Contra los ídolos posmodernos
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En este libro, casi en forma de "manifiesto", Sequeri analiza las idolatrías de la sociedad posmoderna que han inducido su degradación antropológica. La sociedad de consumo y la cultura del espectáculo se erigen sobre cuatro ídolos "mentales": la eterna juventud, el crecimiento económico y el dinero fácil, el totalitarismo de la comunicación y la irreligión de la secularización. Estas figuras evocan objetos y hechos que nada tienen en sí de demoníaco o de idolátrico. Y en eso reside la gravedad de la insidia: la idolatría de mayor éxito se afianza gracias a la exaltación de lo que promete ser una realización fácil del deseo colectivo.

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Información

Año
2014
ISBN
9788425433719
Categoría
Religione
SECULARIZACIÓN
LIBERTAD E IRRELIGIÓN
La secularización, lo sabe ya todo el mundo, está compuesta de dos partes, cuya frontera todavía hoy es difícil de trazar. Por un lado, fue un impulso de emancipación por parte del humanismo civil respecto de la tutela eclesiástica, con consecuencias realmente históricas: desde la aceleración de los avances de la ciencia hasta la afirmación de la democracia política. En esta evolución se reconoce ciertamente el impulso de una inspiración vinculada a la doctrina bíblico-cristiana de la custodia de la creación y de la dignidad de la persona. Por otro lado, la secularización estuvo sometida a un minucioso proyecto de superación de la religión, herencia de una visión arcaica del mundo, disciplina incompatible con el humanismo de la razón.
La conexión entre la salida del régimen teocrático por parte de la soberanía política y la institución del ateísmo metódico de la razón humanística continúa siendo el centro del conflicto de las interpretaciones.
A fin de ilustrar el tema que nos interesa, no pretendo aquí desarrollar los términos de ese conflicto hermenéutico. La crisis del papel medieval de la teología y las guerras civiles de religión produjeron efectos que el pensamiento no ha sabido aclarar y que la práctica ha tenido que regular. El modelo moderno de las relaciones entre «razón» y «fe», por su parte, busca su encaje en la atmósfera de retóricas demasiado fuertes y de un pensamiento demasiado débil. En la deriva posmoderna, la secularización y el laicismo posmodernos —entendidos ya como valores no negociables— parecen dispuestos a ofrecer asilo cultural a la irreligión, partiendo de la base de que esta última lucha por el interés común contra la vocación totalitaria de la convicción de fe y a favor de la liberación individual de los derechos.
Mientras tanto, se ha creado el ídolo perfecto. La exaltada secuencia entre el fin de los absolutos y el paraíso de la libertad, pasando por la crítica de la propia modernidad, ha engendrado el icono de su devotio postmoderna (junto con su efecto de despotismo tecno-económico global). En la posmodernidad, ya no es Prometeo el primer santo del calendario irreligioso, como pretendía Marx. Ni tampoco Dionisos, como pretendía Nietzsche. Es Narciso. El nómos erótico de la libertad, que se resuelve en la apropiación de sí misma, se ha emancipado, buscando al mismo tiempo su sustitución, del lógos cristológico del afecto por lo humano que es común (lo inédito religioso en el que el cristianismo ha aprendido a nombrar a «Dios»).
En esta posición, cualquier heteronomía —ética, reflexiva, afectiva— es sospechosa inicialmente de ser una ideología prevarica­dora.1 Pero esta posición tiene un intrínseco carácter destructivo.
En realidad, la secularización de la modernidad ilustrada todavía sigue bajo el signo de Prometeo. La épica de su gesto fundador es metáfora de la audacia transgresiva que arranca los secretos de la vida a los dioses celosos para llevarlos a los hombres, haciendo que su vida sea autónoma de la voluntad de los seres celestiales. Es la audacia de la ciencia —¡sapere aude!— y de la técnica, que desafía la prohibición del misterio sagrado: dispuesto, como sea, a pagar el precio del azar. El castigo divino tiene una aureola de martirio: el humanismo del gesto lo rescata inmediatamente como heroico, a los ojos de aquellos que escuchan su mythos. El entusiasmo moderno por esta figura de la audacia que desafía directamente el poder de los dioses afectó en cierto modo también a la lectura del relato bíblico del libro del Génesis. Enésima confirmación del hecho de que la audacia del conocimiento, que saca al hombre del estado de sometimiento de la infancia, lleva, en la tradición de lo sagrado, el signo de una culpa originaria. En verdad, en la construcción bíblica, la figura de la envidia de los dioses, celosos de su saber y temerosos de su poder, es más bien el signo de la serpiente. Es ella —mentirosa desde el principio, dirá Jesús— la que formula la sospecha de que es esta la explicación de la prohibición. La imagen de la serpiente es falsa. No hay razón para considerar la transgresión de Adán como libertad de conocer y de dominar el mundo. Esta es, de hecho, la consigna misma de Dios, desde el principio. Ni siquiera hay necesidad de arrancarle la imagen y la semejanza: son ya, en la finitud insuperable de la criatura, el sello de la creación del hombre. La prohibición, en fin, censura el delirio de sustitución divina y de remoción del don; es una revelación preciosa del peligro mortal que insiste en la pretensión —humanamente insostenible— de incorporar («comer») en sí mismo el fundamento último de la justicia y el poder absoluto de la vida.
