Agresión
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Agresión

¿Un nuevo y peligroso tabú?

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¿Un nuevo y peligroso tabú?

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La agresividad se ha convertido en un nuevo tabú, como sucedía antes con la sexualidad: o no se afronta, o se afronta con prejuicios morales. Es además un tabú peligroso, porque pone en juego la salud emocional de los niños, su autoestima y su confianza. En nuestra sociedad existe la tendencia a rechazar la expresión de cualquier emoción intensa que no sea «la felicidad». La misma idea motiva a los padres a alejarse de su condición humana y convertirse en meros actores para mantener su imagen de personas buenas y triunfadoras, ocultando incluso su propia agresividad.

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Información

Año
2015
ISBN
9788425433320
Categoría
Pedagogía
1. Anímicamente sano
La Organización Mundial de la Salud (World Health Organization, who) define la salud como «el estado de pleno bienestar físico, anímico y social» y no solo «la falta de enfermedad». No es necesario explicar por qué la salud física y anímica es tan importante para el individuo y la sociedad, así que seré breve.
La falta de salud es dolorosa. Reduce la calidad de vida del individuo y, en consecuencia, la de su círculo familiar más cercano. El nivel de salud de cada persona y de la sociedad en general es determinante para el gasto público. Se puede discutir mucho sobre la relación entre los valores y el modo de funcionar de las sociedades, por un lado, y la salud individual y familiar, por el otro. Lo que está claro es que la sociedad en su conjunto tiene mucho más poder de influencia que cada uno de nosotros de forma individual.
Por ejemplo, si una comunidad decide reducir los gastos en guarderías, obligando de esta forma a que una única persona esté al cuidado de 28 niños de entre 3 y 6 años durante siete horas al día, tal vez con el apoyo de otra persona las dos horas del mediodía para acostar a los más pequeños, se trata de una circunstancia objetiva que afecta a todos los implicados. (Si cree que es un ejemplo un tanto extremo, le recomiendo que viaje al sur de Europa o bien a Suecia, donde la pauta oficial es que dos adultos se ocupen de un máximo de 18 niños). Esta situación no solo es una amenaza para la salud de los niños, también lo es para la del resto de los implicados, familias y cuidadores.
Una educadora que pasa cinco horas al día sola con 28 niños y que no puede renunciar a su trabajo porque su familia depende de sus ingresos posiblemente se sienta abrumada por sentimientos de culpa, por no poder hacer bien su trabajo. Perderá la energía original que la llevó a trabajar con niños y, además, será una compañera y madre menos cariñosa. A esto último se lo llama Burn-out-Syndrom,1 lo que puede llegar a provocar su separación y su divorcio. El escenario más «optimista» sería que cambiara de empleo y dejara de trabajar como educadora. Sin embargo, la sociedad pierde así definitivamente la motivación original por la que invierte en su formación.
Los niños reaccionan ante este tipo de circunstancias con actitudes agresivas y/o hiperactivas, o con resignación. Los niños, o bien luchan por conseguir la atención y el apoyo que necesitan, o bien renuncian y se convierten en individuos «que funcionan». Los que pertenecen al primer grupo enseguida son catalogados como niños con «necesidades especiales» y enviados a un grupo especial, que además genera elevados costes. Aquí es donde entran en juego los psicólogos, pedagogos especiales, terapeutas de conducta, fisioterapeutas y terapeutas conversacionales. Todos se consuelan con la idea de querer «ayudar» a los niños, lo que, aunque no deja de ser un objetivo noble, no siempre se ajusta a su ética e integridad profesional.
En muchos países hemos llevado esta situación aún más lejos: hemos emprendido una agenda política que prevé la «integración» de todos los niños en las instituciones y escuelas. Los políticos consiguen, en nombre de la humanidad, «vender» este tipo de medidas porque saben que, al fin y al cabo, lo que quieren los padres es tener un «niño normal». Sin embargo, esto es cínico e insuficiente, además de muy costoso.
Tener un «niño disfuncional» es la peor pesadilla de la mayoría de los padres. Esta catalogación les exige un elevado sacrificio, que lastra además su matrimonio, sus capacidades y su profesión. La vergüenza y el sentimiento de culpa son tan grandes que muchos prefieren sufrir en silencio, como si fueran culpables de algo. Las inversiones que la comunidad hace en salud y bienestar son enormes. Sin embargo, no se hace ningún estudio científico sobre este fenómeno; los gobiernos de los diferentes países tienen mucho cuidado al elegir los estudios que han de financiar.
