Ética para seducir
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Ética para seducir

Cinco vías para hacer creíble la ética cristiana

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Ética para seducir

Cinco vías para hacer creíble la ética cristiana

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El autor propone en este ensayo repensar algunos presupuestos nucleares de la ética cristina. Si esta pretende hacerse creíble y mantener la capacidad seductora de su propuesta ha de tener presente que algunos de los elementos que la sostenían han dejado de estar presentes. "Lo creíble es, por definición, indemostrable, inverificable mediante pruebas definitivas. Si hay que reconocer algo como creíble, el punto de partida es la confianza en quien hace la propuesta, sin que por ello quede anulada la capacidad crítica y reflexiva, sino más bien potenciada."

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Información

Año
2015
ISBN
9788425434280
Categoría
Religione
1
LA COHERENCIA EX-PUESTA
Los humanos estamos estructurados alrededor de tres núcleos fundamentales que interaccionan entre sí: lo que pensamos, lo que hacemos y lo que sentimos. Lo que pensamos tiene que ver con la dimensión noética (del griego νόησις, conocimiento racional del mundo de las ideas en general). Lo que hacemos está ligado a la ética (del griego ἔθος o ἦθος, capacidad de enjuiciar el obrar). Y lo que sentimos se vincula a la facultad estética (del griego αἰσθητική, relativo a la sensación).
En el primer núcleo, toda idea pensada se articula y se expresa mediante un lenguaje. La palabra, en efecto, es un elemento constitutivo de la dimensión noética, sin la cual no podríamos nombrar lo real ni ubicarnos en ello. Es más, sin el lenguaje la realidad en cierto modo se disuelve: si esta no es nombrada, en muchos sentidos es como si no existiera. Así que un primer nivel de coherencia, se establece ya aquí. El uso de palabras huecas, el lenguaje vacío de contenido, expresa una incoherencia entre la palabra emitida y la idea construida, entre la retórica y la dialéctica. El segundo núcleo, la ética, tiene que ver con la capacidad de afirmar que algo es bueno o malo, justo o injusto, situándonos ante lo real que nos interpela, que nos pide una respuesta. Está vinculado directamente con el obrar, que también puede ser coherente o incoherente. El tercer núcleo, el de lo emocional, tiene que ver con la capacidad para sentir lo real y dejarnos afectar por ello, alejándonos así de la indolencia y la indiferencia. Acontece en ese rincón del alma que resulta inverificable desde el exterior. Pero de su invisibilidad no se concluye ni su ausencia ni su presencia, sino que se da en un ámbito al que solo, y a solas, accede cada ser humano por sí mismo.
No cabe duda de que el saber y el sentir configuran buena parte de nuestro obrar. Es más, si alguien tiene atrofiado uno de ellos, o ambos a la vez, no se le puede pedir responsabilidad moral. Un discapacitado psíquico que tiene una grave desconexión con lo real porque «no sabe» o «no se da cuenta», no es imputable ética y jurídicamente por su obrar. No es responsable de lo que hace. De igual manera, cuando se elimina o está alterada la dimensión estética de un ser humano, esa capacidad para emocionarse, para quedar «tocado» por lo real, para experimentar la solidaridad o la compasión, suele emerger una individualidad mutilada emocionalmente, alguien a quien la crueldad y el sufrimiento ajenos pueden no afectarle en absoluto.
1. EL STATUS DE LA COHERENCIA Y LA AUTENTICIDAD
Si decimos esto, es para tratar de colocar en su sitio la coherencia y la autenticidad. Realmente, cuando van ligados lo noético y lo ético, hablamos de coherencia. En el lenguaje común, decimos que esta aparece cuando lo que se dice y lo que se hace van indisolublemente unidos y esto puede ser verificado por un tercero desde fuera. Pero eso no quiere decir que ya estemos directamente en el ámbito de la autenticidad. Esta se da cuando, siempre dentro de la tensión entre lo dicho y lo hecho, la persona siente lo que coherentemente enuncia y realiza como fuente interior de sentido, como su propia «razón existencial».1 Dicho con otras palabras, la coherencia es una exigencia, un requisito, un imperativo que se da siempre mediando entre la noética y la ética, mientras que la autenticidad, además, necesita de la estética, es decir, de la experiencia interior como el fundamento de su ser, como la cohesión de su vida. Pues bien, la vía creíble de la ética cristiana es la coherencia, por ser contrastable, visible y pública, mientras que la autenticidad solo acontece en la intimidad.
