El saldo del espíritu
eBook - ePub

El saldo del espíritu

Capitalismo, cultura, valores

  1. Spanish
  2. ePUB (apto para móviles)
  3. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

El saldo del espíritu

Capitalismo, cultura, valores

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

El autor sostiene que las universidades europeas han proporcionado en los últimos años un magnífico laboratorio para la privatización integral de la vida en que parece desembocar la primera crisis del capitalismo del siglo XXI. Una enseñanza y una investigación fundadas en la movilidad, la flexibilidad, la innovación y el dinamismo —sin olvidar la pleitesía rendida a los llamados valores— han proporcionado el modelo para la parte amable de la ideología futura, mientras que, por lo que toca a la menos grata, el modelo de la universidad como una empresa competitiva e integrada en el mercado se ha convertido en la esencia de la educación superior.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a El saldo del espíritu de Valdecantos, Antonio en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Pedagogía y Educación general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2014
ISBN
9788425433443
Categoría
Pedagogía

Diez cartas sobre valores, cultura y capitalismo

Se reproducen a continuación en su integridad diez cartas cuyo texto me ha proporcionado mi distinguida amiga la profesora Margarita Cejador de la Dehesa, con sendas respuestas del corresponsal a quien se las envió, persona esta, según la profesora Cejador, muy digna de ser conocida y leída, aunque ella solo lo haya tratado epistolarmente, como se pondrá aquí de manifiesto.
En todos los casos, son míos los títulos que preceden a cada carta, así como las notas a pie de página. Según me refiere Margarita Cejador, el intercambio epistolar se produjo en todas las ocasiones conforme a las costumbres postales tradicionales (salvo una vez, en que la carta se envió por mensajería urgente) y sin ningún uso del correo electrónico, que su corresponsal, al parecer, desconoce del todo. Margarita me señala que Isidoro Bósforo Añastro, doctor en Filología Clásica y en Derecho Canónico, vive retirado en cierto lugar de la provincia de Soria (al parecer en una granja, llamada de San Zacarías), después de haber enseñado Indoeuropeo y Teoría del Estado en Madrid durante la última década del siglo pasado y de haber escrito varios libros —todos ellos inéditos— de temas diversos. Como verá el lector, la correspondencia es del invierno y la primavera de 2013.

