Paradojas de la fe en tiempos posoptimistas
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Paradojas de la fe en tiempos posoptimistas

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Paradojas de la fe en tiempos posoptimistas

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Para Halík, la crisis del mundo que nos rodea, incluyendo la «crisis de la religión», son oportunidades, que nos abren caminos hacia lo más profundo. De hecho, según el autor, el relato bíblico de la cruz y la resurrección pueden entenderse como un desafío a vivenciar los fracasos y «tomar un segundo aliento», que implica pasar de una «fe superficial» a la valentía de aceptar la vida con todas sus paradojas y misterios. En este libro cuenta con reflexiones críticas sobre la sociedad y la religión en la actualidad, meditaciones filosóficas y observaciones psicológicas procedentes de su larga experiencia en el acompañamiento espiritual a personas que se enfrentan a las preguntas existenciales.

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Información

Año
2017
ISBN
9788425434570
Categoría
Religión


1. La noche del confesor
La fe de la que habla este libro de principio a fin (y de la que este libro nació) tiene carácter de paradoja; por eso es posible escribir sobre ella (a conciencia, no a la ligera) solo en paradojas y por eso es posible vivirla (a conciencia, no a la ligera) solo como paradoja.
Acaso alguna «religión de la naturaleza» poética de los románticos o «religión de la moral» pedagógica de los ilustrados pueda pasarse sin paradojas, pero no un cristianismo digno de este nombre. En la médula del cristianismo está el relato misterioso de la Pascua, gran paradoja de la victoria a través de la derrota.
Quiero meditar sobre estos misterios de la fe –y a su luz sobre muchos problemas de nuestro mundo– con la ayuda de dos claves, dos expresiones paradójicas del Nuevo Testamento: la primera es de Jesús, «lo que es imposible para los hombres es posible para Dios»,1 y la segunda, de Pablo, «cuando soy débil, entonces soy fuerte».2
Cada uno de los libros que he escrito aquí, en el eremitorio de los bosques renanos al que vengo cada verano, pertenece a un género bastante distinto, pero tienen algo en común: He querido siempre compartir mi experiencia, en cada ocasión desde un ámbito diferente de mi actividad, y con ello contribuir a la vez, y en cada ocasión desde otro ángulo, al diagnóstico del clima espiritual de nuestra actualidad, «leer los signos de los tiempos».
Esta vez quiero compartir mi experiencia de confesor. Para anticiparme a los malentendidos y a la eventual decepción del lector: en este libro no se trata ni de consejos para los confesores o para los que se confiesan, ni mucho menos de lo que se escucha en las confesiones y está, como es sabido, protegido por una garantía de discreción absoluta con el sello del secreto de confesión. Quisiera compartir cómo ve esta época, este mundo –su idiosincrasia externa e interna– un hombre que está acostumbrado a escuchar a los otros cuando reconocen sus faltas y sus caídas, cuando se sinceran sobre sus luchas, debilidades y dudas, pero también sobre su anhelo de perdón, reconciliación y sanación interior, de un nuevo comienzo.
Durante mis muchos años de servicio sacerdotal, más de un cuarto de siglo, suelo estar con regularidad, al menos una vez a la semana, algunas horas a disposición de la gente que acude al sacramento de la reconciliación o (porque hay entre ellos también muchos no bautizados o no practicantes) al «diálogo espiritual». He escuchado, pues, a unos cuantos miles de personas; algunas de ellas me confiaron manifiestamente incluso aquello de lo que no habían hablado ni con sus más próximos. Soy consciente de que esta experiencia ha conformado mi percepción del mundo, posiblemente más que mis años de estudio, más que mi labor profesional o los viajes por los continentes de nuestro planeta. La vida me ha concedido recorrer diferentes profesiones. Cada profesión trae siempre aparejada otro punto de vista: observan el mundo con la atención orientada de modo algo diverso, desde otra perspectiva, el cirujano y el pintor, el juez y el periodista, el comerciante y el monje contemplativo. También el confesor tiene su manera de ver el mundo y percibir la realidad.
Pienso que hoy cada sacerdote que no sea ingenuo o que no sea cínico debe estar –tras horas de confesiones– cansado, por lo difícil que resulta a menudo encontrar el equilibrio entre la Escila de un «tienes que y no se te permite» duro y sin compromiso, que hiende como un cuchillo frío e insensible en la carne de destinos dolorosos y complicados, irrepetibles de la gente, y el Caribdis de la postura insustancial y blandengue del bonachón «todo está permitido, mientras quieras a Dios». La máxima de san Agustín «ama y haz» es ciertamente un camino regio hacia la libertad cristiana, pero transitable solamente para aquellos que saben cuán arriesgado y vulnerable, cuán lleno de responsabilidad, es amar de verdad.
