Ideología y maltrato infantil
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Ideología y maltrato infantil

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La sociedad está altamente sensibilizada con los casos de maltrato infantil por la indefensión en la que se hallan los niños. Ante esta realidad, el Estado dispone de agentes para proteger al infante y discernir quién tiene que hacerse cargo de él. Provenientes de diferentes ámbitos profesionales, estos mediadores delimitan lo que está mal en el terreno de los cuidados de la crianza y establecen qué hacer al respecto. Si este proceso resulta de la labor que llevan a cabo determinadas personas, entonces, se tiene que estudiar con detenimiento su actuación. Sin embargo, las explicaciones en los casos de maltrato infantil se centran en las circunstancias del hecho delictivo y en los afectados, prestándose poca atención a la actividad de los responsables de clasificar a las personas en los papeles de víctima y maltratador. En este contexto, Ideología y maltrato infantil ofrece una aproximación histórico-comparativa para estudiar la labor de los Servicios de Menores desde un ángulo distinto al habitual. Así, la comparación y el análisis de los procedimientos de otros momentos históricos hace posible revisar los aspectos teóricos y abre una vía para prever los efectos del sistema actual y tomar medidas que permitan corregirlo. Esto hará posible mejorar la importante función de proteger a los niños que se encomienda a estos Servicios y lograr, así, una sociedad mejor.

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Información

Año
2019
ISBN
9788425442384
Categoría
Sociología

1. La doctrina de la protección infantil
La democracia se caracteriza por ser un sistema jurídico y social que regula las normas que hacen posible una convivencia pacífica, pero en los aspectos de tipo personal (opiniones, creencias y prácticas privadas) no asume ni defiende una idea o una ideología determinadas y, por tanto, no se inmiscuye en las mismas.
Al no abrazar una opinión particular, el Estado no tiene interés en defender ninguna y cada uno es libre para elegirlas en su intimidad. Por ejemplo, en lo relativo a las creencias religiosas o políticas, los gobiernos democráticos no tienen potestad para abogar por alguna en concreto y el ciudadano puede profesar, libremente, una u otra. Las dictaduras, en cambio, tienden a interferir en el ámbito de la intimidad, la moral y la libertad, llegando a asumir como propia determinada doctrina (de tipo político, filosófico, pedagógico, sanitario o social) y pretendiendo que los ciudadanos la acepten.
La ideología totalitaria es un esquema de valores que afecta a todos los aspectos de la vida pública y privada, promulgado por medios institucionales, para orientar a la mayoría. Se trata de una injerencia del Estado en asuntos que no le competen y un abuso al aplicar la violencia legal para imponer las opiniones y los valores de una parte de la sociedad a aquellos que no los comparten. Pero los regímenes democráticos no están libres de caer en estas prácticas y el aparato estatal se ha ido introduciendo, de manera progresiva, en la privacidad personal y familiar, justificando tal intrusión en nombre de objetivos y valores considerados superiores al individuo y a la familia.
1. La utopía social: reformar la sociedad
Todo comienza cuando un grupo aspira a alcanzar una sociedad perfecta, realizando grandes cambios en ella. Alguien tiene grandes ideas para mejorar la vida en común y pretende imponerlas a los demás, consiguiendo que sean admitidas como verdad oficial de un Estado.
En su historia más reciente, la ideología que afecta a la protección de los niños comienza a fraguarse con la llegada de la democracia a España, allá por los inicios de la década de 1980 (hay otros antecedentes que se exponen después, en el capítulo 4). Los entonces años convulsos, a nivel político y social, llevan al ministro de Justicia de ese momento, Fernando Ledesma, a afirmar que «la delincuencia, la drogadicción, el alcoholismo, la marginación en todas sus formas, acarrean problemas de marginación e inadaptación de la infancia y la juventud. Hay que trabajar en la prevención para eliminar las peores raíces de los males de nuestra sociedad, que tienen su origen en la marginación social» (Ledesma, 1984).