El término «coherencia» proviene del latín co- (conjunta, globalmente) y haerere (estar unido, pegado, adherido). Designa la cualidad de aquello que presenta una relación o conexión interna e integral de sus diferentes partes entre sí. La coherencia de la que hablamos aquí, empero, no lleva aparejada ya de por sí la adhesión o el consentimiento personales, pues lo que estos generan sobre todo es respeto y admiración. De hecho, la adhesión no se consigue solo con coherencia: aunque esta sea condición sine qua non, se consigue más bien con autenticidad. Es posible ser coherentes sin ser auténticos. Podemos, a partir de un ejercicio voluntarista, hacer coincidir lo que decimos con lo que hacemos sin sentirlo, sin que toque las fibras más íntimas de nuestro ser. La coherencia, respetada y admirada públicamente, puede estar sostenida por un gran vacío existencial. Deberíamos tratar de no renunciar a lograr la coherencia, aunque sea a base de voluntad, si se pretende presentar en público un mensaje creíble. Pero ninguna propuesta con pretensión de publicidad, y la ética cristiana tiene esta vocación de manera inherente, generará adhesiones si no destila, si no huele, si no deja traslucir autenticidad. Dos niveles, por tanto, han de quedar claros: el de la coherencia, ligada al respeto y la admiración; y el de la autenticidad, ligada a la intimidad y la adhesión. La vía para hacer «creíble» la ética cristiana se da principalmente en el primero de ellos.
La autenticidad va más allá de las cualidades observables externas porque anida en el sustrato de la esencia de lo humano, en las propiedades constitutivas que sostienen todo lo cuantificable y medible. Exige que el que dice y hace coherentemente esté ubicado en un argumento de esencial sentido biográfico que no es totalmente justificable ni ideológica ni práxicamente. La autenticidad es un sobrepasamiento inverificable desde fuera, desde la mirada exterior. La coherencia, por su parte, supone la «prueba del algodón» a la hora de presentarse sinceramente en público y obtener atención y consideración, esto es, respeto. La autenticidad nos adentra, además, en la verosimilitud, en la condición osmótica para la adhesión. Esta última no se ubica tanto en el espacio social como en el ámbito de lo íntimo y personal. Si bien es verdad que alguien es capaz de poner resueltamente su vida en juego por coherencia y ser reconocido públicamente por ello como héroe, no es menos cierto que han de encontrarse presentes en su intimidad, no expuestos por tanto a la vista de nadie, los argumentos confesables o inconfesables, pero sin duda intransferibles, que doten de sentido, de argumento verosímil, para no jugarse la existencia en vano. Nadie, en su sano juicio, da su vida solo para que le hagan una estatua. Al hilo de ello, si la propuesta moral cristiana pretende ser respetada públicamente, tendrá que ser sobre todo por la coherencia personal o institucional de quien la realiza. Y si, además, se presenta como una oferta para la adhesión, que se puede aceptar o rechazar pero nunca imponer, habrá de permear también autenticidad.
