Nuevos ministerios
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Vocación, carisma y servicio en la comunidad

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Vocación, carisma y servicio en la comunidad

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¿Qué dice el magisterio de la Iglesia acerca de los nuevos ministerios a nivel mundial? ¿Podemos soñar con ver, en algún momento no muy lejano, a ministros no ordenados, solteros o casados, mujeres o varones, formados en la propia comunidad, llamados a la ordenación presbiteral? Antonio José de Almeida combina en esta obra su profundo conocimiento eclesiológico con un celo apasionado por la vida de las comunidades y la fidelidad al Espíritu. Este libro, concebido para un público diverso, con interés en el tema de los ministerios y servicios en las comunidades, ofrece nuevas perspectivas en el horizonte de una Iglesia comprometida con la evangelización en el siglo XXI.

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Información

Año
2015
ISBN
9788425433160
Categoría
Religion
1
UNA OJEADA A LOS ORÍGENES
Los ministerios de laicos y laicas no son, como a veces se piensa —por desinformación o por prejuicio— una novedad introducida por el Vaticano II.
En la Iglesia antigua, los laicos y laicas eran activos y asumían verdaderos ministerios. Pablo VI recordaba este hecho en la Evangelii nuntiandi, cuando, ante el florecimiento de nuevos ministerios en la década siguiente al Concilio, escribía: «Una mirada a los orígenes de la Iglesia es muy esclarecedora y aporta el beneficio de una experiencia en materia de ministerios, experiencia tanto más valiosa cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer y extenderse».[1]
En primer lugar, las Iglesias del Nuevo Testamento, sobre todo las paulinas, testimonian una exuberancia de carismas, servicios y ministerios. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, el clásico pasaje de 1 Cor 12,4-31?[2] Asimismo, nunca está de más recordar que el Nuevo Testamento desconoce las categorías «jerarquía» y «laicado» —introducidas más tarde en la teología cristiana—, por lo que no es legítimo, ni posible, buscar en los escritos inspirados cristianos lo que es propio y peculiar de los laicos y lo que es específico de la jerarquía.[3]
Tras los tiempos del Nuevo Testamento, a pesar de todas las dificultades planteadas por el paganismo y por el Imperio romano, las comunidades cristianas y sus miembros se mostraban incansables en la comunicación del Evangelio. Muchos, de hecho, actúan como misioneros: «Los cristianos no dejan de difundir la doctrina en todos los lugares habitados de la tierra. Algunos, por ejemplo, se entregaron a la tarea de recorrer no solo las ciudades, sino también pueblos y campos, para conducir hacia Dios a otros devotos».[4] En verdad, el cristianismo no podría haberse difundido tan rápidamente sin la presencia dilatada y el testimonio convencido de laicos y laicas[5] en todos los estratos de la sociedad romana. «No somos de ayer —desafiará Tertuliano— y ya llenamos todo lo que es vuestro: ciudades, islas, fortalezas, prefecturas, aldeas, los propios campos, tribus, decurias, palacio, senado, fórum; os dejamos solo los templos».[6]
Otros laicos se destacaron como apologistas, proponiendo la fe cristiana y argumentando a su favor y en contra de los elementos de la cultura griega y latina que se le oponían. Tales fueron, por ejemplo, el filósofo palestino Justino (100-163/167), que abre una escuela en Roma, donde escribe sus Apologías (del emperador Antonino Pío), Diálogo con Trifón (crítico en relación con los judíos) y el Discurso a los griegos (crítica de la cultura griega); Taciano (siglo II), asirio de nacimiento, griego por formación, que también abre una escuela en Roma, donde escribe el Discurso a los griegos (profundamente crítico de la cultura griega); los laicos atenienses Arístides (activo a principios del siglo II), autor de una Apología del emperador Adriano (o de Antonino Pío) y Atenágoras, autor de la apología Presbeia, dirigida a los emperadores Marco Aurelio y Cómodo.
Las escuelas catequéticas de Alejandría de Egipto y Cesarea de Palestina, donde actuaron laicos de primer orden, manifestaron una indiscutible altura teológica y tuvieron una profunda influencia en la vida y en la conformación de la Iglesia de los siglos III y IV, reflejada en las discusiones dogmáticas de los siglos siguientes. La primera fue fundada por el laico Panteno y tuvo como maestro al genial Orígenes (185-254); la segunda fue fundada en Cesarea de Palestina por el propio Orígenes. En estas instituciones, jóvenes paganos simpatizantes del cristianismo podían confrontar, bajo la guía de un teólogo de peso, cuestiones filosóficas con la propuesta cristiana, preparando así el terreno para su eventual acogida en la fe.[7]
Aunque de forma limitada y en contra de lo habitual, pero autorizados (cuando no incentivados) por sus obispos, algunos laicos llegaron incluso a tomar la palabra en las asambleas litúrgicas y a conducir la homilía; los casos más célebres son el del ya citado Orígenes y el de Agustín.[8] Las Constituciones Apostólicas, un texto legislativo del siglo VI, confirmando la práctica ya existente, prevén esta posibilidad: «El maestro, incluso siendo laico, siempre que tenga la experiencia de la palabra y sea honesto en su conducta, debe enseñar, pues “ellos serán todos enseñados por Dios”».[9]
