Los caminos de Heidegger
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Hans-Georg Gadamer fue uno de los discípulos más antiguos de Heidegger. En estos ensayos escritos a lo largo de tres décadas para ocasiones y públicos muy diversos, Gadamer expone cómo surge y se despliega la filosofía de su maestro tras las profundas rupturas históricas y culturales de comienzos del siglo XX. En esta obra Gadamer describe los caminos de pensar de Heidegger, desde sus primeras inquietudes teológicas y sus intentos de renovar la interrogación filosófica en el ambiente confuso posterior a la Primera Guerra Mundial. Él mismo se consideraba «testigo ocular» del impacto que llegó a causar Heidegger en el mundo académico e insiste en que tanto la fascinación por Heidegger como el rechazo de su supuesta oscuridad no son vías adecuadas para comprenderlo. Los ensayos recogidos en este volumen, en su orden cronológico, son también el testimonio de un proceso de sereno distanciamiento que permitió a Gadamer situarse en la posición privilegiada del amigo que sabe escuchar sin reverencias. Es precisamente este distanciamiento el que le permite retener todo lo que Heidegger aún puede decirnos acerca de los problemas que nuestra civilización tiene que afrontar.

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Información

Año
2013
ISBN
9788425430688

LOS CAMINOS DE HEIDEGGER

1. Existencialismo y filosofía existencial

En la discusión filosófica actual se habla de existencialismo como si fuera algo casi evidente y, por otro lado, se entienden cosas bastante diversas bajo este término, aunque no carecen de un denominador común ni tampoco de una coherencia interna. Se piensa en Jean-Paul Sartre, Albert Camus y Gabriel Marcel, se piensa en Martin Heidegger y Karl Jaspers, tal vez también en los teólogos Bultmann y Guardini. En realidad, la palabra «existencialismo» es una acuñación francesa. Fue introducida por Sartre, quien elaboró su filosofía en los años cuarenta, es decir, durante los tiempos en que París se encontraba bajo la ocupación alemana, y la presentó luego en su gran libro El ser y la nada. En él retomó estímulos que había recibido durante sus estudios en Alemania en los años treinta. Se puede decir que gracias a una coincidencia especial se despertó en él del mismo modo y en el mismo momento el interés tanto por Hegel como por Husserl y Heidegger y que esta coincidencia le condujo a sus respuestas nuevas y productivas.
Sin embargo, hay que tener claro que el estímulo germano que había detrás de ellas y que estaba relacionado en primer lugar con el nombre de Heidegger, en el fondo era del todo diferente de aquello que Sartre mismo elaboró a partir de él. En Alemania, estos planteamientos se denominaban en aquel tiempo con la expresión «filosofía existencial». El término «existencial» era casi una palabra de moda a finales de los años veinte. Lo que no era existencial, no contaba. Los que se conocían como representantes de esta corriente eran sobre todo Heidegger y Jaspers. No obstante, ninguno de los dos aceptó con verdadera convicción y conformidad que se le llamara así. Después de la guerra, en la conocida «Carta sobre el humanismo», Heidegger formuló un amplio y detalladamente justificado rechazo del existencialismo de cuño sartriano; Jaspers, cuando se dio cuenta, con horror, de las consecuencias devastadoras de un pathos existencial descontrolado, que tomó la dirección errónea hacia la histeria de masas del «ponerse en marcha» nacionalsocialista, se apresuró a mediados de los años treinta en desplazar el concepto de existencia a un lugar secundario y en devolver la prioridad a la razón. «Razón y existencia», así se llama una de las publicaciones más bellas e influyentes de Jaspers de los años treinta, en la que apela a las existencias excepcionales de Kierkegaard y Nietzsche y esboza su teoría de una totalidad abarcadora que incluye a la razón y la existencia. ¿Qué era lo que dio en aquel tiempo una fuerza tan impactante a la palabra «existencia»? Desde luego que no fue el uso académico habitual y normal de la palabra «existir», «existere» y «existencia», tal como se la conoce en giros como, por ejemplo, la pregunta por la existencia de Dios o por la existencia del mundo exterior. Lo que otorgó en aquel tiempo un carácter conceptual diferente a la palabra «existencia» fue un cambio de matiz peculiar. Este se produjo bajo condiciones específicas que han de tenerse en cuenta. El uso de la palabra con este énfasis de sentido se deriva del pensador y escritor danés Søren Kierkegaard, quien escribió sus libros en los años cuarenta del siglo xix, pero que sólo comenzó a ser influyente en el mundo, y especialmente en Alemania, a comienzos del siglo xx. Christoph Schrempf, un pastor protestante suabo, hizo para la editorial Diederichs una traducción muy libre pero de muy agradable lectura de toda la obra de Kierkegaard. La difusión de esta traducción contribuyó en buena medida a este nuevo movimiento que posteriormente se llamó filosofía existencial.