1. Saberes para estar al día

Madrid, 24 de enero de 2013
Querido doctor Bósforo: confío en que los fríos y demás rigores de estos días pasados le hayan sido leves y espero que saque usted adelante con el mayor fruto el proyecto del que me hablaba en su última carta40. En relación con las tres preguntas o consultas que me hacía, solo puedo, por ahora, responderle a la tocante a la Carta sobre el «humanismo» de Heidegger. Hay, como usted creía recordar, varias traducciones, entre ellas una reciente y de la mayor solvencia, en el volumen (que recordará de sobra) titulado Wegmarken, y que los traductores han vertido, con toda exactitud, como Hitos41. He encargado dos ejemplares al librero y me propongo enviarle a usted uno de ellos en cuanto me los traigan, así que no hace falta que baje a buscarlo a Soria. Supongo que se hace perfecto cargo de que, con esto de las humanidades y del humanismo, resbala hacia terrenos bien pantanosos. Estoy segura de que muchas gentes se han entrometido en ellos y no han sido capaces de salir de la ciénaga ni siquiera físicamente. Ya se sabe: se pierde toda noticia de alguien durante varios años y se da en suponer que trabaja en el extranjero o que ha hecho una buena boda, o quizá que ha muerto en vacaciones, cuando en realidad el desaparecido está paralizado, sin salir apenas de casa y sin atreverse a hablar con nadie, como consecuencia de ciertas cosas que ha leído o escrito, las cuales ya no le permiten ningún comercio humano. No se lo digo, créame, por experiencia propia (de esto quizá sabe usted más, ya que, hasta cierto punto, su retirada a San Zacarías fue un encenagamiento de este tipo, por lo menos según el parecer de algunos), pero sí le contaré que en una ocasión (y con esto me meto de lleno en la cuestión misma del humanismo y las humanidades, aunque no sé si también en la ciénaga) tuve la temeridad de exponer en clase, ante un grupo de muchachos de diecisiete años42, que la operación de leer solo podía considerarse exitosa cuando, después de ejecutada, el lector se volvía un peligroso social o enfermaba seriamente. Lo que le ocurrió a don Quijote con sus lecturas no fue, según esta tesis, una rara desgracia derivada de la mala hechura del género de libros frecuentado, sino precisamente lo que debería ser la secuela de cualquier lectura atenta y honrada, es decir, la imposibilidad de adaptarse a una vida exterior a los libros y la consciencia cierta de la indignidad de hacerlo. Todo lo demás es considerar la lectura una tarea meramente utilitaria (leyendo todo como quien consulta la guía de ferrocarriles o el Calendario zaragozano, que es la manera que mucha gente tiene de leer cualquier cosa) o coquetear de manera gazmoña con la verdad sin atreverse a llegar a mayores. No voy a darle detalles de los disgustos de todo tipo que aquel desahogo docente me causó con los comités de padres de alumnos y con comisiones escolares de todo tipo.
Pero lo que le decía no se refería, por lo menos de manera directa, a lo anterior (es decir, a la constitutiva morbidez de toda lectura que valga la pena y a la traición en que incurre el administrador de conocimientos cuando vocea todo eso, ya sabe usted, de que leer es formativo y crea buenos ciudadanos), sino a los peligros a que se expone quien, sin estar afiliado a nada que poder exhibir como garantía, emprende una disertación sobre toda esta cosa del humanismo, de las humanidades y de lo humano, así como sobre la consabida crisis en que ello se encuentra. No me cabe ninguna duda de que usted (que, por tantos motivos, está inmunizado contra los principales vicios que en estas circunstancias se manifiestan) saldrá airoso del empeño, pero lo cierto es que se tratará del primer caso que yo conozca, porque, según he tenido ocasión de sufrir en numerosas ocasiones, opinar sobre estos asuntos conduce, hasta en los espíritus más agudos, a manifestaciones de estupidez totalmente indignas de quienes las padecen. Por algún motivo que desconozco, estos temas sufren una especie de maldición tal que quienes caen en ella ya no son capaces de volver a decir nada inteligente durante muchísimo tiempo, como si se hubieran metido, según decía antes, en una ciénaga que impidiese casi del todo el movimiento y rebajase inconcebiblemente el ritmo de la respiración, la velocidad del habla y la agudeza de la vista. No le digo que tenga usted cuidado porque ya sé que no necesitará tomárselo, pero sí le advierto de que la Corte está llena de defensores de las humanidades y del humanismo, y de que estos abundan entre las profesiones más insospechadas. ¿Me permitirá usted alguna breve observación sobre estos temas, con la idea de que pueda servirle de ayuda para sus futuros escritos?
Si no me lo toma a frivolidad —que creo que no lo es—, le confesaré la primera impresión que recibí cuando el conjunto de las disciplinas tradicionales de letras (o de Filosofía y Letras, como todavía se llamaba la facultad en la que yo estudié) empezaron a denominarse, con impostada naturalidad que al mismo tiempo añadía gravedad y virtud, de «Humanidades». No es que yo fuera ignorante de la larga y azarosa historia de la palabra (más complicada, desde luego, de lo que cree la mayor parte de quienes se santifican con su pronunciación), pero me resultaba inevitable juntar o cruzar dos contextos de uso que me salían al paso repetidas veces. Uno de ellos era el que correspondía a cierto uso vespertino, patricio y predominantemente femenil de la palabra «humanidades», un uso muy fácil de comprender para cualquiera que haya estado alguna vez en ciertos sitios a cierta hora de la tarde. Este tipo de actos de cultura, tan necesarios, desde luego, en toda república bien ordenada, se ofrecía a veces en forma de cursos o cursillos para los cuales el nombre de «humanidades» resultaba, por algún motivo, muy sonoro y sugestivo. Le estoy hablando de hace muchos años, cuando no estaba tan lejos el «Instituto de Humanidades» que fundó Ortega, con sus conferencias en cines y teatros madrileños, tan comentadas y conocidas. «Humanidades» era, en esta acepción, el nombre de un conjunto de actos sociales en los que el lucimiento de los abrigos de piel y la atmósfera perfumada rendía ciertos beneficios (por lo general no muy pingües) a un puñado de conferenciantes de tema libresco, lo bastante sugestivos y amenos para no dormir al público y suficientemente graves para no desmentir su pertenencia a las cumbres del intelecto nacional.
