Pensar en voz alta
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Pensar en voz alta

Conversaciones sobre filosofía, política y otros asuntos

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Conversaciones sobre filosofía, política y otros asuntos

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Si, según Platón, pensar es el diálogo del alma consigo misma, pensar en voz alta habrá de significar dialogar en público y con los demás. Pero, a fin de evitar el peligro de que se quede el diálogo en un engañoso monólogo, nada mejor que invitar a participar en él a alguien real, efectivo, que enriquezca la palabra inicial con el contrapunto de otra que vaya modulando y potenciando la aportación originaria, haciéndola discurrir y crecer por los caminos de la inteligencia y el matiz. Una muestra de ello es este libro. Estas reflexiones transcurren por territorios conceptuales como la filosofía, la política, el amor o el futuro, tan necesitados de una revisión filosófica.

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Información

Año
2018
ISBN
9788425441851
Pensar en voz alta
Quieres un mundo, dijo Diotima, por eso
lo tienes todo, pero nunca tendrás nada.
FRIEDRICH HÖLDERLIN
I



Filosofía
Todos los hombres y todas las mujeres son filósofos;
o permítasenos decir, si ellos no son conscientes
de tener problemas filosóficos, tienen, en
cualquier caso, prejuicios filosóficos.
Karl Popper
Luis Alfonso Iglesias: Perdone la molestia, ¿para qué sirve la filosofía? ¿Y cuál es la tarea del filósofo en estos tiempos?
Manuel Cruz: No me molesta porque si me molestara estaría irritadísimo a estas alturas. Me he acostumbrado a la pregunta, claro está. Lo que me llama la atención de que se reitere tanto es que parece revelar que la gente no acaba de saber qué tiene que hacer con la filosofía. No deja de ser curioso porque los filósofos están muy presentes en la vida cotidiana, en los medios de comunicación, especialmente en Europa. Siendo optimista, la función del filósofo realmente es la de incomodar, ser un elemento discordante que sabotea los tópicos. El filósofo tiene que intervenir y dejar oír su voz en la plaza pública sobre aquellos asuntos que interesan a la mayoría. Ha de contribuir a construir un modelo de lo que Aristóteles llamó la vida buena. Lo interesante de la actitud del filósofo es su mirada. Y lo específico de su mirada es intentar reparar en aquellas cuestiones en las que el común de los mortales no repara.
José Ortega y Gasset lo refleja muy bien al distinguir entre ideas y creencias. Decía que las ideas se tienen y en las creencias se está. Las creencias son aquellos convencimientos que no se cuestionan porque todos los damos por descontados. Pero esos convencimientos en algún momento fueron ideas que la gente discutía. Cuando se convierten en creencias pierden su condición de discutibles.
L.I.: Abundando en el carácter crítico de la filosofía entramos de lleno en el significado de esta disciplina como razón crítica comprometida con las grandes verdades referidas a una realidad que muchas veces se diluye en su particularidad metafísica.
M.C.: Ser crítico no consiste en autodefinirse como tal, sino en ejercer la crítica. De no ser así, no procede atribuirse semejante condición. Se deben aportar elementos que sirvan para cuestionar, para abrir grietas sobre la superficie, aparentemente compacta, de la realidad. Es precisamente eso lo que sostiene Gadamer cuando reflexiona acerca de la naturaleza profunda del preguntar, puesto que la pregunta en cuanto tal (antes de obtener respuesta al­guna) es ya una forma de cuestionarse lo existente. Lo que tenemos que hacer es plantearnos si son potentes sus preguntas, más que entretenernos en aquilatar cómo las responde, tal y como proponía Hannah Arendt.
Finalmente, el filósofo siempre se refiere a lo real aunque sea a su pesar; en último término, el destino de los discursos acerca de las ideas solo puede tener sentido aterrizando en lo real. A veces pienso que esto es casi prepolítico, en el mismo sentido en el que lo es el propio saber. A fin de cuentas, el saber ¿en qué está basado? Está basado en lenguaje y comparte con él una determinación estructural, necesaria, esto es, el hecho de que ambos son públicos. No digo que deban ser públicos, sino que sostengo que son públicos. De la misma forma que no existe un lenguaje privado, tampoco existe el saber privado. La idea de un saber privado es antiintuitiva. Sería un saber contra natura. Incluso en cuanto idea nos violenta profundamente. La mera posibilidad de poseer un conocimiento acerca del mundo y no compartirlo es algo que nos repugna, no éticamente, sino conceptualmente.