La situación del propio Kierkegaard en los años cuarenta del siglo xix estaba determinada por su crítica, de motivación cristiana, al idealismo especulativo de Hegel. Fue este contexto que otorgó a la palabra «existencia» su pathos especial. No obstante, ya en el pensamiento de Schelling había un elemento nuevo que adquirió valor conceptual en la medida en que, en sus profundas especulaciones sobre la relación de Dios con su creación, Schelling había establecido una diferencia en la propia concepción de Dios con el fin de desvelar en lo absoluto el auténtico arraigo de la libertad y de comprender así más a fondo la esencia de la libertad humana. Kierkegaard retomó este tema del pensamiento de Schelling y lo trasladó al contexto polémico de su crítica a la dialéctica especulativa de Hegel, a la que rechazaba porque mediaba a todo y a todo lo unía en síntesis.
Particularmente la pretensión de Hegel de haber elevado la verdad del cristianismo al concepto pensante, reconciliando así definitivamente la fe y el saber, representaba para el cristianismo, y especialmente para la iglesia protestante, un reto que fue asumido en muchas partes. Piénsese en Feuerbach, Ruge, Bruno Bauer, David Friedrich Strauß y finalmente en Marx. Fue Kierkegaard, desde su más personal inquietud religiosa de entonces, quien consiguió comprender de una manera más penetrante y profunda la paradoja de la fe. Su famosa obra primeriza llevaba el título Entweder – Oder1 y dio expresión en forma programática a lo que faltaba a la dialéctica especulativa al estilo de Hegel: la decisión entre esto y aquello, sobre la que, según él, se basaba en verdad la existencia humana, y especialmente la cristiana. Hoy, en un contexto como este, se usa la palabra «existencia» de manera involuntaria, tal como lo acabo de hacer, con un énfasis que se ha alejado por completo de sus orígenes escolásticos. Por cierto que este mismo uso lingüístico también se conoce con otro significado; por ejemplo, al hablar de la lucha por la existencia con la que todos han de confrontarse, o cuando se dice: «está en juego la existencia misma». Estos giros tienen un énfasis especial, aunque en ellos más bien resuena la religión del dinero contante y sonante y no el temor y temblor del corazón cristiano. Pero si alguien como Kierkegaard decía con sarcasmo polémico acerca de Hegel –el profesor de filosofía más famoso de su tiempo– que había olvidado el existir, señalaba con un énfasis muy claro la situación humana fundamental del elegir y decidir, cuya seriedad cristiana y religiosa no se debía enturbiar y bagatelizar con la reflexión y la mediación dialéctica.
¿Cómo fue que esta crítica a Hegel de la primera mitad de siglo xix volvió a cobrar nueva vida en el siglo xx? Para comprenderlo hay que tener presente la catástrofe que el comienzo y el transcurso de la Primera Guerra Mundial significaron para la conciencia cultural de la población europea. La fe en el progreso de una sociedad burguesa mimada por un largo tiempo de paz, y cuyo optimismo cultural había animado la era liberal, se derrumbó en las tempestades de una guerra que al final fue por completo diferente de todas las anteriores. No fue la valentía personal o el genio militar lo que determinó el acontecer bélico, sino la lucha competidora de las industrias pesadas de todos los países. Los horrores de las batallas de materiales, en las que se devastaron la naturaleza inocente, cultivos y bosques, aldeas y ciudades, finalmente hicieron que los hombres en las trincheras y refugios no pensaran en otra cosa que en lo que Carl Zuckmayer expresó en aquellos días con la frase: «Alguna vez, cuando todo haya terminado».