Es cierto que la maduración de esta original semilla de la revelación, que ilumina la creación de modo diferente al cliché del mito general de la culpa y de la caída, tuvo una larga incubación, antes de que estallara la chispa de su encuentro con lo inédito cristológico de la humanidad de Dios para alumbrar la historia de un nuevo humanismo religioso del hombre. Esta aproximación fue larga, y estuvo cargada de dolorosas dialécticas, incluso después del asentamiento eclesial del fundamento cristiano. El irreversible florecimiento humanístico de lo inédito cristológico de Dios, que sanciona la irrevocabilidad del destino común ofrecido al hombre, tuvo que esperar finalmente su kairós. Cuando este se presentó, en la época de la secularización, la ambivalencia de su pulsión emancipadora frente a la religión impulsó el contragolpe de una larga ambivalencia cristiana de su recepción. El catolicismo del siglo XX, finalmente, en virtud de su tenacidad doctrinal frente a la inextirpable huella natural del gesto creador, aunque desorientado por el pliegue naturalista de la secularización, se recompuso en torno al discernimiento de la apreciable virtus humanística de la modernidad.
Precisamente en esa coyuntura histórica empezó el declive de Prometeo como santo laico. La hýbris de su razón humanística, susceptible de ser cristianamente rescatada, mostró la inesperada desenvoltura de su unión con la locura de la destrucción. La Shoá hizo irrevocable su condena. La pulsión secularizadora mostraba la capacidad de instalarse, con éxito, en formas de sometimiento burocrático de masas: capaz de organizar la idealidad de un consenso motivado por la emancipación. La intelectualidad europea tuvo que reconocer el fracaso de la pretensión de conexión infalible entre autonomía de la razón secularizada y desarrollo del humanismo ético.2 Aunque por poco tiempo. Un comprensible sentimiento de culpabilidad, mezclado con un ramalazo de orgullo (lo digo, en este caso, sin ninguna ironía), obligó a la intelligentsia crítica de la segunda posguerra a apartar el humanismo de la razón secularizada del delirio de su solución totalitaria y destructiva. La tendencia que acabó cosechando el mayor éxito, homologándose como parte del relato fundador de lo posmoderno, elaboró una crítica radical del propio lógos moderno, denunciando su secularización como paso subterráneo de los absolutos religiosos a los absolutos de la razón (metafísicos, políticos, científicos). Desde esta perspectiva, la modernidad sería a la vez irreligión aparente y secularización incompleta.
Entretanto, el alegre connubio entre libertad de conciencia e intereses del capital estableció el modelo del nuevo ideal humanístico: transversal respecto a las formaciones políticas y religiosas tradicionales, rechaza toda pretendida universalidad del nómos y vive no obstante bajo una indiscutida globalidad del éthos. Su mito de referencia es Narciso, el eterno adolescente.
Narciso se refleja a sí mismo, y está totalmente entregado a la búsqueda de sí mismo. Incluso amar a otros y ser amado por otros le molesta, cuando ese amor amenaza con distraerle de su verdadero goce, que es la gratificación de la propia imagen de perfecta seducción. Narciso elude el destino del pensamiento generador, del mismo modo que elude el sacrificio del trabajo creativo. No hay enfrentamiento moderno con la ley del padre, hay regresión posmoderna al seno de la madre. Prometeo es rebelde frente a los dioses, pero al menos acepta sacrificarse por los humanos. Narciso es indiferente a los dioses y a los humanos. Volviéndose obsesivamente sobre sí mismo, Narciso conduce inexorablemente el afecto hacia la anafectividad, la estética hacia la anestesia. Narciso no trabaja, no se arriesga, no piensa: es hombre/mujer de imagen, no de palabra. Tampoco es el heredero posmoderno de Dionisos, que tiene impulsos de pasiones fuertes. Narciso ni siquiera se esfuerza por gozar, no soporta el derroche. No es «hermoso y maldito», como en el imaginario adolescente del héroe, del que inevitablemente parte la iniciación a la belleza dramática de la existencia. Narciso es simplemente bello. Su ideal es ser él mismo: cuidar minuciosamente su imagen y protegerla obsesivamente de cualquier vínculo. Y precisamente cae sobre esta, ignominiosamente. Un exceso de delirio por el vínculo con su imagen, un instante de distracción: Narciso se ahoga sin un gemido. Flotan sus harapos de diseño. La naturaleza misericordiosa planta una flor. Eso es todo. Ni siquiera quien le ha amado perdidamente, encantada por su inaccesibilidad, se sustrae al contagio de su voluntad de impotencia. Eco, la ninfa que no se resigna a su pérdida, es condenada a tener, en respuesta a sus llamadas de amor, tan solo su reflejo.