Imagina por un momento a alguien que conociera algo acerca del universo, pongamos por caso la existencia de otra galaxia, o algo referido al big-bang originario, o sobre los agujeros negros, o sobre alguna cuestión de indiscutible importancia; algo en todo caso que supiera únicamente esa persona y se negara a compartir, da igual por qué razón. Creo que no so­mos capaces ni de imaginarlo. Resulta repugnante conceptualmente, y cuando intentamos pensar la razón de la repugnancia lo que se nos aparece es el convencimiento tácito, implícito, de que el conocimiento está para ser compartido. Cuando lo compartimos —esto es, cuando lo convertimos en público— entonces pasa a ser posible la discusión, el debate, el pluralismo, y el horizonte ético que nos permite plantearnos qué hacemos con eso que sabemos.
L.I.: Desde Sócrates se ha insistido en que la tarea de la filosofía consiste en formular preguntas, no en obtener respuestas.
M.C.: Junto con esto, también creo que hay un tópico sobre la filosofía y sobre el filósofo que no me parece del todo bien planteado. Se repite mucho —hasta el punto de que podríamos llegar a considerar que se ha convertido en un lugar común— la idea de que el filósofo no está para proporcionar respuestas, de que no es tarea del filósofo proponer soluciones, sino que su especificidad consiste en ayudar a que nos formulemos mejores preguntas. Por supuesto que en gran parte es así: estamos ante una tesis reiterada por muchos filósofos y que ha sido asumida como determinación básica de la filosofía en cuanto tal. Ahora bien, yo tiendo a pensar que la mencionada tarea (ayudar a preguntar mejor) constituye una parte de la tarea del filósofo, en el sentido de que es solo una de las formas de ejercer la razón. Pero hay otras formas de ejercerla. Formas mucho más aplicadas, más orientadas hacia la solución o resolución de problemas.
L.I.: ¿Por ejemplo?
M.C.: Pongamos por caso, cuando a un filósofo especializado en cuestiones éticas se le invita a que forme parte de un comité ético de un hospital (porque en los hospitales se plantean de manera constante problemas tan urgentes como concretos: decidir entre salvar a la madre, perdiendo el niño que lleva dentro, o dejar que las cosas sigan su curso, poniendo en riesgo grave la vida de la mujer, atender o no a las cláusulas de conciencia de alguien que no quiere que le hagan una transfusión de sangre a su hijo, por no mencionar los casos de eutanasia u otras mil cuestiones de este estilo). Lo que se está esperando del filósofo no es simplemente que no cese de formular preguntas, y de forma cada vez más atinada (aunque eso nunca esté de más), sino que se espera que su racionalidad sea una racionalidad máximamente práctica. Como es obvio, esa racionalidad no entrará en competencia con la racionalidad del médico, que tiene una esfera de incumbencias propia, pero lo importante es que en determinadas situaciones el filósofo tiene que intentar ser lo más resolutivo posible.
O, si se quiere, podríamos poner ejemplos aún más incómodos. Cuando el filósofo interviene en el debate político, lo que se está esperando de él es que en determinados momentos sus juicios sean lo más útiles (iba a decir utilizables, lo que no deja de ser sintomático) posible, no que plantee argumentos para que todos estemos siempre a una cierta distancia de lo real. El concepto de decisión aquí puede venir en nuestra ayuda. Cuando hay que tomar una decisión cuyas consecuencias, en cualquier caso, se prolongarán a lo largo del tiempo, ya no vale mantenerse al margen. Pongamos el ejemplo de cualquier momento histórico en el que la humanidad se haya jugado en buena parte su futuro, e imaginemos qué pensaríamos del filósofo incapaz de ayudar a tomar una decisión, complacido en la tarea, un punto narcisista, de sacarle brillo a sus preguntas. Por eso señalaba que afirmar que el filósofo está para hacer preguntas pero no para proporcionar respuestas puede resultar extremada —y peligrosamente— insuficiente.
