Por una mística de ojos abiertos
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Por una mística de ojos abiertos

Cuando irrumpe la espiritualidad

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Por una mística de ojos abiertos

Cuando irrumpe la espiritualidad

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El propósito de la presente obra es incidir, desde una perspectiva teológica, en el discurso de la espiritualidad y las espiritualidades, un discurso tan generalizado como poco o mal definido en muchas ocasiones. En esta propuesta de una mística de ojos abiertos, el autor no hablará solo del perfil irrenunciable de la espiritualidad cristiana, sino que también irrumpirá en el debate actual, marcado por la crisis, sobre Dios y la Iglesia, sobre las religiones y los ámbitos seculares.

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Información

Año
2013
ISBN
9788425429323
Categoría
Religion

SEGUNDA PARTE

LA MÍSTICA DEL ROSTRO

INTENTOS DE APROXIMACIÓN

De qué se trata

Como se indica en la introducción, se trata de la hoja de ruta o de aproximación a una «mística de ojos abiertos». He dividido en cuatro estaciones este camino en busca de huellas de la experiencia de la fe: huellas para una mística del rostro en nuestro mundo cotidiano, en el mundo de la oración de los creyentes, en el mundo del pensamiento de la cristología y, finalmente, en el encuentro con el rostro de un teólogo: Karl Rahner.
Los textos, bastante diferentes (redactados para ocasiones muy diversas y con un estilo igualmente diverso), deben hablar por sí mismos. Todos pretenden llamar la atención sobre el hecho de que también los ojos pueden ser un órgano de la gracia, y de que lo que miran puede llevarnos al centro mismo de la fe y así saciar nuestra «hambre de experiencia» —al menos unos instantes de mirada (Augenblicke)—* para poder juzgar y actuar con la fuerza inspiradora de estos ojos bien abiertos.

«Estar alertas, despiertos, con los ojos bien abiertos»

Este texto, permítaseme recordarlo, data en lo esencial de 1990, una época en que Alemania ya no se entendía como un país de inmigración ni, por tanto, consideraba a «los extranjeros» principalmente como (serviciales) invitados, con un tiempo de estancia limitado. En esa época, el alegato a favor de la multiculturalidad y el intercambio intercultural no era una ensoñación pública sino un primer intento de apertura (que a veces tal vez apuntaba demasiado alto) para nuestra situación actual, con las consecuencias de una tardía política de integración.