Constatar que existen en nuestras sociedades grupos con diferentes cosmovisiones y distintas concepciones de lo que es una vida buena y digna no resulta para nadie una originalidad. Lo realmente novedoso en nuestros días es el «imperativo de la justificación» al que son sometidas cada una de las propuestas éticas que tienen la pretensión de presentarse a la vista de todos y poder ser debatidas en el ágora, el espacio compartido por todos. En el momento en que se accede al ruedo público, hay que estar dispuestos a exponer razonablemente los deberes y valores que cada propuesta lleva implícitos desde una coherencia argumentativa y práxica. Lo público tiene aquí, por cierto, dos sentidos: en primer lugar, espacio común, anónimo; en segundo, espacio estatal. Como explica Habermas:
La idea de espacio público designa un territorio de nuestra vida social donde puede formarse algo así como una opinión pública. Por lo general, todos los ciudadanos pueden tener acceso a este territorio. Una parte del espacio público se constituye con cada conversación entre individuos, cuando abandonan su vida privada y se interesan por cosas comunes, es decir, públicas. En ese momento se comportan, por ejemplo, no como comerciantes ni como profesionales que dirimen sus asuntos privados, ni tampoco como personas jurídicas que se someten a los códigos legales de la burocracia estatal. Los ciudadanos se comportan como un público cuando, y solo cuando, «sin que nadie los obligue, es decir, bajo la garantía de reunirse libremente», puedan expresar y publicar su opinión sobre asuntos de interés común. El espacio público político se constituye cuando las discusiones públicas se refieren a la vida y al desempeño del Estado.2
Pues bien, si la ética cristiana es pública, entendido lo público como espacio común y no como espacio estatal, ha de ser presentada desde el imperativo coherentista. No cabe la distorsión entre lo que se dice y lo que se hace. En efecto, si lo que se propone a la vista y consideración de todos no cuenta con la premisa de un mínimo de coherencia sincera, eso mismo queda descalificado, cuando no degradado y estigmatizado como propuesta. En la esfera pública, relativa al modo de obrar y vivir éticamente, todos los ciudadanos están obligados a generar y mantener las condiciones de posibilidad para que se realice la coherencia social, y entre ellas se encuentra el respeto.
En las democracias liberales3 occidentales quedó instalado el principio de la tolerancia4 como elemento de articulación social y como configurador de una ciudadanía que está dispuesta a no reprimir las convicciones de los otros, especialmente las religiosas o morales, aunque le parezcan falsas o desechables, ni a impedir su expresión. Pero tolerancia no significa necesariamente aprobación de tales convicciones, ni tampoco indiferencia frente a lo verdadero y bueno. La «persecución», por motivos religiosos o ideológicos, no goza de aceptación axiológica en nuestra cultura. Cada una de las propuestas que se plantean en el contexto occidental cuenta, como punto de partida, con el respeto público, con tal de que no dañen ni traten de imponerse por la fuerza a terceros. La soberanía de la libertad individual5 no puede en ningún momento ser menoscabada ni violentada. Más bien, ha de ser respetada. La maximización de la libertad lleva ineludiblemente anexo el valor del respeto, que no es poca cosa. Estemos de acuerdo o no con el modelo liberal en la configuración del Estado y la sociedad, lo cierto es que estamos instalados en él y ese es el escenario en el que hemos de hacer creíble la ética cristiana en Occidente.
La exigencia de coherencia forma parte del yo público, de aquello que puede ser juzgado por los demás, al ser testigos de lo que ven y lo que oyen de otro. Sus intenciones, motivaciones e intereses quedan siempre al resguardo de la mirada y del oído ajeno, pertenecen al ámbito de la intimidad. Por eso, la coherencia puede ser juzgada, mientras que la autenticidad no. El problema, vuelvo a indicar, es que esta nunca se puede propiamente contrastar, es una dimensión que se ubica en el ámbito de la fe, aunque no sea en sentido religioso sino en el sentido de lo confiante. Podré confiar en la autenticidad del otro por la visibilidad de su coherencia, mostrar mi adhesión confiando en que él tenga probado y verificado como auténtico aquello que pertenece al ámbito más secreto e íntimo de su ser, inaccesible desde ninguna vía exterior. La pretensión de autenticidad requiere, además, que el motivo, el porqué y el para qué estén resueltos ante uno mismo. Se podrá dar razón de ellos, sin duda, pero la autenticidad nunca podrá pasar fácilmente la prueba de la verificación pública.