El alcance de este acontecer delirante sobrepasó la capacidad de comprensión de la juventud de entonces. Después de ir a la guerra con el entusiasmo del idealismo dispuesto al sacrificio, la juventud pronto se dio cuenta en todas partes de que las antiguas formas del honor caballeroso, aunque cruel y sangriento, ya no tenían cabida alguna. Lo que quedó fue un acontecer sin sentido e irreal, y al mismo tiempo cimentado en la irrealidad del excesivo ardor nacionalista, que había dinamitado incluso el movimiento obrero internacional. Por eso no era de extrañar que los espíritus de primer rango se preguntasen en aquel tiempo: ¿Qué era lo equivocado de esta fe en la ciencia, de esta fe en la humanización y la politización del mundo, qué era lo erróneo del presunto desarrollo de la sociedad hacia el progreso y la libertad?
Se comprende por sí mismo que esta profunda crisis cultural que entonces sobrevino al mundo europeo de la cultura, también tuvo que encontrar su expresión filosófica y que esto ocurriera particularmente en Alemania, cuyo desmoronamiento y derrumbe fue la expresión más visible y catastrófica de la general absurdidad. Lo que se podía escuchar en aquellos años era la crítica a la predominante idealización de la cultura erudita [Bildung], que privaba a la filosofía universitaria de su credibilidad, ya que ésta se había apoyado sobre todo en la continuidad académica de la filosofía de Kant. La situación espiritual del tiempo alrededor de 1918, en el que yo mismo comencé a buscar una dirección, estaba determinada por una falta general de orientación.
Resulta fácil imaginarse hasta qué punto los dos hombres, Jaspers y Heidegger, que se conocieron en 1920 en Friburgo con ocasión del sesenta cumpleaños del fundador de la fenomenología, Edmund Husserl, contemplaban con distanciamiento y crítica la vida universitaria y el estilo académico del escolasticismo filosófico y cómo se acercaron el uno al otro. En aquel momento se entabló entre ellos una amistad filosófica –¿o fue sólo el intento de una amistad que nunca acabaría por lograrse del todo?– que estaba motivada por una resistencia y una voluntad compartidas con el fin de llegar a nuevas y más radicales formas de pensar. Jaspers había comenzado entonces a marcar su propia posición filosófica. En un libro con el título Psychologie der Weltanschauungen,2 había dado un amplio lugar, entre otros, a Kierkegaard. Heidegger reaccionó a Jaspers con su peculiar energía tenebrosa, y al mismo tiempo lo radicalizó. Escribió un largo comentario crítico sobre la mencionada obra de Jaspers –que entonces quedó inédito, pero que entretanto fue publicado–, en el que lo interpretó, por así decirlo, con miras a derivaciones atrevidas y extremas.
En el libro citado, Jaspers había analizado las diversas visiones del mundo en figuras representativas. Su tendencia era mostrar cómo diferentes caminos del pensar se reflejan en la práctica de la vida, porque, según él, la visión del mundo sobrepasa el carácter de generalidad vigente de la concepción científica del mundo. Las visiones del mundo son posiciones de voluntad que se basan, como decimos ahora, en decisiones existenciales. Jaspers describió lo común de las diversas formas de existencia, que pueden diferenciarse de este modo mediante el concepto de situación de límite. Bajo este concepto él entendía aquellas situaciones cuyo carácter de límite demostraba el límite de la dominación científica del mundo. Una tal situación de límite ya no se puede comprender como caso de una legalidad general y en esta situación ya no se puede confiar en la dominación científica de procesos calculables. A esta clase de límite pertenece, por ejemplo, la muerte que cada uno ha de morir, la culpa que cada uno ha de asumir, el conjunto de la organización personal de la vida en la que cada uno debe realizarse como aquel que sólo él es en su unicidad. Parece coherente decir que sólo en estas situaciones de límite resalta propiamente lo que uno es. Este resaltar, este salir al exterior de las reacciones y modos de comportarse dominables y calculables de la existencia social es lo que constituye el concepto de existencia.
