El arte de conversar
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Psicología de la comunicación verbal

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Psicología de la comunicación verbal

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Información del libro

La presente obra ha alcanzado una enorme popularidad en Alemania desde su primera publicación en 1981. Su impacto ha sido tal que ha trascendido el espacio académico de la universidad y de la enseñanza secundaria, donde es un texto de referencia, para entrar a formar parte de la cultura general, convirtiéndose en libro de cabecera de directivos, agentes comerciales, trabajadores sociales y profesores, entre otros.

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Información

Año
2012
ISBN
9788425429163

Parte B

Problemas destacados de la comunicación interpersonal

En esta segunda parte vamos a observar otra vez, uno por uno, los cuatro aspectos de la noticia y a analizar algunos problemas psicológicos destacados que se relacionan con cada uno de ellos. A diferencia de la parte A, construida de forma sistemática, la parte B puede leerse en cualquier orden, dependiendo de su interés. La construcción de la parte B se refleja en el siguiente cuadro sinóptico:

I. El aspecto de la autoexposición de la noticia

Cuando expreso algo estoy ofreciendo información sobre . Así pues, toda noticia contiene (también) cierto contenido de autoexposición, y este es un fenómeno existencial por el que cada palabra es una especie de confesión y cada manifestación una muestra de la personalidad del que habla. Esta autoexposición puede ser más o menos consciente, más o menos rica y profunda, o estar más o menos camuflada y oculta, pero siempre está presente.
Una y otra vez compruebo que simplemente la palabra autoexposición provoca cierto nerviosismo y rechazo: «¿Acaso se supone que hago una especie de striptease emocional?». Tanto el emisor como el receptor consumen mucha energía en este aspecto de la noticia. Es psicológicamente explosivo.
Quisiera plantear los problemas psicológicos de la autoexposición en la comunicación, sobre todo desde el punto de vista del emisor. El ojo de su alma ve ante sí a un receptor con un oído muy sensible a la información de autoexposición que emite (cf. fig. 20, pág. 64), de manera que se encuentra ante la temida pregunta: «¿Qué imagen se lleva de mí?». Sobre este fenómeno del miedo casi permanente a la autoexposición se hablará a continuación (cap. 1, pág. 114ss.). En una digresión, se rastrearán los pasos de la formación de este miedo hasta la socialización infantil. Acto seguido, se plantearán las siguientes preguntas: ¿Cómo maneja el emisor este miedo a la autoexposición? ¿Con qué técnicas cuenta para autopresentarse y protegerse del miedo? Aquí se hablará de las técnicas de autopresentación y se demostrará que el emisor (debido a la gran preocupación que le genera este aspecto) consume muchísima energía en configurar su autoexposición (cap. 2, pág. 122ss.). Las consecuencias de este derroche de energía anímica se presentan como una amenaza tanto para los hechos como para la convivencia con los demás (cap. 3, pág. 133ss.). Pero, entonces, ¿cuál es la alternativa? En el cap. 4 (pág. 134ss.) se presentan y debaten algunas pautas que ofrece la psicología de la comunicación, dirigidas a posibilitar un mejor entendimiento. Se pone en evidencia que la demanda «sé tú mismo» solo puede realizarse si el emisor consigue autoexponerse primero ante sí mismo. Dicho de otro modo: para permitir que otros accedan a mí, yo mismo tendré que haber encontrado antes el acceso a mi persona, y hallarlo siempre otra vez. Y aunque este objetivo parezca utópico, sí es posible una aproximación. Aquí es donde se plantea la cuestión de las vías del autoconocimiento (cap. 5, pág. 144ss.).

