El totalitarismo
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El totalitarismo

trayectoria de una idea límite

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El totalitarismo

trayectoria de una idea límite

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¿Qué significa que un régimen político se vuelva totalitario? ¿Cuándo empieza a hablarse de totalitarismo, y por qué? ¿Podemos tratar el fenómeno totalitario como un trágico episodio del siglo que apenas acaba de terminar, o es algo más complejo que un simple paréntesis histórico? ¿Qué fantasmas totalitarios inquietan todavía nuestro tiempo? Este libro pretende dar respuesta a estas preguntas recuperando no sólo la historia del concepto, sino intentando esclarecer las razones, los enfrentamientos y las polémicas que han animado los debates sobre el totalitarismo.

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Información

Año
2014
ISBN
9788425432460
1. La construcción de un concepto
1.1. Origen de un neologismo
¿Cuándo empieza a hablarse de totalitarismo? ¿Cuándo empieza a utilizarse este término para designar una nueva realidad política? Más aún, ¿cuándo el significado de la palabra, interaccionando con la experiencia histórica, se estructura en un concepto preciso, y cuándo el concepto es capaz de articularse en una teoría? Éstas son las preguntas previas de las que hay que partir para reconstruir el recorrido del término-concepto «totalitarismo», dejando atrás, cuanto más lejos mejor, arraigados prejuicios históricos y tópicos ideológicos.
Por ejemplo, está muy extendida aún la convicción de que la cuna de la nueva palabra fue el fascismo, y de que el propio Mussolini, con su propuesta de autointerpretación del régimen, habría sido el responsable. Si bien es cierto que la paternidad de los neologismos «totalitario» y «totalitarismo» hay que atribuírsela a Italia, no fue, sin embargo, el Duce, ni tampoco ninguno de sus fieles, el que acuñó el nuevo adjetivo y el nuevo sustantivo. El adjetivo «totalitario» circula ya a principios de los años veinte entre los opositores al régimen fascista, ya sean liberales, demócratas, socialistas o católicos, que legan a la historia del pensamiento político los términos destinados a caracterizar la experiencia histórica que se convertirá en el icono del siglo.
Probablemente es Giovanni Amendola el que, para describir la nueva realidad in fieri, utiliza por primera vez el adjetivo «totalitario».[1] El gobierno de Mussolini es totalitario en cuanto manifiesta una tendencia hacia el dominio absoluto e incontrolado de la vida política y administrativa. En los artículos que Amendola publica en Il Mondo, el 12 de mayo y el 28 de junio de 1923, se denuncia el escándalo de las elecciones administrativas: el partido de Mussolini había presentado tanto la lista de mayoría como la de minoría, tras haber impedido antes por la fuerza la formación de una lista de oposición. Estos hechos son interpretados como signos de algo que Amendola llama «sistema totalitario», es decir, como «promesa del dominio absoluto y del mangoneo completo e incontrolado en el campo de la vida política y administrativa».[2] El término alude, por tanto, al desprecio por los derechos de la minoría y a la eliminación de la regla de la mayoría, fundamentos de toda democracia. Pocos meses después, el espectro semántico del adjetivo se amplía. En noviembre de 1923, escribe Amendola: «Sin duda, la característica más destacada del movimiento fascista será, para quienes lo estudien en el futuro, el espíritu “totalitario”, que no permite al futuro amaneceres que no sean saludados con el gesto romano, como no permite al presente alimentar almas que no se dobleguen a la confesión “creo”. Esta singular “guerra de religión” que desde hace más de un año azota Italia no os ofrece una fe […], pero como compensación os niega el derecho a tener una conciencia –la vuestra y no la ajena– y pone trabas a vuestro porvenir con una gravosa hipoteca».[3] En enero de 1924, también Augusto Monti utilizará el adjetivo para estigmatizar las elecciones organizadas por el fascismo: «Tras el golpe de mano sobre Roma […], el fascismo se dispone ahora a actuar de forma definitiva intentando, tras las elecciones totalitarias en los ayuntamientos y en las provincias, la elección totalitaria para la Cámara de los Diputados».[4]