Jaspers había encontrado la tematización de estas situaciones de límite en su dedicación crítica a la ciencia y al reconocer los límites de ésta. Tuvo la gran suerte de hallarse cerca de una figura de una talla científica verdaderamente gigantesca: Max Weber, al que siguió con admiración y a quien finalmente cuestionó en críticas y autocríticas. Este gran sociólogo y polihistoriador representaba no sólo para Jaspers, sino aun para mi propia generación todo lo grandioso y absurdo del ascetismo intramundano del científico moderno. Su incorruptible conciencia científica y su ímpetu apasionado lo obligaron a una autorrestricción casi quijotesca. Ésta consistía en que separaba, por principio, al hombre que actúa, al hombre que toma decisiones definitivas, del ámbito del conocimiento científicamente objetivable, pero comprometiendo a este hombre de la acción al mismo tiempo con el deber de saber, y esto quiere decir con la «ética de la responsabilidad». De este modo Max Weber se convirtió en el defensor, fundador y difusor de una sociología neutral frente a los valores. Esto no significaba en absoluto que un erudito sin carne ni huesos hiciera aquí sus juegos de metodología y objetivación, sino que un hombre de un temperamento fuerte y de un apasionamiento político y moral indomable se exigía a sí mismo esta autorrestricción y que la pedía a los demás. Lo peor a lo que uno podía extraviarse en los ojos de este gran investigador era el hacer de profeta desde la cátedra. Pues bien, este modelo que Max Weber era para Jaspers, era al mismo tiempo el anti-modelo que lo condujo a profundizar en los límites de la concepción científica del mundo y a desarrollar, por así decir, la razón que lleva más allá de las fronteras de aquella. Lo que expuso en su Psicología de las visiones del mundo y posteriormente en los tres tomos de su obra principal, llamada Philosophie,3 fue una repetición filosófica y un desarrollo conceptual impresionantes –aunque plenamente basados en su pathos personal– de lo que había llegado a comprender, tanto positiva como negativamente, a partir de la figura gigantesca de Max Weber. La pregunta que le acompañaba era cómo la insobornabilidad de la investigación científica y la imperturbable voluntad y disposición mental que había encontrado en el ímpetu existencial de este hombre podían captarse y medirse dentro del medio del pensamiento.
Las condiciones previas de Heidegger eran muy diferentes. No se había educado, como Jaspers, en el espíritu de las ciencias naturales y de la medicina. Su genio le había permitido, no obstante, seguir de joven la actualidad de las ciencias naturales a nivel académico, cosa que generalmente no se sospecharía. Las asignaturas secundarias en su examen de doctorado eran matemática y física. Mas, el verdadero peso se hallaba para él en otro ámbito: en el mundo histórico, sobre todo en la historia de la teología, a la que se había dedicado intensamente, y en la filosofía y su historia. Había sido discípulo de la vertiente neokantiana que representaban Heinrich Rickert y Emil Lask, después estuvo bajo la influencia de la gran maestría del arte de descripción fenomenológica de Edmund Husserl y tomó como modelo la excelente técnica analítica y la mirada concreta a las cosas de este maestro suyo. Pero, además, había frecuentado la escuela de otro maestro: la de Aristóteles. Con él se había familiarizado pronto, pero la moderna interpretación de Aristóteles practicada por el neoescolasticismo católico, que fue la primera que llegó a conocer, al parecer le resultó muy pronto cuestionable en su adecuación para sus propias preguntas religiosas y filosóficas. Por eso volvió a aprender con el propio Aristóteles y se acostumbró a una comprensión directa y viva de los comienzos del pensamiento y del preguntar griegos que, más allá de toda erudición, era de una evidencia inmediata y tenía la fuerza subyugadora de la simplicidad. A ello se añadía que este joven, que poco a poco se iba liberando de su estrecho entorno regional extendiendo su mirada más allá de éste, se vio confrontado con el clima del nuevo espíritu que en las tormentas de la guerra mundial comenzaba a expresarse en todas partes. Los que influyeron en él fueron Bergson, Simmel, Dilthey, no directamente Nietzsche pero sí una filosofía más allá de la orientación científica del neokantianismo, y así, bien armado con la erudición adquirida y heredada y una innata y profunda pasión por el preguntar, se convirtió en el verdadero portavoz del nuevo pensamiento que se estaba formando en el campo de la filosofía.