Mientras tanto, los laicos ejercieron, generalmente, los ministerios más simples, como los de ostiario, acólito, exorcista y lector. Es bastante conocido aquel pasaje en el que, en una carta al obispo Fabio de Antioquía, escrita en el 251, el papa Cornelio enumera los ministerios existentes en ese momento en la Iglesia de Roma: «Por lo tanto, este defensor de la pureza del Evangelio tal vez no sabía que debe haber un solo obispo en una Iglesia católica en la que hay —y no podía ignorarlo— cuarenta y seis presbíteros, siete diáconos, siete subdiáconos, cuarenta y dos acólitos, cincuenta y dos entre exorcistas, lectores y ostiarios, y más de mil quinientas viudas y personas necesitadas, todos alimentados por la gracia y por la bondad del Soberano [Dios]».[10]
De hecho, esos ministerios, con una variante u otra, estaban presentes prácticamente en todas las áreas de la Iglesia, porque respondían a las necesidades reales de casi todas las comunidades.[11]
Más tarde, con la introducción progresiva del cursus clericalis, requerido por la gran afluencia de candidatos para el presbiterado que siguió al reconocimiento de la Iglesia como «religión lícita» por Constantino (Edicto de Milán, 313) y como «religión oficial» por Teodosio (Edicto de Tesalónica, 381), la recepción de estos ministerios —más tarde llamados «órdenes menores»— se convirtió en paso obligado para la recepción de «órdenes mayores», es decir, el subdiaconado, el diaconado y el presbiterado.
Conviene recordar que, en los primeros siglos, la persona recibía la ordenación al ministerio para el que había sido elegida (obispo, presbítero, diácono) sin pasar por una preparación formal y sin haber recibido y ejercido, necesariamente, otros ministerios. Por eso era también común el fenómeno de la ordenación en contra de la voluntad del candidato, que no se sentía llamado o apto para asumir esa responsabilidad: «El candidato para el ministerio episcopal o presbiteral no afirmaba —y discernía con la ayuda de guías sabios— tener “vocación”, ser llamado. En esa época no se concebía una vocación en el sentido moderno: Dios llama a alguien a la vida ministerial. Nadie se sentía llamado por una inspiración divina que necesitara evaluar y verificar de acuerdo con sus propias posibilidades y cualidades. La llamada al ministerio se manifestaba a través de la necesidad de la comunidad cristiana, que elegía a sus propios ministros. Quien llama directa y públicamente es la Iglesia que vive aquí y ahora. La voluntad de la comunidad reunida en oración es la manifestación concreta y controlable de que alguien es llamado por Dios al ministerio. Como el obispo Cornelio (251-253), fue elegido de Dei et Christi eius iudicio (Cipriano, Ep. 55, 8, 4). Agustín escribe: “El estado clerical lo colocó Dios sobre los hombros para un servicio a su pueblo, y es más una carga que un honor (clericatum per populum suum Deus imposuit cervicibus ipsius: magis onus est quam honor)” (Sermo 355, 6). Si la comunidad quiere que alguien sea ordenado, es Dios quien lo quiere. La voluntad del elegido no cuenta, ya que fue llamado de esta manera y no puede ni debe oponer resistencia. Si no se pone en contra de la voluntad de Dios. Además, la comunidad eclesial llama según la necesidad de ministros para el servicio pastoral, teniendo en cuenta su tamaño y su extensión en el territorio. No se es ordenado solo porque alguien se siente llamado. Pero Dios, a través de diversos signos, expresa su voluntad: la aprobación y los testimonios de la gente, el consentimiento unánime, la aprobación de los obispos de las Iglesias vecinas en el caso del ministerio episcopal».[12] El caso más famoso es el de Ambrosio, gobernador de las provincias romanas de Lombardía, Liguria y Emilia, en el norte de Italia, que, todavía catecúmeno, fue aclamado por el clero y por el pueblo como obispo d...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Agradecimientos
  4. Índice
  5. Abreviaturas
  6. Prólogo
  7. Introducción
  8. 1. Una ojeada a los orígenes
  9. 2. El redescubrimiento de la diversidad ministerial por el Vaticano II
  10. 3. Medellín: la opción por las comunidades eclesiales de base
  11. 4. Ministeria quaedam: el fin de un monopolio clerical
  12. 5. La extraordinaria eclosión de nuevas prácticas eclesiales
  13. 6. Evangelii nuntiandi: la carta magna de los nuevos ministerios
  14. 7. Puebla: acción de gracias, discernimiento e impulso
  15. 8. Código de Derecho Canónico: lo paradójico de la ley
  16. 9. Christifideles laici: una piedra en el camino
  17. 10. Santo Domingo: «En la unidad del Espíritu Santo y con diversidad de ministerios y carismas»
  18. 11. Instrucción romana sobre la colaboración de los laicos en el ministerio de los sacerdotes
  19. 12. Reacciones a la Instrucción romana
  20. 13. CNBB: misión y ministerios de los cristianos laicos y laicas
  21. 14. Aparecida: ministerios de los discípulos misioneros laicos y laicas
  22. 15. Balance y perspectivas
  23. Epílogo
  24. Notas
  25. Más información