1. El miedo a la autoexposición

La carga emocional que siente el emisor es extremadamente evidente en situaciones que tienen la autoexposición como fin principal. El ejemplo paradigmático es el examen. Las noticias del emisor aquí se evalúan con el oído de la autoexposición: «¿Qué me dicen sobre ti tus explicaciones, cualificaciones y conocimientos?». El emisor siente miedo frente al examen, por ejemplo: «¿Aprobaré o fracasaré ante este juicio?». Bien es cierto que los exámenes, las entrevistas de trabajo, los test psicológicos, etc., precisamente se caracterizan por conceder especial importancia al aspecto de la autoexposición, pero puesto que en la vida todas las noticias cuentan con este aspecto, sentimos una dosis de este miedo al examen ante cualquier relación interpersonal. Este miedo a la autoexposición se basa en la anticipación de un juicio negativo que supuestamente van a hacer sobre mí las personas de mi entorno, pese a que, como emisor, en realidad yo sea la persona más cercana a mí mismo, y muchas veces mi juez más estricto.
Por eso muchas personas no se atreven ni a abrir la boca. Una encuesta a alumnos de las escuelas de Hamburgo dio como resultado que el 70 % consideraba que tenía dificultades para hablar con otras personas, ya fueran adultos o de su misma edad. Al parecer, la temida pregunta: «¿Cómo me ven los demás?» domina la vida anímica de forma abrumadora. Un estudiante de derecho escribe:
Muchas personas tienen verdadero miedo a no conocer ciertas cosas, porque precisamente esto podría interpretarse como una debilidad. De ahí surge a menudo una verborrea «razonable» pero sin mucho sentido, solo para evitar la sospecha de ser un «desconocedor» […]. También en el contacto con otras personas, en especial en la búsqueda de pareja, compruebo que existe un miedo muy acusado a abrirse, ya que podrían revelarse ciertas «debilidades». No expresar demasiado por si el otro se lleva una mala imagen de mí (extraído del diario de notas de una conferencia, 1980).
Este miedo es especialmente perceptible cuando nos encontramos ante un gran público. Supongamos que estoy en una asamblea política o en una reunión de padres y quiero decir algo sobre el tema que se trata. El corazón me late con fuerza antes y mientras pido la palabra. Los latidos tienen la función biológica de suministrar mucha sangre a los músculos para que, en situación de emergencia, puedan estar preparados. El cerebro manda este refuerzo cuando considera que la situación es seria, es decir, cuando está a punto de producirse una circunstancia que exige una reacción de supervivencia, es decir, de defensa, ataque o huida.
Mi cuerpo me comunica con claridad lo que para mi razonamiento puede resultar absurdo, que la aportación de contenido objetivo que quiero hacer me pone en una situación de «emergencia» personal que amenaza mi autoestima. El riesgo que corre el emisor queda expresado en el antiguo dicho: Si tacuisses, philosophus manisses («Callar es de sabios»).
Recapitulemos: el emisor sabe que sus noticias también se reciben y juzgan desde el aspecto de la autoexposición, lo que provoca una especie de miedo permanente y generalizado al examen, que yo llamo miedo a la autoexposición.
Por cierto, que de ahí también viene el temor al psicólogo, ya que se supone que es una persona experta en evaluar las noticias desde el aspecto de la autoexposición (¡da igual lo que yo diga, él verá a través de mí y sabrá lo que me pasa!).
Por otro lado, en parte, dejamos de sentir el miedo a la autoexposición porque hemos aprendido técnicas de comunicación que lo reducen o anulan directamente. Sobre estas técnicas trata el capítulo 2. Pero antes vamos a echar un breve vistazo a la historia del miedo a la autoexposición.
1.1. Sobre la aparición del miedo a la autoexposición
Todo el mundo ha sentido alguna vez el miedo a la autoexposición y, en mayor o menor medida, lo conoce por propia experiencia. ¿De dónde procede este miedo? ¿Es congénito? ¿Es el destino del ser humano? ¿Es neurótico y superfluo?