I

Desde sus mismos orígenes, el cristianismo incluye un experimento multicultural. El Nuevo Testamento habla de un conflicto de gran trascendencia: la disputa entre Pedro y Pablo acerca de la circuncisión (Gál 2,11). El judeocristiano Pablo se niega a imponer la circuncisión a los cristianos procedentes del paganismo. La multiplicidad cultural debe fructificar desde el principio en el suelo del cristianismo, el cual debe permitir y configurar la convivencia de distintos universos culturales. Esta cosmovisión contiene una premisa relevante tanto para la religión como para la cultura: el cristianismo debe unir su pretensión de misión universal con una cultura de la empatía, del reconocimiento de los demás en su alteridad. Pero esta cultura no debe estar coloreada por la sentimentalidad ni apuntar a una transfiguración ni una «romantización» del otro, del extranjero; en el experimento intercultural del cristianismo solo debe excluirse la voluntad de poder, con su consiguiente lógica de dominio y uniformidad.
La historia de Europa no se caracteriza precisamente por esta cultura de la empatía. En Europa, y en el cristianismo europeo, son mucho más evidentes las huellas de una resonante anti-empatía. ¿Se recuerda alguna ocasión en que los «descubrimientos» europeos no desembocaran en conquistas sino en encuentros? Viene al caso recordar, una vez más, el «descubrimiento» de América. ¿Con qué ojos fue «descubierto» ese continente? ¿Desempeñó la cultura de la empatía algún papel importante, o no se puede decir más bien que el proceso de cristianización de América se llevó a cabo desde una mentalidad de dominio y asimilación carente de sensibilidad, que en modo alguno tuvo ojos para la huellas de Dios en la alteridad de los demás y por eso una y otra vez degradó culturalmente y convirtió en víctimas a los «otros» incomprendidos? En su libro La conquista de América. El problema del otro,41 Tzvetan Todorov sostiene que la conquista, realizada en el siglo xvi, se logró ante todo porque los europeos fueron superiores a los nativos desde el punto de vista hermenéutico. Así, los aztecas de México solo pudieron reconocer a la pequeña tropa del español Cortés desde su propia «imagen del mundo», y por eso la valoraron erróneamente. Por su parte, el europeo sí logró reconocer a esos otros seres extraños en su alteridad, en cierto modo en su propio «sistema». Pero, como sabemos, este reconocer a los otros en su alteridad no sirvió precisamente para su reconocimiento; fue antes bien un reconocimiento en interés del propio cálculo, lo que favoreció todo tipo de tropelías. Fue la expresión de una hermenéutica del dominio y no de una hermenéutica del reconocimiento, a la que le es ajena toda violencia, toda «voluntad de poder» en el acto de reconocer a los demás en su alteridad.
En el núcleo del cristianismo existen numerosas premisas e impulsos a favor de esta cultura de la empatía, que aquí echamos de menos. Los sujetos concernidos en el primordial mandamiento bíblico del amor al prójimo no son solo los más próximos sino también los otros, los extraños, los forasteros, los extranjeros. En la alegoría de Jesús sobre el Juicio universal (Mt 25,31-46) se manifiesta un criterio que no deja de ser inquietante: lo que decidirá sobre la salvación o condenación, el cielo o el infierno, no será tanto lo que pensemos sobre Dios como la manera en que nos comportemos con los demás, los desconocidos. En la Biblia hay unas pautas primordiales de conducta que pueden servir de base para una ética de la convivialidad, pues promueven una cultura de la empatía. Ciertamente, una retórica puramente moralizante no nos librará de la hostilidad hacia el extranjero, hoy rampante; sus efectos serán antes bien contraproducentes. Por eso muchos partidarios de la acogida al extranjero y de la multiculturalidad renuncian a la argumentación moral; subrayan sobre todo el punto de partida de la conveniencia económica, comoquiera que se basan en una argumentación puramente pragmática: «Tratad bien a los extranjeros. Los necesitamos. Nosotros los hemos llamado. Promueven nuestro bienestar. Sin ellos, nuestra economía se vendría abajo…». Pero, por importantes y pertinentes que sean estos puntos de vista, no pueden tornar superflua la perspectiva moral. El extranjero es algo más —y otra cosa— que mera mano de obra. Y odiar al extranjero es también reprochable, aun cuando este no contribuyera al crecimiento del producto nacional bruto (de manera esporádica, hay señales de que el odio a los extranjeros se va extendiendo también a los discapacitados, a los mayores y a los enfermos; en una palabra, a todos los considerados «no útiles»).
Sin una ética de la convivialidad ni una cultura de la empatía (apoyada en esta), la convivencia de distintos ámbitos culturales no podrá darse a la larga. Para lograrla, un cristianismo fiel a su raíz podría servir de mucha ayuda. Así, el problema que nos ocupa no solo puede sentar un buen precedente para nuestra democracia sino también para las reservas morales del cristianismo.

