Hacia un ecoevangelio
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El llamado ecológico de los papas Benedicto y Francisco

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El llamado ecológico de los papas Benedicto y Francisco

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Ecoevangelio es el concepto que mejor define el llamamiento de los papas Benedicto XVI y Francisco a favor de una ecología humana y del medio ambiente. Este libro contiene una selección de textos pronunciados por el papa Benedicto XVI y la encíclica "Laudato si", en la que el Papa Francisco prolonga, profundiza y amplía, a la altura de los tiempos, el llamamiento de Benedicto por una ecología humana y cristiana que, puntualiza Francisco, debe ser universal y profunda, sin excluir a ninguna persona, ni descartar ninguna vida.

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Información

Año
2015
ISBN
9788425431968
Categoría
Religión
JOSEPH RATZINGER
BENEDICTO XVI
POR UNA
ECOLOGÍA DEL HOMBRE
Antología de textos
Edición de
MARIA MILVIA MORCIANO
PRÓLOGO
Urgencia de una ecología humana
En los últimos años se han instalado, sobre el tejado del principal auditorio del Vaticano, paneles fotovoltaicos destinados a producir fluido eléctrico aprovechando el sol romano. Las salas de los comedores disfrutan ya de un sistema de refrigeración solar (solar cooling). Para compensar las emisiones de dióxido de carbono, el Vaticano ha iniciado la plantación de un «bosque climático» de varios centenares de hectáreas en el parque nacional de Bükk (Hungría). Se ha convertido así en el primer Estado climáticamente neutral. Se trata ciertamente del Estado más pequeño del mundo, pero la verdad es que no es posible dar consejos a los demás en materia de ecología si no se empieza primero por aplicárselos uno mismo. En este terreno los ejemplos valen más que los discursos.
Pero también sirven las palabras y los textos. «La importancia de esas catástrofes nos interpela», dijo Benedicto XVI el 9 de junio de 2011 en su encuentro con seis nuevos embajadores ante la Santa Sede. «El hombre es lo primero, conviene recordarlo. El hombre, a quien Dios ha encomendado la buena gestión de la naturaleza, no puede ser dominado por la técnica y quedar sujeto a ella. Esta toma de conciencia debe llevar a los Estados a reflexionar juntos sobre el futuro del planeta a corto plazo, ante su responsabilidad respecto a nuestra vida y a las tecnologías. La ecología humana es una necesidad imperativa. Adoptar en toda circunstancia un modo de vivir respetuoso del medio ambiente y apoyar la investigación y la explotación de energías adecuadas que salvaguarden el patrimonio de la naturaleza y no impliquen peligro para el hombre deben ser prioridades políticas y económicas. En este sentido, resulta necesario revisar en su totalidad nuestra actitud ante la naturaleza. Esta no es solo un espacio explotable o para disfrutar. Es el lugar donde nace el hombre, su “casa”, de algún modo».[1]
Detrás de la imagen aceptada de intelectual de primera línea, creo que podemos distinguir otra figura interesante: algunos han llamado a Benedicto XVI «el papa verde». ¿Es así, realmente? Hace ya mucho tiempo que los pontífices hablan de ecología: encíclicas, mensajes y discursos abordan con insistencia el problema de la responsabilidad humana hacia la naturaleza y el clima. Pero parece como si hubiera una pantalla que tornara inaudibles sus palabras. ¿Por qué? Existen causas estructurales que pueden explicar esta deficiencia. Los parámetros católicos —la larga duración, la paciencia, la maduración, el arraigo— son distintos de los habituales en las sociedades occidentales, que aprecian la instantaneidad, lo efímero, el ansia de progresar a cualquier precio.[2]
Hay una segunda dificultad, más temible. Adopta la forma de una argumentación que se repite con frecuencia y se presenta como un reproche: el cristianismo habría proporcionado la matriz ideológica de una cierta modernidad que, por el hecho de considerar la naturaleza como una fuente éticamente muda y de recursos inagotables, ha concebido el progreso como un desarrollo y un crecimiento casi infinitos. La argumentación contiene parte de verdad. Ha habido efectivamente una corriente de pensamiento que sin duda ha desempeñado este papel, y que se ha presentado como la versión moderna del cristianismo. El hombre sería el centro del universo, al que debe someter con el genio de su ciencia y su técnica. Esta visión se funda en la filosofía y la concepción mecanicista de Descartes, a partir del siglo XVII, y se desarrolla en la teología llamada liberal. Esta última, a menudo de origen protestante, presenta el cristianismo como una religión radicalmente distinta de todas las demás.