Este era, como le digo, el primer contexto. El segundo quizá no fuera propiamente un contexto, sino más bien una elaboración mía. ¿No le dan a usted un poco de grima las palabras «humanismo» y «humanista» cuando se emplean en el panegírico de algún grave varón, difunto o de avanzada edad, que además de haberse dedicado con éxito a la vida conspiratoria, a ganar mucho dinero, a ocupar muchos cargos, a acudir a muchas cenas, a seducir a muchas mujeres, a servir a muchos poderes (y a ejercer, llegado el caso, alguno de ellos), ha logrado mantener siempre el gesto grave y la dicción concisa, moralizando con sobriedad y dando a entender que sus lecturas son tan numerosas como escogidas? Ya ve que el primer contexto es principalmente femenino y el segundo masculino, aunque a veces puedan invertirse los términos. Para ser tenido por un hombre de graves principios humanistas no es necesario mucho más que haber ido alguna vez, a últimos de octubre, a ver el Tenorio y recordar unas cuantas expresiones latinas del bachillerato, siempre que se haya poseído cierto número de libros, atesorados en una habitación ad hoc y cuyo conjunto merezca ser llamado «biblioteca». La maña para expresar cualquier lugar común de la calle como la destilación de lo contenido en un anaquel entero de la biblioteca propia —tarea para la que una pronunciación cuidada y un traje bien cortado son los mejores auxilios, casi los únicos necesarios— constituye lo esencial del «hombre de formación humanista». Las dos versiones, femenina y masculina, de la cultura humanística, tenían en común la pericia en el arte de aprender lo que hay que saber y de adiestrarse en lo que hay que saber decir. «Saber» y «saber decir» de un modo que no se reducía tan solo a lo aconsejable en los salones. En realidad, los salones eran el lugar de preparación retórica para otros lugares mucho más decisivos.
Pues bien, querido Bósforo: lo que a mí me empezó a parecer muy pronto es que la preferencia por la expresión «humanidades» en perjuicio de otras como «letras» o «ciencias humanas» (o, a la alemana, «ciencias del espíritu») formaba parte de un proceso perverso encaminado a convertir las disciplinas en cuestión en provisión para lo «humanístico», entendido en sus dos versiones anteriores, femenina y masculina, si bien no en las tradicionales, tan rancias y elitistas, sino en otra de nuevo cuño, totalmente democrática y hasta popular, en la que «lo que hay que saber» y «lo que hay que saber decir», aun sin dejar de remontarse a veces a un patrimonio muy antiguo, se cortase sobre todo por el patrón de la actualidad y del presente, medida de todas las épocas y de todos los valores. Las humanidades tendrían que ser, casi tautológicamente, contemporáneas, y consistirían en la glosa culta de los grandes asuntos o temas candentes de nuestro tiempo, una glosa que a menudo requeriría cierto saber histórico, aunque muy dosificado y no adquirido indiscriminadamente. Esa idea de lo que sea el presente estaba inspirada —y sigue estándolo, quizá con aumento— por la noción tan familiar de «estar al día», un afán que impide cualquier clase de comprensión de lo contemporáneo y que atrofia en muy poco tiempo los órganos de la inteligencia y del pensamiento. Estar al día sobre todas las novedades del mundo actual exige dedicar el día entero a esta tarea, reciclarse al mismo ritmo que los innumerables aparatos y dispositivos que es preciso conocer, adquirir y desechar, y procesar un flujo de información cuyo volumen es incompatible con el pensamiento. Por «humanidades» habrá de entenderse el comentario de todos esos fenómenos desde un punto de vista «interdisciplinar» y «crítico» (dos palabras cuya sola pronunciación suscita cabeceos de asentimiento típicamente ovinos, de los que habría que guardarse como de una enfermedad tropical), y con la vista enfocada, desde luego, en una perspectiva de valores, término este último sobre el que me consta que está usted lo bastante precavido para que necesite mis advertencias.
En realidad, estas humanidades contemporáneas, interdisciplinares y tecnológicas se parecen muchísimo al humanismo rancio de las damas y caballeros de los siglos XIX y XX. Ni en nuestro caso ni en el suyo se trataba solamente de un honesto y ameno entretenimiento, sino, sobre todo, del espacio en el que se define a la vez la tópica de los asuntos que son de conocimiento común y los modelos de la buena disposición y elocución del discurso sobre ellos y sobre cualquier asunto en general. Alguna vez he tenido ocasión de hablar con los defensores de los nuevos estudios de «Humanidades», y lo poco que les he entendido de la jerga, completamente gazmoña y cursi, en que se expresan, son tres cosas que a primera vista resultan impresentables, pero que, bien examinadas, no están faltas de enjundia. Con cierta frecuencia les he oído la salmodia tan frecuente de que ellos están «para formar ciudadanos», repetida por casi cualquier ganapán docente, pero que en boca de profesores de universidad