El arte de acompañar a la gente en el camino espiritual es un arte mayéutico, «de comadrona», así llamaba Socrates (y también Kierkegaard) a su «cura de almas», a su método de hacer que el alumno llegue personalmente a la verdad ayudado por las preguntas del acompañante, inspirándose para acuñar el término en el oficio de partera de su madre; es preciso ayudar a la persona concreta, sin ninguna manipulación, para que en su situación singular encuentre su camino, madurando hasta dar a luz una solución sobre la que sea capaz de asumir la responsabilidad. «La ley es clara», pero la vida es compleja y ambigua; a veces la verdadera respuesta es el valor y la paciencia de perseverar en la pregunta.
Cuando vuelvo a casa, tras escuchar al último de los que me esperaban en la iglesia, suele ser ya noche cerrada. Nunca he conseguido del todo eso que se recomienda encarecidamente a las «profesiones de ayuda»: que dejen todos los problemas de sus clientes en las puertas de su hogar. A mí me pasa que por largo rato no puedo dormir.
Desde luego, en momentos semejantes –como se espera de un sacerdote– también rezo por aquellos que se encomendaron a mis servicios. Sin embargo, a veces –para «ponerme en otra onda»– echo mano del periódico o del libro de la mesilla de noche o escucho las noticias nocturnas. Y precisamente en tales momentos me doy cuenta de que en realidad estoy percibiendo inconscientemente lo que leo u oigo en ese momento –todos esos asertos sobre los acontecimientos actuales de nuestro mundo– de modo parecido a cuando escuchaba durante horas a la gente en la iglesia. Los percibo desde la perspectiva del confesor, con el estilo que aprendí durante años tanto en mi práctica anterior de psicólogo clínico como más aún en la práctica diferente de sacerdote confesor. Es decir, me esfuerzo por escuchar con paciencia y atención, por discernir, por entender lo mejor posible –para no tener que herir después con preguntas que parezcan indiscretas– hasta lo que está oculto entre líneas, lo que uno no consigue (ni tampoco quiere) nombrar con exactitud, ya sea por causa de la vergüenza, ya porque se trata de cosas muy delicadas y complejas, de las que no está acostumbrado a hablar, y para las que «le faltan las pa­labras». Simultáneamente, yo mismo estoy buscando ya palabras con las que pueda reconfortarlo y animarlo, o –si es necesario– mostrarle que es posible ver las cosas desde otro ángulo, valorarlas de un modo diferente a como en ese instante las ve y valora él; llevarlo por medio de preguntas a pensar si no oculta ante sí mismo algo sustancial. El confesor no es un investigador ni un juez; ni es tampoco un psicoterapeuta: con el psicólogo tiene en común realmente solo una pequeña porción del camino. Al confesor la gente acude con la expectativa y la esperanza de que les proporcione más de lo que se desprende de sus cualidades humanas, de su formación profesional o de sus experiencias vitales, prácticas, «clínicas» y personales; de que tenga a disposición palabras cuyo sentido y cuya fuerza sanadora proceden de la profundidad que llamamos «sacramento», mysterion: misterio sagrado.
Un diálogo en la confesión privado de la «dimensión sacramental» sería mera psicoterapia (y, además, con frecuencia amateur y superficial); pero, por otro lado, también un «sacramento» realizado solo mecánicamente, sin el contexto del encuentro personal, del diálogo comprensivo y del acompañamiento en el espíritu del evangelio (como cuando Jesús acompañó a sus tristes y confusos discípulos en el camino hacia Emaús) podría caer hasta la peligrosa vecindad de la mera magia.
Al confesor –o al menos al confesor que se confiesa en este libro– le viene a veces gente en situaciones en las que todo su «sistema religioso» –pensamiento, vivencia y comportamiento– se atolla en una crisis ya sea mayor o menor. Se sienten «en un callejón sin salida» y a menudo no saben si esto ha sucedido como consecuencia de algún fallo moral más o menos consciente y reconocido, de un «pecado», o si tiene que ver con algunos otros cambios en su vida personal y sus relaciones, o si no es la consecuencia, de la que toman conciencia ahora, de un largo e inadvertido proceso de devastación de su fe, que se ha ido apagando. Otras veces sienten vacío, porque a pesar de su sincero esfuerzo y a menudo tras largos años de búsqueda espiritual no han encontrado respuestas suficientemente convincentes en los lugares en los que hasta ahora buscaron, o el que era su hogar espiritual hasta entonces empezó a parecerles estrecho o inverosímil.