El otro grupo de niños, los que se resignan y son «de trato fácil y buen conformar», generalmente no suponen una carga económica para la sociedad hasta que llegan a la pubertad. Es entonces cuando un alarmante número acaba en centros psiquiátricos para niños y jóvenes. No solo cuentan con la primera experiencia en guarderías, también han pasado ya por la escuela, donde los profesores siguen creyendo que los niños de trato fácil son los niños sanos. Este grupo lo forman principalmente chicas. Las encontramos en países en los que la emancipación de la mujer avanza de forma muy lenta y su derecho a expresarse y desarrollarse todavía no es algo obvio. Ahora ya tienen entre 35 y 45 años, visitan demasiado a su médico de cabecera, se divorcian, sufren depresiones, episodios de miedo y muchos otros síntomas generados por una calidad de vida deficitaria.
He tratado de resumir lo que pueden llegar a ocasionar las políticas de ahorro mal dirigidas. Si queremos ahorrar gastos y ponemos en riesgo con ello el nivel de las guarderías, debemos asumir que habrá consecuencias. Las medidas de ahorro se basan en la idea equivocada de que la calidad genera costes elevados, y así se ignora que la falta de calidad provoca costes aún mayores. Y los verdaderos gastos los provoca la gestión política sin sentido ni responsabilidad, orientada a períodos de un máximo de cuatro años.
Aunque puedo llegar a entender que los pedagogos y educadores acepten este statu quo, debo reconocer que ¡no me gusta nada! Los pedagogos, educadores, especialistas y expertos han gozado de mucho protagonismo en las últimas tres décadas y han ganado mucho poder. Ya es hora de que asumamos nuestra responsabilidad social y nos involucremos en un sentido político.
Hasta aquí lo referido a la relación entre el individuo y la sociedad, y en relación, a su vez, con la salud. A continuación seré menos político y me centraré en el individuo y su familia. Voy a analizar el papel que le corresponde al individuo y a la familia al crear y conservar la salud psíquica.
Yo soy psicoterapeuta y, en un sentido histórico, mi profesión es muy reciente, apenas ha dado sus primeros pasos. Muchos de los «descubrimientos» psicoterapéuticos del siglo pasado simplemente confirmaban viejas creencias heredadas, pero desde una perspectiva diferente y en parte basada en resultados científicos. Como terapeuta familiar también me ocupo de la calidad de las relaciones interpersonales. Por ello, puedo concluir que intervengo ante un fenómeno relativamente nuevo: la importancia de cada individuo y de ciertos valores en las relaciones basadas en el amor.
Todo empieza con la familia, o al menos con esa relación personal y determinante para la existencia que es la relación entre padres (o uno de ellos) e hijos. La calidad de estas relaciones y las del niño con otros «cuidadores» fundamentales condiciona esencialmente el bienestar general del niño. Evidentemente, los factores socioeconómicos como la alimentación y la educación también son importantes, al igual que los factores políticos, como el acceso a las medidas de prevención general de la salud. Los padres, educadores y profesores son la fuente principal de salud psíquica y social en la vida del niño desde que nace hasta los 14 años.
Por ello, quisiera plantear la cuestión de qué hemos aprendido hasta hoy sobre la salud psíquica y social y cómo fomentar su desarrollo en nuestros hijos.
Para ello tendríamos que reunir en un gran estadio de fútbol a todos los psicoterapeutas, terapeutas familiares y parte de los psicólogos y plantearles las dos preguntas siguientes:
  1. ¿Cuál es el origen más común de los problemas de tus clientes, tanto consigo mismos como con sus allegados, parejas, hijos, jefes y amigos?
  2. ¿Cómo ha sido el proceso de aprendizaje que ha permitido a tus clientes salir de estos problemas?
Estoy convencido de que hay un consenso generalizado sobre la respuesta a estas dos preguntas: el grado de toma de conciencia es determinante y, por consiguiente, la capacidad de definir e identificarse con las necesidades y limitaciones personales de cada uno. Y unido a esto, la capacidad de decir que no cuando se quiere decir que no, y de decir que sí cuando se quiere decir que sí.
Esta es la clave de la salud psíquica y social, aunque la tradición quiera hacernos creer otra cosa. ¡Tan sencillo y complicado a la vez!
Tomar conciencia de uno mismo
¿Qué ha ocurrido entonces con la agresividad? ¿Por qué se ha convertido en un tabú?
Mi respuesta es que con el simple hecho de tomar conciencia y aceptar nuestras emociones y patrones de reacción interna y externa, conseguimos la autoestima necesaria para decir que sí o que no, según se ajuste a nuestro bienestar social y la salud psíquica.
