. Ciertamente, los pobres mortales creen que hay devenir, pero se dejan engañar en este caso por las apariencias y las palabras, de lo que hay que guardarse.
La doctrina de Parménides, lo mismo que el pensamiento heracliteano del lógos, muestra que los filósofos podían apropiarse de su tradición religiosa con una gran libertad. Algunos de estos primeros filósofos criticaron además, con acierto, el antropomorfismo. Jenófanes reprocha a los poetas haber atribuido a los dioses propiedades demasiado humanas: «Si los bueyes y los leones...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Dedicatoria
  4. Índice
  5. Introducción
  6. I. Religión y ciencia moderna
  7. II. El vasto campo de la filosofía de la religión
  8. III. La esencia de la religión: un culto creyente
  9. IV. El mundo griego
  10. V. El mundo latino
  11. VI. El mundo medieval
  12. VII. El mundo moderno
  13. Conclusión
  14. Bibliografía
  15. Notas
  16. Información adicional