Algunas teorías de la verdad en la actualidad identifican coherencia con verdad. A mi entender, esto no es tan claro. Puede haber coherencia también en el error y, aun a pesar de eso, existir sinceridad. En este aspecto, la verdad, entendida como verosimilitud, está más vinculada a la autenticidad que la coherencia, ligada a la sinceridad. Así, mientras que la coherencia sincera abre la puerta de la admiración y el respeto en el espacio público común, la autenticidad verosímil abre la siguiente cancela, la de la adhesión por la seducción confiante.
2. LA CONQUISTA DEL RESPETO: VIA COHERENTIS
En otros tiempos, la coherencia ética cristiana era la vía segura para el divertimento en el espectáculo circense del mundo romano o para subir al patíbulo, como le ocurrió a Tomás Moro. Sin embargo, en nuestros días es la única manera de poder presentarse en la plaza pública. El respeto, aunque no se acepten ni los presupuestos ideológicos o creenciales, ni las actuaciones derivados de ellos, es algo que habría que empezar a ponderar como auténtico «lugar teológico» (locus theologicus), sin el cual es imposible la humana convivencia y la cristiana existencia. Esto es un dato que no hemos de perder de vista en ningún momento a la hora de mostrar la credibilidad de la ética cristiana.6 Pero hemos de bucear en la conquista del respeto un poco más, para que este no se degrade ni degenere en un «todo vale». El respeto exige que no valga todo, porque la tolerancia en ningún caso equivale a la indiferencia y porque no es un regalo anticuado, sino una conquista lograda.
La Carta a Diogneto,7 tal vez escrita por Cuadrato, obispo de Atenas, y dirigida al emperador Adriano, antiguo arconte de Atenas, en el año 112 d.C., aunque no hay certeza total sobre su autor y su destinatario, ya muestra la via coherentis como elemento para la conquista del respeto, pues «los mismos que los odian no pueden decir los motivos de su odio». Desde la primera comunidad cristiana de Jerusalén hasta bien entrada la modernidad, el respeto se ha ido conquistando por esta vía, sobre todo cuando la coherencia se vehiculaba desde los débiles, los pobres y, especialmente, con los enfermos y moribundos aun a costa de la propia vida, «dando razones para la esperanza» (1 Pe 3,15). En el año 165, durante el reinado del emperador Marco Aurelio, una terrible epidemia asoló el territorio del Imperio romano eliminando una cuarta parte de la población durante más de una década. El mismo emperador pereció a causa de ella. Un siglo después, una nueva plaga volvió a golpear el Imperio, causando unas cinco mil muertes diarias. Mientras que los paganos buscaron sobre todo poner su vida a salvo abandonando a aquellos que ya habían empezado a sufrir la enfermedad, los cristianos permanecían. Según Dionisio de Alejandría: «Desde el mismo inicio de la enfermedad, [los paganos] echaron a los que la sufrían de entre ellos y huyeron de sus seres queridos, arrojándolos a los caminos antes de que fallecieran y tratando los cuerpos insepultos como basura, esperando así evitar la extensión y el contagio de la fatal enfermedad; pero haciendo lo que podían [los cristianos] permanecieron sin escapar». Cipriano de Cartago dejó constancia de la permanencia de los cristianos al lado de los enfermos con estas palabras: «[...] los que están bien cuidan de los enfermos, los parientes atienden amorosamente a sus familiares como deberían, los amos muestran compasión hacia sus esclavos enfer...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Índice
  6. Prólogo de Francesc Torralba Roselló
  7. Introducción
  8. 1. La coherencia ex-puesta
  9. 2. La narratividad ética
  10. 3. La tradición creativa
  11. 4. La humildad prudente
  12. 5. La justicia dichosamente pro-vocada
  13. In-Conclusiones
  14. Notas
  15. Bibliografía
  16. Información adicional