Los niños no aprenden con prescripciones sino por medio de la experiencia, como auténticos científicos: inventan una teoría, la ponen a prueba con experimentos y extraen una enseñanza tanto de los fracasos como de los éxitos. Así es como actúa el niño cuando intenta subirse a una silla o tocar el piano, o el joven cuando aspira a ser el mejor jugador de su equipo de fútbol o se ha enamorado de alguien, cuando tiene sexo o cuando aprende a transformar los impulsos agresivos en conductas creativas y constructivas.
Siento tener que decepcionar a quienes crean que su hijo debe estar capacitado para todo ello antes de los 5 años. Para eso está la infancia; además, el niño debe recibir reacciones de cariño y empatía y estar rodeado de unos padres conscientes, hasta cierto punto, de sus valores y limitaciones.
¿Realmente solo hay esta alternativa? No, hay otra. Podemos establecer estrictas reglas morales y/o religiosas para los niños, que para ser más efectivas contemplen el castigo corporal y sirvan de amenaza de exclusión social. Esto todavía es posible en comunidades pequeñas y aisladas, pero es cada vez menos posible en el mundo de hoy en día, un mundo con perspectivas y conocimientos globales, un mundo cuya sociedad ya no goza de un estricto consenso moral. Esta alternativa, aquí meramente esbozada, queda fuera de mis planteamientos, puesto que nunca ha producido bienestar verdadero, ni en el individuo, ni en las relaciones, ni en la sociedad.
Para desarrollar una sana autoestima el niño debe sentir que es importante para sus padres y «merecer» su afecto y su amor. A partir de aquí, la autoestima se desarrolla en dos niveles: el cuantitativo y el cualitativo. El desarrollo cuantitativo se produce todos los días a cada minuto: mientras el niño se conoce a sí mismo y descubre y comprende su potencial, sus limitaciones, pensamientos, sentimientos y reacciones. Este desarrollo se produce durante toda la vida, a medida que evolucionamos y nos transformamos, y aumenta nuestro nivel de autoconocimiento. Lo que siempre seguirá siendo determinante es la conciencia de uno mismo.
El nivel cualitativo depende casi exclusivamente de las reacciones verbales y no verbales que recibe el niño por parte de los padres, otros adultos de referencia o los hermanos (en este orden).
Si tengo 1 año y medio y disfruto descubriendo el mundo, metiéndome en la boca todo lo que encuentro, mi autoestima dependerá de la respuesta de mis padres. Si consiguen convencerme de que no pase todo por mi boca sin acabar con mi afán de descubrimiento, entonces todo irá bien. Sin embargo, si la respuesta de mis padres carece de empatía, yo me sentiré mal y no me irá bien.
Si tengo 2 años y medio y abrazo a mi hermana pequeña tan fuerte que casi la ahogo y mis padres intervienen para mostrarme cómo expresar mi amor con algo más de delicadeza, todo irá bien. Si se ponen furiosos, me chillan y quitan con fuerza mis brazos de encima de mi hermana, me estarán privando de una experiencia fundamental, la de aprender a querer a otra persona observando sus limitaciones personales, y entonces no me irá bien.
Esto tiene dos razones de ser. Una ha sido descubierta y formulada por la neurobiología: la capacidad de aprendizaje de un niño, sea intelectual o social, disminuye si el contexto en el que el niño aprende es crítico. Y así es como los padres y profesores acaban metidos en un círculo vicioso en el que se sienten frustrados y enfadados todo el tiempo, porque tienen que repetir todo «tropecientas» veces, y los niños se sienten mal, inútiles y no dignos de ser respetados. El otro motivo es la muy conocida reacción emocional de todos los niños: si mis padres no son felices es porque hay algo en mí, algo en mi ser, que no está bien.
Este mecanismo se activa en cualquier niño, en cualquier momento. Por ello, la autoestima y la salud anímica y social del niño dependen de forma casi exclusiva de la reacción de sus padres. Esto es así al margen del estado emocional en el que se encuentre el niño, esté feliz, entusiasmado, con ganas de jugar, triste, infeliz, sufriendo o más bien furioso y agresivo.
Los adultos, en cambio, tienen muy presentes sus objetivos elevados y convierten la agresividad en un tabú social. Impiden que sus hijos profundicen en el autoconocimiento y aprendan a tratar sus emociones de forma cada vez más madura y socialmente aceptable, y de esta forma impiden el desarrollo de su autoestima y capacidad para empatizar. Es como si ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo
  6. 1. Anímicamente sano
  7. 2. ¡Rechazamos la violencia!
  8. 3. Los orígenes de la agresividad
  9. 4. Integrar la agresividad
  10. 5. ¿Moral o existencia?
  11. 6. La empatía: el antídoto contra la violencia
  12. 7. Si su hijo es agresivo
  13. 8. Conclusión
  14. Epílogo de Ingeborg Szöllösi
  15. Información adicional