En ese contexto histórico, diversos intelectuales, principalmente del campo de la psicología, ofrecen su visión acerca de cómo lograrlo. El presidente del entonces recién creado Consejo Superior de Protección de Menores propone iniciar un camino que mejore la situación de la niñez, cambiando las reglas de la convivencia: «La sociedad actual padece una enfermedad social que se inicia en nuestra crisis de familia […]. Y no solo tenemos que prevenir esta problemática, sino que también tenemos que reformar esta sociedad […]. El derecho puede conseguir esa paz social y esa convivencia» (Miret, 1985:16).
Un reconocido profesional de este campo, el profesor Félix López, afirma que «trabajar con la infancia siempre implica un sueño: esperar que en el futuro la sociedad sea más justa, más fraterna y más libre» (López, 2010: 13). Viene a defender este autor que para que un pequeño crezca y se desarrolle adecuadamente no basta con contar con unas condiciones necesarias y básicas, sino que hay que procurar su bienestar, haciendo que se eduque en las mejores condiciones posibles: «Porque haya una familia, una amistad, una sociedad, no se debe dar por adecuada […], hemos de preguntarnos una y otra vez en qué tipo de relaciones familiares se desarrolla mejor un niño» (López, 2005: 18).
En el mismo sentido, la afirmación de que «el progresivo reconocimiento social de los derechos de la infancia está llevando a la convicción de que la sociedad puede exigir a los progenitores unas formas óptimas de cuidado sobre sus hijos […]. Esto obliga a fiscalizar las relaciones padres-hijos, incluso en ausencia de daño físico o cuidado negligente en lo material» (Galán y cols., 2009: 99).
En consonancia con estas ideas, el concepto de maltrato infantil ha ido ensanchando progresivamente sus límites. Lo que en un principio se limitaba a los daños físicos y a circunstancias que pusieran en peligro la seguridad del menor (Santos, 2002) se ha ido ampliando hasta llegar a abarcar todo lo que se aparta de un estándar óptimo: «Maltrato es cualquier conducta o actitud […] que implique la falta de cuidados que un niño necesita para crecer y desarrollarse emocional y físicamente de una forma óptima» (García y Noguerol, 2007: 13); o que impida su pleno desarrollo (Barudy, 1998).
El bienestar
Con relación a lo anteriormente expuesto, el fin último consiste, por tanto, en intentar alcanzar un objetivo de máximos, un ideal, en todo lo relativo a la educación y la crianza de los niños. Se propugna un supuesto «bienestar» como meta a alcanzar, lo que significa buscar las mejores circunstancias sociales, económicas, afectivas y educativas: «Una referencia universal de las necesidades de la infancia nos propone una meta (el bienestar infantil) siempre distante. Una utopía que debe actuar como referencia exigente, para que toda la sociedad mejore el bienestar de la infancia y proponga conceptos de maltrato más exigentes cada vez» (López, 2007: 126).
De inicio, cualquiera estaría de acuerdo en promover lo mejor a la hora de cuidar a un niño, pero antes habría que aclarar quién va a marcar los criterios de ese objetivo, sobre qué bases se va a determinar y a quién y cómo se van a aplicar.
La primera cuestión es quién va a dictar cuál es la mejor manera de atender a los menores, a indicar las condiciones que son válidas y las que no y a señalar los objetivos a alcanzar. Teniendo en cuenta que esa potestad supone poder señalar a los que están capacitados para criar a sus hijos y los que no lo están.
Una segunda cuestión es qué se entiende por buen desarrollo del niño y con qué criterios se va a establecer. Porque, si solo sirve la perfección, entonces cualquier desviación puede ser considerada algo negativo y, asimismo, se podrá cuestionar la competencia en la atención de un hijo de casi cualquier hogar, ya que siempre es posible mejorar la situación de una familia o las circunstancias de la convivencia.
Además, ante un objetivo de máximos, se puede llegar a deducir que los niños que viven en una casa donde hay limitaciones, sin importar de qué tipo, están siendo privados de crecer en un escenario óptimo. Y esto, llevado al ámbito de la protección infantil, supone que cualquier familia que pase por dificultades o que presente problemas está en desventaja si se la compara con aquellas que se postulan para adoptar o para acoger, cuyas condiciones socioeconómicas suelen ser claramente mejores.