El fascismo está realizando, en definitiva, un salto cualitativo. Y el adjetivo «totalitario» se convierte en uno de los indicadores de esta nueva dirección política. Junto a éste, utilizado aún a menudo de forma genérica, comienzan a surgir algunas intuiciones que posteriormente se fijarán en el contenido del concepto más maduro. En la introducción de Amendola a las Atti del Congresso dell’Unione Nazionale, escrita en julio de 1925, cuando el régimen ya había mostrado sin sombra de duda su verdadero rostro, se lee: «[hay] dos clases de pensamiento, dos inspiraciones políticas opuestas que, sin embargo, niegan ambas el Estado liberal-democrático y tienden simultáneamente a subvertir los fundamentos ya más que seculares de la vida política moderna […], comunismo y fascismo, reacción totalitaria al liberalismo y a la democracia». Amendola advierte claramente que esa «reacción totalitaria» representa un desafío inaudito, jamás lanzado antes, a las bases en las que se había fundado la política europea durante más de un siglo. No se trata tan sólo de un peligroso cambio de las dinámicas institucionales, lo que está en juego es la posibilidad de una nueva dimensión de la política y de la sociedad: «La exageración paroxística y monomaníaca de la injerencia del poder ejecutivo en toda la vida estatal y social, el vuelco acrobático de las relaciones normales entre Estado y Sociedad, en virtud del cual la Sociedad existe para el Estado, y el Estado para el Gobierno, y el Gobierno para el partido».[5] Hay que reconocer, por tanto, que los antifascistas italianos –además de Amendola, debemos recordar al menos a Sturzo y a Nitti– no solamente estrenan un término y su polémica utilización política, sino que al oponer una identificación completa entre sociedad, partido y Estado, al denunciar la dimensión «total» y «totalitaria» que está asumiendo la vida pública, apuntan ya la comparación entre comunismo y fascismo que encontraremos en el núcleo de las teorías clásicas del totalitarismo.
En esos años, no obstante, no son muchos los que captan perfectamente el potencial innovador del adjetivo. Intelectuales como Salvatorelli, Fortunato, Mosca, Ferrero, Treves y Labriola son conscientes de la ruptura que provoca el fascismo, pero todavía la expresan mediante los instrumentos léxicos tradicionales de la doctrina del Estado, con sus distinciones entre tiranía, dictadura y despotismo.
Entre quienes, en cambio, no dudan en asociar el nuevo término a la radicalidad de los cambios producidos, hay que mencionar a Piero Gobetti, Lelio Basso y Luigi Sturzo. En ellos comienza a manifestarse la conciencia de que el nuevo modo de concebir el Estado, la nación y el partido, a través de un juego de identificaciones recíprocas, radicaliza y deifica el poder y sus acciones, como no se había visto nunca antes, sacrificando totalmente la libertad. No es casual, por tanto, que Lelio Basso, utilizando el seudónimo de Prometeo Filodemo, en las páginas de la revista La Rivoluzione Liberale del 2 de enero de 1925, utilice probablemente por primera vez el sustantivo «totalitarismo». «Todos los órganos estatales –se lee–, la corona, el parlamento, la judicatura, que en la teoría tradicional encarnan los tres poderes, y las fuerzas armadas que ejecutan su voluntad se convierten en instrumentos de un único partido que se hace intérprete de la voluntad unánime, del “totalitarismo” indistinto.» El totalitarismo indistinto es, pues, el objetivo de un Estado, el fascista, que pretende representar a todo el pueblo, destruyendo cualquier movimiento y a cualquier persona que trate de obstaculizar esa pretensión. El totalitarismo fascista «ha establecido así todos sus principios: supresión de cualquier discrepancia por el bien superior de la Nación identificada con el Estado, que a su vez se identifica con los hombres que detentan el poder (Estado fascista). Este Estado es el Verbo, y su Jefe es el hombre enviado por Dios para salvar a Italia; éste representa lo Absoluto, lo Infalible […] Una vez establecidos estos principios, el Estado lo puede todo: cualquier oposición al fascismo es realmente una traición a la Nación y de este modo se justifica cualquier delito fascista».[6] Lo que el autor percibe con claridad es que se está perfilando un nuevo orden, un orden que va mucho más allá de la simple reorganización política. Además de la conciencia de la profundidad del cambio, hay en Basso la misma inquietud que ya el año anterior había llevado a Sturzo a denunciar, en las páginas de la misma revista, «el espíritu de dictadura que hoy invade Italia» y «la nueva concepción de Estado-partido» que estaba llevando a la «transformación totalitaria de cualquier fuerza moral, cultural, política y religiosa».[7]
Al parecer, la novedad radical transmitida por la pareja de términos «totalitario-totalitarista» también la intuyó Gramsci, preocupado por explicar, y no sólo condenar, la nueva realidad del partido totalitario. En los Cuadernos menciona a menudo el problema de la nueva configuración totalitaria de la política: «Una política totalitaria tiende precisamente: 1) a lograr que los miembros de un determinado partido encuentren sólo en este partido las satisfacciones que antes encontraban en una multiplicidad de organizaciones, esto es, a romper todos los hilos que unen a estos miembros con organismos culturales extranjeros; 2) a destruir todas las otras organizaciones o a incorporarlas a un sistema en que el partido sea el único regulador».[8] En resumen, la percepción de hallarse frente a un fenómeno inédito de objetivos y consecuencias «totales» va estratificándose lentamente en varias direcciones, que al final confluirán en el área semántica del concepto de totalitarismo.