II

Sin pretensiones de exhaustividad, nombraré dos de los imperativos bíblicos que revisten una importancia especial para una ética de la convivialidad intercultural. Todo depende de si —a la vista del imparable resquebrajamiento de los sistemas de valores básicos— se pueden anclar todavía en nuestra sociedad y en instituciones «clásicas» como la familia, la escuela, la Iglesia, etcétera. Los cuales siguen siendo, en definitiva, los espacios preferidos de aprendizaje y transmisión en nuestra sociedad.
1) «Estad alertas, despiertos, con los ojos bien abiertos». Esta idea atraviesa una y otra vez las recomendaciones bíblicas. Puede considerarse incluso como el imperativo más categórico de las tradiciones veterotestamentarias. Después, el cristianismo aconsejará también lo mismo. Será una escuela del ver, del ojear, y la fe será un dotar a los seres humanos de ojos bien abiertos para los demás, sobre todo para los que resultan invisibles para el campo de visión al uso. Los cristianos solemos tender, en lo relativo a Dios y a la salvación, a primar la invisibilidad, la lejanía de la percepción, la «gracia invisible». Pero, frente al discurso de la «fe ciega» de las tradiciones bíblicas, Jesús insiste en la visibilidad, en la visualización, en la potenciación y necesidad de la percepción. Lo que nos ciega no es la fe, sino el odio, que ni mira a los demás ni se deja mirar. El cristianismo no es por tanto ni una invitación al adormilamiento, como nos previene la parábola neotestamentaria de las diez doncellas necias, ni tampoco una «videncia» ciega (cf. Mt 25,1-13).
En estas tradiciones bíblicas, los humanos aparecen a menudo como aquellos «que teniendo ojos no ven» (cf. Mc 8,18) y solo atienden a sus narcisismos, a su miedo elemental a ver con precisión, a ese ojear que los enreda inextricablemente en lo visto y no les deja que se vayan sin pagar. Pues, al final, no solo los oídos sino también los ojos son un órgano de la gracia.
¿No es cierto que en la actualidad hay especiales trastornos de la vista? ¿Qué va a pasar a la larga con la comunicación cara a cara, con una comunicación que no se dé «en la red»? La omnipresente inundación de imágenes tiene a veces el efecto de dejarnos un poco más ciegos, si acaso. El ritmo acelerado al que vivimos, los cambios imparables en el trato recíproco y en el consumo ya no permiten una visión fiable. Nuestras percepciones se vuelven cada vez más veladas, menos gráficas, pues a menudo solo podemos seguir de lejos con la mirada a los hombres y a las cosas que encontramos; en cierto modo, solo podemos verlos de espaldas, por detrás. Ver, mirar bien, necesita tiempo; se mueve a otro ritmo temporal; quita estrés a nuestra vida.
Son muchas las palabras y parábolas de Jesús que sugieren esto, empezando por la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10,25-37), en la que se nos invita a un ejercicio especial de la vista. En el camino que va de Jerusalén a Jericó, un hombre ha sido asaltado por los ladrones. Un sacerdote pasa de largo, ve pero no ve; un levita pasa de largo, ve pero no ve. La religiosidad de estos no tiene ojos para los otros. Jesús insiste: quien no esté alerta, quien no abra bien los ojos, en una palabra, quien no afine la vista, tampoco estará preparado para el Templo: le quedará oculto el misterio divino. En el descubrir, en el «ver» a las personas a las que solemos excluir de nuestro campo visual cotidiano y que por tanto las más de las veces permanecen invisibles, empieza el vislumbre, la visibilidad de Dios entre nosotros… Es ahí donde encontraremos su huella.
El estar despiertos, el afinar la vista, posee también su propia dignidad moral. En realidad, forma parte de la raíz misma de toda moral. «Mira bien y sabrás», como dice Hans Jonas. Para este filósofo, el ver, el tener ojos para los demás, constituye la raíz de una nueva cultura de la empatía, de una nueva manera de moral universalista. El «saber», según esto, procede de dicho mirar bien, y sin este mirar bien el saber no es tal…, no lo es sin el intento de mantener la mirada fija en el rostro retador de la pobreza, en los ojos (sin sueños, sin deseos) de los desposeídos. Lo que llamamos la voz de la conciencia es nuestra respuesta a la aflicción a través del rostro ajeno, del rostro sufriente.
2) «No te harás escultura ni imagen alguna». Este precepto bíblico pertenece también a una ética de la convivialidad. Advierte contra los prejuicios, contra las proyecciones, contra los «contagios». Es como el reverso del primordial precepto de abrir bien los ojos: quien mira es también mirado. No debes dejarte dominar por clichés sin ojos. Debes dejarte mirar sin más. Pues ¿no anida también en nosotros un miedo elemental a ser vistos, a ser mirados? ¿Quién soporta ese torrente de miradas mudas, esos innúmeros ojos de la miseria que clama al cielo, o que ya no clama porque hace tiempo que ha perdido el habla? De este ser mirados surge un horizonte de responsabilidad respecto de estados y situaciones que no hemos provocado nosotros mismos. Estos ojos sin sueños ni deseos reclaman una solidaridad que va mucho más allá de nuestra consabida moral familiar y vecinal.
¿Por qué nuestros debates actuales sobre la integración siguen siendo tan timoratos? ¿Por qué sigue siendo tan crítica nuestra relación con los alemanes originarios de otras culturas? ¿Por qué se percibe espontáneamente al extranjero como un peligro, y a veces incluso como un enemigo? Porque, como da a entender la norma de conducta bíblica, no nos encontramos con él, con el extranjero, sino con nuestra imagen de él, y en ese sentido una vez más con nosotros mismos, es decir, con eso que hay en nosotros que nos hace extranjeros y sospechosos para con nosotros mismos, en una palabra, con nuestra autohostilidad. El odio al extranjero es un odio hacia sí mismo proyectado, una autodescarga en perjuicio de los otros, de los extraños, dice la psicología, haciéndose eco de una idea bíblica. La prohibición bíblica de fabricar imágenes es también una advertencia contra el empleo de estereotipos, de conceptos colectivos tales como «los turcos», «los eslavos», como si, en nuestra historia relativamente reciente, no hubiéramos vivido la violencia deletérea de los estereotipos prejuzgadores, el poder destructor de los clichés sin ojos: «Los judíos», «lo típicamente judío»… El mandamiento bíblico más provocador, el del amor al enemigo, deja también bien clara una cosa: que incluso los enemigos tienen rostro, tienen nombre. ¿Y los extranjeros, los que proceden de otros universos culturales y religiosos?
«No te harás escultura ni imagen alguna». Este imperativo bíblico llama la atención sobre una diferencia importante: el problema principal no son los extraños como tales sino la manera como los percibimos. Lo que asusta no es la multiplicidad cultural como tal sino las imágenes que nos hacemos —y que ampliamos— de ella. El prestar atención a esta diferencia debe formar parte de la cultura política de nuestros días. En cualquier caso, como cristianos no deberíamos olvidar que, según el mensaje de Jesús, es el encuentro con los rostros ajenos lo que «interrumpe» en nosotros la idea pura del amor a Dios como amor al prójimo.
A todo esto, no deberíamos olvidar otra cosa importante: en la mirada al prójimo (que según Jesús no solo son los que están cerca sino también todos los demás, los extraños, los extranjeros) se fundamenta también nuestra gran esperanza mesiánica, que nadie debe esperar para sí solo. Las visiones de una vida eterna, de una vida más vivible, de las lágrimas enjugadas y de la risa de los hijos de Dios: ¿quién podría ser fiel a ellas mirándose solo a sí mismo? ¿Quién no se ha encontrado ya con estos rostros, que hacen que tales promesas parezcan de repente completamente cercanas y «realistas»? Pues en ellos están siempre presentes también los otros, cercanos y lejanos, vivos y muertos, y solo mirándolos y estando con ellos podemos medir la altura y profundidad de lo que llamamos nuestra esperanza, nuestra esperanza conforme pasa el tiempo, pues cuando se trata de nosotros mismos no se trata nunca de nosotros solos. La esperanza cristiana solo es más —y otra cosa— que una proyección cuando se entiende también como esperanza para estos otros, en presencia y a la vista de estos otros. «Nadie espera para sí solo. Pues la esperanza que nosotros reconocemos no es una confianza vaga y vagarosa, no es un optimismo existencial innato; es tan radical y tan exigente que nadie puede esperarla para sí solo ni solo en la mirada a uno mismo» («Nuestra esperanza», i.8, Resolución del sínodo colectivo, Wurzburgo, 1975; véase el Apéndice, p. 242).