La devoción posmoderna de Narciso parece más inocua: extraideológica, no violenta. Prometeo y Dionisos son conflictivos, transgresores, van «contra» la religión y la ética. Narciso es un dios-muchachito, un poco drogado y un poco ingenuo, lo único que necesita es amor. No es así. El aburrimiento y la desesperación producidos por el dispositivo de esta nueva devoción son una mezcla explosiva. El desencanto —desintoxicación y crisis de abstinencia— exige un testimonio menos ambiguo y afectos más bruscos.
El becerro de oro se construye aquí. Tiene la forma de una obtusa alianza entre libre albedrío y voluntad de poder que tiende a la perfecta pasividad de ambos: goce virtual, anorexia total. Mientras los sabios discuten sobre si nuestras raíces se encuentran en Atenas, Jerusalén o Roma, y los devotos dialogan sobre el lugar más adecuado para adorar a Dios, el Ídolo trabaja para conseguir el dominio de las ciudades del mundo, sea cual sea la religión a la que pertenezcan. Ahora parece democrático, laico, políticamente correcto. Pero lo hace por dinero. ¿Qué vamos a hacer? Es hora de que todos, creyentes o no creyentes, hagamos honor al compromiso sin perdernos en diálogos demasiado socráticos: o estamos contra el ídolo que se come a nuestros niños, o somos partidarios de su devoción intocable. La irreligión agnóstica —lo prueba la historia— no es un buen movimiento. El enroque confesional —también esto está probado— tampoco. ¿Queremos seguir hablando entre nosotros, viejos, batiéndonos elegantemente en duelo por el honor de nuestras glorias pasadas, o queremos pensar finalmente en los niños?
NOTAS LIBERTAD E IRRELIGIÓN
1. La confusa denuncia de ideología se ha convertido en un insulto sangriento, extendido a priori a toda pretensión de universalidad del lógos teológico y de objetividad del éthos humanístico. La teología eclesiástica se ha sentido muy afectada por ello, dando lugar a impulsos excesivos de autoinmunización: a lo largo de estos años hemos oído a muchos obispos proclamar de buena fe que el cristianismo no es una ideología, no es ni siquiera una moral, y en último término tampoco una religión. Lo entiendo, pero no exageraría. Un pensamiento organizado y coherente no es necesariamente sinónimo de sistema cerrado, abstracto y falsamente despótico. En segundo lugar, la moral y la religión son la lengua en la que es posible entender concretamente la paradoja cristiana. La exageración en el distanciamiento del lugar común se parece a menudo a un gesto de autoinmunización ansiosa («No conozco a este hombre»), que se arriesga a caer en la evidente contradicción («Tu palabra te traiciona») de una práctica discursiva y argumentativa que insiste inevitablemente —invocando la necesaria coherencia con la «diferencia» cristiana— en la observancia de sus articulaciones doctrinales, morales y religiosas.
2. Recordemos la célebre «autocrítica» del infalible destino emancipador de la razón ilustrada, que marcó una línea divisoria en la recepción de lo «moderno»: M. Horkheimer, Th. W. Adorno, Dialéctica de la ilustración: fragmentos filosóficos, Madrid, Akal, 2007 (original: Dialektik der Aufklärung: philosophische Fragmente, Amsterdam, Querido, 1944).
EL HUMANISMO DEL NOMBRE
El tiempo de la hermenéutica infinita ya ha pasado. El humanismo secular del Yo no es capaz de sostener ni siquiera sus aspectos buenos. Y mucho menos de contener su deriva nihilista y destructiva. Es la antimateria oscura, el agujero negro del humanismo occidental, el documento cotidiano del fracaso del humanismo no-religioso del Yo. El cristianismo proclama hoy su disponibilidad institucional a todo el que quiera plantear seriamente en Europa la cuestión del humanismo ético como principio de recomposición del vínculo social. La política ha renunciado a esa obligación. Y el cristianismo señala su fundamento en términos de reconciliación con la fe cristológica de la alianza de Dios, que no discrimina a las personas. ¿Puede conseguirlo? Y sobre todo, ¿tiene que hacerlo?
El gesto...

Índice

  1. CUBIERTA
  2. PORTADA
  3. PÁGINA DE CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. PRÓLOGO
  6. JÓVENES
  7. CRECIMIENTO
  8. COMUNICACIÓN
  9. SECULARIZACIÓN
  10. INFORMACIÓN ADICIONAL