Se produce un giro importante en la historia de los términos con la entusiasta apropiación que de ellos hacen entretanto Mussolini y los teóricos de la «Nueva Palabra». Como si el adjetivo y el sustantivo lograran expresar perfectamente el énfasis revolucionario y el voluntarismo omnipotente que, al menos desde el punto de vista de la propaganda, caracterizan a la ideología fascista. De hecho, es el momento en que el fascismo muestra su tenaz voluntad de oposición a la liberal-democracia. En el discurso pronunciado por el Duce, el 22 de junio de 1925, en el IV Congreso del Partido Nacional Fascista, el fascismo es exaltado justamente por su capacidad totalitaria: «Hemos llevado la lucha a un terreno tan claro que ahora ya hay que estar de este lado o del otro. No sólo eso, sino que esa meta que se define como nuestra feroz voluntad totalitaria será perseguida con una ferocidad aún mayor […] Queremos, en definitiva, fascistizar la Nación, de modo que el día de mañana ser italiano equivalga […] a ser fascista».[9] La llamada del Duce es atendida; aunque de forma no siempre clara y distinta, el adjetivo «totalitario» comienza a circular como expresión del orgullo fascista. «Si los adversarios nos dicen que somos totalitarios, que somos dominicos, que somos intransigentes, que somos tiránicos, no os asustéis por estos adjetivos. Aceptadlos con honor y con orgullo […] ¡Sí, somos totalitarios! Queremos serlo, de la mañana a la noche […], queremos ser dominicos […], queremos ser tiránicos»,[10] sostiene, por ejemplo, Forges Davanzati en febrero de 1926.
A partir de ese momento, la apologética de Estado trata de arrebatar el monopolio del adjetivo y del sustantivo a la oposición y se empeña en otorgar a los vocablos de nuevo cuño su propia dignidad teórica. Giovanni Gentile, en una serie de artículos que aparecerán reunidos en un volumen en 1925, pretende elaborar el perfil filosófico del régimen, confirmando a la vez el paso de la fase «heroica y movimentista» a la «estatalista» del fascismo.[11] Con la publicación, en 1928, para Foreign Affairs, de «The Philosophical Basis of Fascism», y posteriormente con la redacción de la voz «Fascismo» para la Enciclopedia Italiana, por encargo de Mussolini, Gentile fija los que en su opinión son los elementos totalitarios de la concepción fascista: «Siendo antiindividualista, la concepción fascista se pronuncia a favor del Estado». No obstante, en la medida en que el individuo coincide con el Estado, Gentile se pronuncia también a favor del individuo, y «reafirma el Estado como la auténtica realidad del individuo». Se pronuncia, además, a favor de la libertad, en la medida en que la libertad es «el atributo del hombre real y no del fantoche abstracto en que pensaba el liberalismo». Una libertad, pues, que coincide con el Estado y con el individuo en cuanto perteneciente al Estado: «Ya que para el fascista todo está en el Estado y no hay nada humano y espiritual que tenga valor fuera del Estado. En este sentido, el fascismo es totalitario, y el Estado fascista, síntesis y unidad de todos los valores, interpreta, potencia y desarrolla toda la vida del pueblo». El fascismo es antidemocrático sólo si el concepto de pueblo se reduce a una entidad numérica, «pero es la forma más genuina de democracia si el pueblo se concibe, como ha de ser, cualitativamente y no cuantitativamente, como la idea más poderosa porque es la más moral, más coherente, más verdadera, que en el pueblo se concreta como conciencia y voluntad de pocos, hasta de Uno, y como ideal tiende a concretarse en la conciencia y la voluntad de todos. De todos aquellos que de la naturaleza y de la historia obtienen, étnicamente, argumentos para formar una nación». Ahora bien, una nación que sea una realidad ética, no natural, y que como creación del Estado confiera al pueblo su unidad e identidad moral. «El Estado fascista, la forma más alta y poderosa de la personalidad, es fuerza, pero espiritual. Fuerza que compendia la vida intelectual y moral del individuo.» El poder estatal no puede, por tanto, limitarse a garantizar el orden y el funcionamiento institucional, a tutelar la plácida existencia de los individuos, como pretendía el liberalismo. «El Estado fascista, en definitiva, no es simplemente promulgador de leyes y fundador de instituciones, sino educador y promotor de vida espiritual. Desea rehacer no las formas de la vida humana...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Prólogo
  5. Introducción
  6. 1. La construcción de un concepto
  7. 2. De la construcción de modelos a la práctica del disentimiento
  8. 3. La filosofía frente al extremo
  9. Bibliografía esencial
  10. Índice de nombres
  11. Notas
  12. Información adicional