A pesar de toda la singularidad y la irrepetibilidad de los destinos individuales, uno, tras años de praxis como confesor, distingue ciertos motivos que se repiten. Y esta es una segunda dimensión de la experiencia del confesor, sobre la que quiere dar testimonio este libro. A través de abundantes confesiones individuales, que están protegidas, como ya se ha dicho, por el sello de una discreción absoluta, el confesor entra en contacto con algo más general, común, que subyace a las vidas individuales, que corresponde a cierta «cara oculta de la época», a su «afinación interior».
Especialmente el acompañamiento espiritual de gente joven permite en cierta medida, como un sismógrafo, hacer una estimación de las convulsiones y los cambios en el mundo, o, como un aparato de Geiger, distinguir el grado de contaminación del clima espiritual y moral de la sociedad en la que vivimos. A veces me parece –aunque soy una persona de orientación muy racional y me causan una gran aversión la penumbra de los augurios ocultistas y el golpeteo de las mesitas de los espiritistas– que los acontecimientos que luego afloran a la superficie y conmueven al mundo, como son las guerras, los ataques terroristas o incluso las catástrofes naturales, tienen una cierta analogía, o incluso se prea­nuncian, ya mucho antes, en el mundo interior de la gente, precisamente por medio de los cambios en la vida espiritual de una serie de individuos y en el «talante de la época».
En ese sentido, por lo tanto, mi «experiencia de confesor», ciertamente bastante amplia, pero por supuesto limitada, influye en mi visión de la sociedad de nuestro tiempo; incesantemente la comparo con lo que escriben sobre nuestro mundo mis colegas de profesión, filósofos, sociólogos, psicólogos o teólogos, y, por supuesto, también los historiadores y publicistas.
En una época en la que se globaliza notablemente el mal –su manifestación más ostentosa es hoy el terrorismo internacional, pero otras caras suyas son, asimismo, las catástrofes naturales– y nuestra razón humana no logra ni siquiera comprender estos fenómenos, y mucho menos conjurarlos, no es posible ya, evidentemente, resucitar el optimismo de la Edad Moderna. Nuestra época es una época posoptimista.
Entiendo aquí el optimismo como una convicción de que «todo está OK», y una confianza inocente en que algo puede garantizar que irá cada vez mejor, que, si no vivimos ya en el «mejor de los mundos posibles», muy pronto estaremos en esa situación óptima. Este «algo» salvador con el que cuenta el optimismo puede ser el progreso de la ciencia y la técnica, el poder de la razón humana, la revolución, la ingeniería social, las más diversas iniciativas de los «ingenieros del alma humana», experimentos de reforma pedagógico-social de la sociedad... Esta es la versión secular del optimismo. Pero existe también la versión religiosa del optimismo: poner la confianza en un director de escena iniciático que nos saque como deus ex machina de nuestros problemas, pues nosotros tenemos después de todo instrumentos fidedignos (basta «creer con mucha fuerza» y organizar «cruzadas de oración») para obligarle a cumplir infaliblemente nuestros encargos. Rechazo el optimismo secular y el «piadoso», tanto por su ingenuidad y su superficialidad, como por su anhelo no reconocido de manipular el futuro (o en su caso a Dios) hacia la limitada forma de nuestras visiones, planes e ideas sobre lo que es bueno y justo. Mientras que la esperanza cristiana es apertura y voluntad de buscar el sentido de lo que venga, tras esta caricatura adivino la vana presunción de que nosotros, después de todo, siempre sabemos ya lo que es mejor para nosotros.
Sobre la ingenuidad del optimismo secular (la fe ilustrada en la capacidad autosalvadora del «progreso») y su fracaso se ha escrito ya mucho. Pero quiero oponerme también al «optimismo religioso», a la creencia banal, a la utilización de la angustia y la sugestionabilidad del hombre de hoy para un «comercio con Dios» manipulador, para dar fáciles respuestas «piadosas» a cuestiones complejas.
Es mi convicción profunda que no debemos camuflar las crisis, que no tenemos que retroceder y huir ante ellas, que no hemos de aterrarnos ante ellas: solo cuando las at...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Cita
  6. Dedicatoria
  7. Citas
  8. 1. La noche del confesor
  9. 2. Disminúyenos la fe
  10. 3. Ven, Reino de lo imposible
  11. 4. Intuyendo al que está presente
  12. 5. Sobre el pudor de la fe
  13. 6. El sufrimiento del científico creyente
  14. 7. La alegría de no ser Dios
  15. 8. Un viaje de ida y vuelta
  16. 9. Un conejo que toca el violín
  17. 10. Dios sabrá por qué
  18. 11. La vida en el campo de visión
  19. 12. Clamo: ¡Violencia!
  20. 13. El signo de Jonás
  21. 14. La oración de esta tarde
  22. 15. ¿Por qué se reía Sara?
  23. 16. El cristianismo del segundo aliento
  24. Notas
  25. Información adicional