Es cierto que Heidegger no estaba solo. La reacción al desvanecimiento de la idealización de la cultura erudita, propia a la era prebélica, se hizo sentir en muchos campos. Piénsese en la teología dialéctica de Karl Barth quien volvió a problematizar el hablar sobre Dios y en la de Franz Overbeck quien rechazó la compatibilidad tranquilizadora del mensaje cristiano con la investigación histórica, que había defendido la teología liberal. Y, en general, hay que recordar la crítica al idealismo que estaba relacionada con el redescubrimiento de Kierkegaard.
Pero también habían surgido otras crisis en la ciencia y la cultura que se percibían en todas partes. Me acuerdo que en aquel tiempo se publicó la correspondencia de van Gogh y que a Heidegger le gustaba citar a van Gogh. También la asimilación de Dostoievski tenía un papel muy importante en aquel tiempo. El radicalismo de su manera de representar a los seres humanos, su apasionado cuestionamiento de la sociedad y del progreso, su sugestiva evocación e intensa configuración de la obsesión humana y de los caminos errantes del alma; se podría continuar al infinito y mostrar en qué medida el pensamiento filosófico que se condensaba en el concepto de la existencia era expresión de una nueva forma de estar expuesto, de un sentimiento existencial que se extendía por todas partes. Piénsese también en la poesía coetánea, piénsese en el balbuceo verbal expresionista o en los comienzos osados de la pintura moderna, que entonces obligaban a encontrar respuestas. Piénsese en el efecto casi revolucionario que Der Untergang des Abendlandes de Oswald Spengler4 ejercía sobre los ánimos. Por eso se trataba de algo que ya se hallaba en el ambiente reflejando la consigna del momento cuando Heidegger, radicalizando el pensamiento de Jaspers, enfocó de nuevo la existencia humana en general desde su carácter de situación de límite.
En realidad eran dos puntos de partida e impulsos del pensar del todo diferentes desde los cuales Jaspers, por un lado, y Heidegger por el otro, conceptualizaron filosóficamente el sentimiento existencial de aquellos años. Jaspers era psiquiatra y, por lo visto, un lector de una asombrosa amplitud temática. Cuando llegué a Heidelberg como sucesor de Jaspers, me mostraron en la librería Koester el banco en el que, todos los viernes por la mañana, Jaspers pasaba puntualmente tres horas para dejarse presentar todas las novedades, pidiendo además que le enviaran cada semana un gran paquete de libros a casa. Con el olfato seguro del gran espíritu y del entrenado observador crítico, encontró su alimento en todas partes del vasto campo de aquella investigación científica que tenía relevancia filosófica; y también consiguió relacionar su conciencia del seguimiento de la investigación real con la conciencia moral, o mejor dicho, con la escrupulosidad del propio pensamiento. Esto le permitió comprender que la individualidad de la existencia y la validez de sus decisiones ponen límites infranqueables a la investigación.
De este modo, en el fondo volvió a construir para la situación de nuestro tiempo la antigua distinción kantiana que había marcado críticamente los límites de la razón teórica fundamentando de nuevo, con la razón práctica y sus implicaciones, el auténtico reino de las verdades filosófico-metafísicas. También Jaspers fundamentó nuevamente la posibilidad de la metafísica cuando relacionó la gran tradición de la historia occidental, su metafísica, su arte y su religión con la llamada por medio de la cual la existencia humana toma conciencia de su propia finitud, de su condición de estar expuesta, en situaciones de...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo
  6. LOS CAMINOS DE HEIDEGGER
  7. HEIDEGGER Y LA ÉTICA
  8. LOS COMIENZOS DE HEIDEGGER
  9. HEIDEGGER EN RETROSPECTIVA
  10. Procedencia de los textos
  11. Índice temático y onomástico
  12. Notas
  13. Información adicional