Las religiones paganas tradicionales proponían una relación estrecha y armoniosa entre el hombre y la naturaleza, habitada a menudo por formas superiores. Ofrecían un ideal de vida bajo la forma de una sabiduría ancestral. Según la corriente aquí descrita someramente, el cristianismo es esencialmente una religión histórica, porque Dios intervino en la historia de los hombres. Por consiguiente, para comprender el sentido de la existencia humana, hay que mirar hacia la historia y no hacia la naturaleza, hacia el futuro y no hacia el pasado, hacia la profecía y no hacia la sabiduría.
Esta corriente de pensamiento desarrolló un papel predominante desde finales del siglo XIX hasta el último tercio del siglo pasado. Pero está sujeta, sin embargo, al siguiente reproche: este cristianismo no se ha preocupado de la naturaleza ni de los elementos vinculados a ella.
¿Es preciso recordar que el cristianismo es múltiple? Otras tradiciones, también cristianas, pusieron el acento en la naturaleza percibida como benévola, fuente de enseñanzas, confiada a la respetuosa gestión del hombre. «Cuando miro los cielos hechura de tus manos, la luna y las estrellas que tú has establecido, ¿qué es el hombre, para que de él te acuerdes?» (Sal 8,4). De hecho, desde los orígenes del cristianismo, ha habido autores, y no de los menos importantes, que han mantenido una relación armoniosa con la naturaleza. Orígenes creía que había una semejanza entre todas las criaturas, diferentes ciertamente de la criatura humana, y el Creador. En el siglo IV, Basilio de Cesarea afirmaba que «el mundo es la escuela de las almas racionales y el lugar donde aprenden a conocer a Dios; en él ofrece Dios al espíritu la contemplación de lo invisible a través de las cosas visibles y sensibles» (Hom. in Hexaemeron, 1, 6).
Somos quizá más sensibles a la figura poética de san Francisco de Asís, que predicaba a todas las criaturas «con gran alegría interior y exterior como si estuvieran dotadas de sentimiento, inteligencia y palabra» (testimonio de fray León). Esta vena poética continuará hasta nuestros días, con particular fuerza en poetas como Péguy.
Entre estas dos visiones cristianas Benedicto XVI hace una elección muy clara. «Si queremos entender nuevamente el cristianismo —escribía ya el cardenal Ratzinger— y vivirlo en toda su profundidad, debemos indiscutiblemente reencontrar la dimensión cósmica de la revelación» (El espíritu de la liturgia: una introducción). Rompe de este modo con la primera corriente, que en Alemania había ejercido, no obstante, una influencia más determinante que en otras partes, y se apunta a la que llamaría la línea franciscana.
Joseph Ratzinger fue el colaborador más cercano del papa Juan Pablo II, el cual veneraba de un modo especial la figura de san Francisco de Asís, porque su mensaje invitaba a romper con la violencia y el afán de dominio, a cambiar la visión de la naturaleza, a sentir por ella una familiaridad vital, a descifrar el mundo como una palabra divina. En el transcurso de su pontificado, el papa Wojtyla puso bajo sospecha el sistema económico que saquea todo el planeta. La encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) constituye en sustancia la faceta crítica, incluso combativa, de la ecología cristiana. La biosfera es un todo: «No se pueden utilizar impunemente las diversas categorías de seres, vivos o inanimados —animales, plantas, elementos naturales— como mejor apetezca, según las propias exigencias económicas». Los recursos naturales son limitados: «Usarlos como si fueran inagotables, con dominio absoluto, pone seriamente en peligro su disponibilidad» para las generaciones futuras. Un cierto tipo de desarrollo es una amenaza para la calidad de vida: «La contaminación del ambiente es, cada vez más, resultado directo o indirecto de la industrialización».