Instantes de mirada (Augen-blicke)* bajo el hechizo del mundo de las imágenes

¿Cómo se debe configurar el discurso cristiano sobre Dios, o la oración, para poder hacer frente a las experiencias del mundo de los medios de comunicación? Los medios de comunicación de masas presentan un universo dramático de destinos humanos; suministran imágenes del destino en las que hablar con Dios y sobre Dios se revele eficaz. Pero solo puede haber discurso de «mi» Dios si se mira a los demás a los ojos (a los extraños, a todos los otros), sabiendo que Dios solo puede ser «mi» Dios si también le puedo rezar como al Dios de los demás, de todos los demás, tal y como los encuentro a diario en este universo del destino; es decir, también como al Dios de los que huyen, se hunden, pasan hambre, se queman…
Pues ¿no son todos ellos, en el sentido más genuino de la teología de la Creación, «hijos de Dios», hijos del Padre al que busco en mi oración? Para ilustrar lo que quiero decir, traeré a colación las imágenes de un programa de televisión que vi (en 1991): primero, se veían las inundaciones de Bangladesh, a consecuencia de las cuales desaparecieron literalmente del mapa cientos de miles de personas anónimas y sin rostro; y a continuación salieron las imágenes de unos peregrinos que volvían de Fátima, en las que se veía también al papa Juan Pablo II dando gracias al cielo por haber salido con vida de su anterior atentado. ¿No se habría debido oír también en esa expresión de agradecimiento una lamentación por tantos «otros» perecidos? El medio de comunicación genera un universo irritante para nuestras oraciones y obliga a nuestras oraciones cristianas a una empatía especial con la teodicea (se exorciza cualquier tipo de narcisismo piadoso). Convierte las desgracias y catástrofes ajenas en materia para la oraci...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Introducción
  6. Primera parte. Perspectivas teológicas
  7. Segunda parte. La mística del rostro. Intentos de aproximación
  8. Tercera parte. ¿Una Iglesia que no quiere aprender?
  9. Apéndice
  10. Notas
  11. Información adicional