L.I.: La discusión sobre el cometido del filósofo y el papel de la filosofía acompaña al pensamiento filosófico desde sus inicios. Recuerdo el libro El papel de la filosofía en el conjunto del saber, que Gustavo Bueno publicó en 1970 como respuesta al opúsculo de Manuel Sacristán Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores. En él se plantea si tiene sentido la existencia académica de la filosofía, urgiendo a considerar el oficio de filósofo como algo diferente de un mero apéndice del oficio de filólogo. Parece como si la filosofía se hubiese «desmundanizado» y el filósofo, a su vez, hubiese abandonado su función crítica, replegándose a los cuarteles de una hetería soteriológica cuyos miembros se distinguen por su lenguaje oscuro y sus intereses sectarios.
M.C.: Me planteas un problema tan apasionante como oceánico. Como hay que empezar tirando de algún cabo, te propongo que empecemos por esta constatación: el lugar que en nuestro tiempo ocupa el filósofo en las sociedades occidentales desarrolladas es sin duda distinto al de otras épocas. Es distinto en muchos senti­dos, pero, por señalar uno bien concreto y significativo, la enorme autoridad que se le atribuía en su ámbito (a su vez, enormemente respetado, porque la filosofía aparecía como la forma más noble y elaborada del pensamiento), por la que era tomado en consideración y escuchado, y por tanto podía incidir con sus juicios en el curso de los acontecimientos, lo situaba en un lugar de privilegio en materia de ideas. Pues bien, creo que no es en absoluto arriesgado afirmar que ese lugar —que en el fondo el intelectual hereda del sacerdote— ha desaparecido realmente. Tengo interés en subrayar que estoy hablando de lugares, no de ocupantes de esos lugares. Es decir, no es una cuestión de figuras, como tan a menudo se afirma, en una variante especialmente tediosa de nostalgia. No se trata de afirmar que nuestros antecesores disponían de un Bertrand Russell y nosotros no, esa no es la cuestión en absoluto y plantearlo así resulta absurdo y engañoso. Todas las épocas han considerado que los intelectuales anteriores, los políticos anteriores, los científicos anteriores eran mejores.
A este respecto, me viene ahora a la cabeza una observación que le escuché en cierta ocasión a Felipe González, y que me pareció realmente perspicaz: «los políticos con carisma siempre son los de la generación anterior». Sí, ya sé que me dirás que eso ocurre prácticamente en todos los ámbitos, y no te faltará razón; recuerdo también en este momento la definición que proporcionaba un arquitecto de lo que es el mal gusto en arquitectura: «mal gusto es siempre el de la generación anterior, luego, a menudo pasa a ser el canon», afirmaba señalando el rechazo de la arquitectura modernista que hubo en su momento en Barcelona, la misma arquitectura que ahora atrae a millones de turistas.
L.I.: A pesar de todo hay una cierta sensación, dicho sea sin acritud, de que ya «no surgen filósofos como los de antes».
M.C.: Que no surgen nuevos filósofos, que no hay nuevas ideas..., son cosas que se han dicho incluso en épocas que ahora se juzgan como inequívocamente efervescentes y creativas. No deja de resultar un poco sarcástico (desde el punto de vista de la historia de las ideas) la forma en la que en muchas ocasiones se habla, con extraordinaria ligereza, de la época de Wittgenstein, para señalar la enorme diferencia, la extraordinaria decadencia que nos ha tocado vivir hoy. Quienes así se lamentan olvidan de que Wittgenstein cuando vivía no era reconocido como Wittgenstein. Esa es la cuestión central. Recuerda la anécdota —auténtica categoría en este caso— de que, cuando un filósofo en su momento tan respetado como A. J. Ayer preparaba su antología sobre posi­tivismo lógico con los textos pre­suntamente más importantes de dicha corriente, ¡no incluyó a Wittgenstein! Monumental patinazo que intentó enmendar en el prólogo escrito años más tarde. Y lo ocurrido con Wittgenstein ha sucedido prácticamente siempre.
Tanto es así que podríamos cambiar de ejemplo y recordar la película de Woody Allen Medianoche en París, y el divertido viaje en el tiempo al París de los años veinte del pasado siglo que lleva a cabo su protagonista. Una vez allí se encuentra con que los Picasso, Buñuel, Hemingway y compañía no cesan de repetir, melancólicos, que o...

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