En el «Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1990», que incluso le valdrá el calificativo de «jemer verde» por parte de los ambientes neoconservadores, Juan Pablo II formula lo que puede definirse como el decálogo de la ecología según el cristianismo;[3] en su redacción asumió un papel protagonista quien más tarde sería Benedicto XVI. El camino humano hacia la biosfera debe elegir una vía de sobriedad (n. 3). Todo poder económico que destruya los «delicados equilibrios ecológicos» es nefasto (n. 4). Es preciso adoptar un principio de precaución, sobre todo frente a los OGM (n. 5). Todo Estado tiene el deber de «prevenir el deterioro de la atmósfera y de la biosfera» en su propio territorio (n. 8). Por tanto, igual que los ecologistas radicales, la Iglesia ve un vínculo entre el ambiente, lo social, la economía y la política, pero añade a todo ello la ética, a la que considera como la clave para cambiar la realidad. No basta con reconocer estos vínculos; ese necesario además analizarlos y justificarlos. Esta será la tarea de Benedicto XVI, que merecerá por ello el título de «papa verde».
Benedicto XVI ha hablado de ecología más que cualquier otro predecesor suyo. En la Vigilia de Pentecostés de 2006 [cf. infra, pp. 51-53] invitó a los católicos del mundo a proteger la naturaleza contra la explotación egoísta: «Quien, como cristiano, cree en el Espíritu Creador es consciente de que no podemos usar el mundo y abusar de él y de la materia como si se tratara simplemente de un material para nuestro obrar y querer; es consciente de que debemos considerar la naturaleza como un don que nos ha sido encomendado, no para destruirlo, sino para convertirlo en el jardín de Dios y así también en un jardín del hombre» (cf. infra, pp. 51 s). Reaparece aquí la imagen del jardín, tan característica de la sensibilidad franciscana.
Estas ideas han tenido un profundo desarrollo en tres textos fundamentales, que permiten «pensar la ecología»: el mensaje dirigido al mundo, con ocasión de la Jornada Mundial de la Paz, el 1 de enero de 2010, publicado durante la conferencia de Copenhague; la encíclica Caritas in veritate, firmada en junio de 2009, y el discurso antes mencionado del 3 de junio de 2006.
Cinco son los principios que emergen de estos textos:
• Ante todo: primero el hombre. El hombre es, si puede hablarse así, el alfa y la omega del desarrollo, el agente y el destinatario. La buenas decisiones ecológicas respetan la dignidad de la persona y sus derechos fundamentales. Esta visión se opone a una concepción utilitarista según la cual el fin justifica los medios. Como ya escribía Kant, la persona humana no debe ser tratada como un medio sino siempre como un fin. La centralidad de la persona humana evita poner en un mismo plano de igualdad todo lo que existe, hasta el punto de hablar de un derecho de los animales o de las plantas o incluso de la materia. Se trata de un peligro propiamente sectario dirigido a hacer olvidar que solo el hombre ha sido creado a imagen de Dios. Esto no impide que el hombre tenga deberes para con las criaturas inferiores que le han sido confiadas.
• En segundo lugar: la técnica no ha de dominar al hombre. La ecología es ante todo una cuestión ética. Cierto, debe fundarse en los medios de la técnica, pero esta no puede responder a todos los retos que plantea la «protección del patrimonio de l...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Índice
  4. Prólogo: El ecoevangelio de Francisco y Benedicto
  5. Por una ecología del hombre: Joseph Ratzinger / Benedicto XVI
  6. Carta encíclica Laudato si’ del Santo Padre Francisco sobre el cuidado de la casa común
  7. Notas
  8. Más información