no resulta de ninguna manera de recibo: ¿es que quienes no vayan a la universidad o no sigan estudios de humanidades van a dejar de ser ciudadanos formados o van a sufrir alguna clase de deformidad? Pero dejemos por esta vez lo de la ciudadanía (una palabra, qué quiere que le diga, que me pone un poco nerviosa). El segundo tópico es de parecida hechura. Oirá usted decir al profesor moderno e integrado cosas tales como que sus enseñanzas van encaminadas a que los alumnos (a quienes suelen llamar, paternalmente, «los chicos») aprendan a entender lo que dice el periódico —digital, supongo— o, con mayor amplitud, los medios, pronunciándose esta expresión de la manera más untuosa posible. No creo necesario entrar en otras consideraciones porque valen las anteriores. Se ve que quienes no sigan estudios universitarios de humanidades están condenados a no entender lo que dicen «los medios» o a malentenderlo lamentablemente (lo cual, bien mirado, puede que no sea siempre perjudicial para el discernimiento). Pero me interesa más ahora el tercer tópico, que es el tocante a «aprender a argumentar». Ya puede usted imaginarse: «se trata de algo tan decisivo —y aquí se produce una mueca de arrobo— como saber —ahora viene una pausa, seguida de una explosión de énfasis— argumentar» —y el resto es silencio, porque con lo anterior está dicho todo.
Desde luego, debe repetirse ahora lo anotado en relación con las dos tesis anteriores. ¿Acaso quienes no sean alumnos de estos colegas serán gentes ayunas de toda ingesta argumentativa? Ya sabe usted que yo aprecio mucho los saberes retóricos, pero la verdad es que hay muy poco digno de aprecio en toda esta beatería. Según mis conclusiones —que, sin ninguna duda, pueden ser fruto de la precipitación y del prejuicio—, la idea con que aquí se cuenta podría parafrasearse de la siguiente manera: dada una tesis que alguien esté interesado en hacer valer, el mejor procedimiento para lograrlo consistirá en hallar creencias de general aceptación (o admitidas, por lo menos, como verosímiles), de las que se siga la tesis en cuestión o que, por lo menos, apoyen o favorezcan su admisión. Esta regla de la busca de premisas máximamente verosímiles se acompañará de otra, muy afín, según la cual las palabras del otro tienen que ser entendidas, desde luego, conforme a aquella interpretación que las haga más aceptables de acuerdo con lo que por lo general se asume como aceptable. Con estas dos reglas, dialéctica la primera y hermenéutica la segunda, se tiene seguramente lo decisivo para progresar en el aprendizaje de la argumentación, una capacidad, además, de la mayor importancia desde el punto de vista de los llamados valores, ya que permite eso tan santificante de ponerse en el lugar del otro. Estas nociones provienen, sin duda, de momentos muy señeros de la historia del pensamiento y, tomadas por separado, son dignas de la mayor estima, pero el conjunto que forman es un verdadero producto de saldo. Quien aprenda a razonar de ese modo quedará tarado para cualquier excogitación que no sea trivialmente previsible y predecible, y lo que habrá aprendido, más que otra cosa, será el arte de decir lo que en cada caso quiere oírse y de entenderlo todo (con la mayor economía) del modo que menos perturbaciones cause en lo que uno da por bien sabido y admitido. En eso consiste quizá llevar el humanismo a la práctica y ejercer un pensamiento con rostro humano, ceñido a las verdaderas necesidades de la vida y de las personas de carne y hueso, y no embriagado con abstracciones ni con anacronismos: un razonar atento, sensible y cercano que nos humanice y nos haga mejores. ¿No le saca a usted de quicio toda esta manera de hablar?
Me gustaría conocer su opinión sobre lo anterior y no desearía, por ahora, extenderme más. Pero sí quisiera, al menos, llegar a una conclusión explícita. Si no estoy equivocada, la dialéctica y la hermenéutica tradicionales nacieron y crecieron como artes de la dificultad, como medios para buscar justificación a tesis inopinadas, esquinadas e indigestas y para entender escritos oscuros, inciertos o enigmáticos. En realidad, el buen dialéctico y el buen hermeneuta saben que la materia con la que tratan carece de justificación y no puede esclarecerse, aunque la vida civil exija simular lo uno y lo otro. Pero el humanismo banal es un arte de la facilidad que simplemente rehúye todo lo que no se acomode a la común sensibilidad y al parecer de las personas de bien. Esta manera humanista de entender y de hablar es un arte de aplanarlo todo y de reducirlo a los términos de una conversación cortesana en la que se intercambian sensatas opiniones y gratas curiosidades, confiando en que tan laudable práctica sirva al bien común y sea parte del progreso moral. Ese discreto coloquio humanista puede adoptar a veces la forma de una honrada disputa donde, en lugar de contender incivilmente, los participantes cooperan en la búsqueda desinteresada de la verdad: la polémica es, no en vano, la sal del coloquio y lo que pone a prueba los valores que rigen la conversación. De hecho, la discusión ordenada y cortés constituye la mejor alegoría de una vida sujeta a valores. En el salón está presente, quintaesenciada, la entera conversación de la humanidad, y para que tal cosa sea posible es necesario obedecer a las dos reglas (dialéctica y hermenéutica) antes referidas, aunque de un modo que adultere su sentido y que incluso lo vuelva del revés, porque de lo que en rea...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo
  6. El saldo de la ficción
  7. La ideología humanística
  8. El imperio de los valores
  9. Universidad, tecnocracia y mercado
  10. Diez cartas sobre valores, cultura y capitalismo
  11. Más información