Bajo mi punto de vista, los orígenes del miedo a la autoexposición se sitúan en la primera infancia, y surge como consecuencia casi forzosa del choque entre el individuo infantil y la sociedad. El miedo a la autoexposición forma parte de las secuelas duraderas de ese choque. A pesar de que el choque es inevitable, la dureza del impacto y las heridas que genera varían mucho en función de lo afectuosa y libre de prejuicios que sea la educación y de lo humana que sea la sociedad. A continuación quisiera distinguir dos aspectos de este choque entre el individuo y la sociedad, y a partir de ahí deducir cómo surge el miedo a la autoexposición y las estrategias para su superación. Uno de los choques se produce entre el ser infantil y las normas sociales; el niño, al darse pronto cuenta de que una parte de su personalidad es ilícita y mala, tiene una buena razón para esconder ese yo indeseado. Este proceso de represión de las partes no deseadas de la persona se ha descrito ampliamente en la bibliografía sobre el psicoanálisis.
El otro choque se produce entre la indefensión y la insuficiencia infantil, y las exigencias de rendimiento de la sociedad. El postulado que fijó el terapeuta de la psicología profunda, Alfred Adler, sobre el «sentimiento de inferioridad» como destino del ser humano nos lleva a la siguiente conclusión: no me puedo mostrar con todas mis carencias, por lo que son necesarios numerosos intentos de revalorizarme.
Hagamos un seguimiento más detallado de estas dos líneas de evolución del miedo a la autoexposición.
El choque entre las cualidades infantiles y las normas sociales. Una experiencia fundamental para cualquier niño es la incompatibilidad, en cierta de medida, de sus deseos y particularidades con las normas sociales: «Ser obediente, exigir poco, someterse, no romper nada, reprimir la rabia, no mostrar sexualidad alguna, etc., son las prohibiciones infinitamente difíciles de interiorizar de las que depende que al niño se le permita sentirse bien» (Richter, 1974, pág. 80). Por lo general, son los padres los que, en primer término, a través del premio y el castigo y del amor y la privación del amor, transmiten estas normas al niño, enseñándole a temer a ese yo indeseado. El miedo está plenamente justificado, no es en modo alguno neurótico y conduce a la adaptación y la represión de las partes «malas». Con este proceso, los padres (y más adelante los vecinos, los maestros, los profesores y los compañeros) de algún modo se convierten en jueces ante los cuales hay que quedar bien para conseguir felicidad y una buena autoestima. El niño aprende a que solo determinados sentimientos, pensamientos y conductas obtienen los aplausos del juez; otros, en cambio, son «malos» y deben reprimirse y esconderse frente a los demás (véase fig. 39).
Pues bien, a eso le sigue algo más: con el paso del tiempo, el niño hace suyos los veredictos de sus jueces «interiorizándolos». Los sentimientos prohibidos y los actos impulsivos ya no necesitan a un juez externo para reprimirse, ya que de manera automática desatan sentimientos de culpa y de vergüenza; por tanto, el juez se ha metido en nuestro interior en forma de conciencia, de sentido del honor o de superyó. Con la creación del superyó, el miedo deja de salir a la luz con tanta fuerza y los impulsos revierten el castigo sobre sí mismos, reprimiéndose a tiempo, es decir, tapando el pozo de serpientes.
Por tanto, en nuestro interior está el juez, pero también lo proyectamos otra vez hacia fuera, hacia el lugar donde originalmente lo encontramos, es decir, hacia otras personas. Quien roba
Figura 39. El niño pronto se da cuenta de que solo una parte de su persona es digna de ser querida. Como consecuencia, se escinden las diferentes partes de la personalidad.
un jarrón en un centro comercial escondiéndolo bajo la falda de pronto siente cómo todas las miradas de los clientes y vendedores se dirigen hacia su persona; se siente descubierto, juzgado y rodeado de detectives y jueces. Y esto mismo es lo que nos pasa, aunque de forma más atenuada, en nuestro día a día: siempre llevamos algo «escondido bajo la falda» y pr...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo del autor a la edición española
  6. Introducción y trasfondo personal
  7. Parte A
  8. Parte B
  9. Bibliografía
  10. Índice de conceptos
  11. Notas
  12. Información adicional