En definitiva, puede ocurrir, como se verá más adelante, que la utopía de lograr un ideal en el cuidado infantil acabe afectando especialmente a las personas más desfavorecidas a nivel social y que sean ellas a quienes se cuestione la capacidad para cuidar y educar.
2. La ideología psicosocial
Se crean las normas a partir de unos cánones de felicidad previamente establecidos, bajo la ficción de que es posible una convivencia idílica y la pretensión de lograr una sociedad en la que las personas convivan en armonía; la búsqueda de «un mundo feliz».
Junto a las leyes que establecen las normas jurídicas, el sistema de protección infantil toma sus principios, básicamente, de la psicología y las ciencias cercanas y afines como la pedagogía y el trabajo social. Se trata de un corpus teórico conformado por estudios e investigaciones acerca del desarrollo evolutivo del niño, las relaciones paternofiliales y la pedagogía infantil.
Entre las principales aportaciones, destacan las que se refieren a los aspectos de las necesidades infantiles, el bienestar y el maltrato, las competencias parentales o la intervención en protección infantil (Amorós y Palacios, 2004; De Paúl y Arruabarrena, 1996; López, 1995, 2008; López y cols., 1995; Rodrigo y cols., 2010, 2011, por citar alguna de la bibliografía y de los autores más señalados).
La doctrina psicosocial (aquella que procede del terreno de la psicología y del trabajo social) establece que no es suficiente con que los menores tengan unos mínimos de cuidado o que no sufran malos tratos, sino que se les debe proporcionar la mejor familia. De forma que se precisa un modelo que defina el funcionamiento de dicha familia y diversos autores han ido pergeñando los rasgos y las características de este modelo, presentando diferentes propuestas: «disciplina inductiva» (López, 2008), «educación positiva» (Carrobles y Gámez Guadix, 2012) o, la que parece que se va afianzando, «parentalidad positiva» (Rodrigo y cols., 2010, 2011).
Decimos que se afianza porque el propio gobierno se propone como objetivo promover este modelo, a partir del II Plan Estratégico Nacional de Infancia y Adolescencia (Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad, 2013); incluso a nivel más global, lo recomienda la Comunidad Europea (Consejo de Europa, 2006). Veamos algunas de sus características:
• La teoría de la «parentalidad positiva» define el objetivo de la tarea de ser padres como el de «promover relaciones positivas entre padres e hijos, fundadas en el ejercicio de la responsabilidad parental, para garantizar los derechos del menor en el seno de la familia y optimizar el desarrollo potencial del menor y su bienestar» (Rodrigo y cols., 2010: 11). En concreto, los aspectos que se consideran adecuados son los siguientes: educación con iguales derechos entre padres e hijos, fuertes vínculos afectivos, expresión de sentimientos y estabilidad emocional.
Es esta una definición repleta de conceptos indeterminados (relaciones positivas, responsabilidad parental, desarrollo potencial, bienestar, vínculos afectivos o estabilidad emocional), cuya ambigüedad hace que los aspectos concretos de cada caso deban supeditarse a la interpretación de los expertos.
En cuanto a lo que se presenta como positivo, resulta cuestionable la pertinencia y la conveniencia de postular la igualdad de derechos en el ámbito familiar, cuyos miembros difieren en las funciones y las obligaciones. Y, a un nivel más general, pretender dictaminar cómo debe ser la relación entre las personas es meterse en un terreno resbaladizo que corresponde a la privacidad.
• En todo momento, se presenta este modelo como un apoyo a los padres. Una cuestión clave para que sea así es la voluntariedad, es decir, si son los ciudadanos quienes deciden si quieren ser apoyados o si son otros los que deciden por ellos.
• A ese respecto, creemos entender que lo que se propone es que sea el profesional quien evalúe las necesidades de los usuarios, decida quién va a necesitar los servicios profesionales, elija la intervención a adoptar y, por último, califique su resultado como éxito o fracaso. Por su parte, el usuario puede participar en las decisiones y elegir entre las opciones que le presenten los técnicos (Rodrigo y cols., 2011), pero no queda claro si le está permitido rechazar la intervención y el contacto con estos, sin sufrir consecuencias negativas por ello.
• A la vez, esta moderna propuesta pedagógica preconiza, como remedios eficaces en la convivencia en el hogar, el respeto a la opinión del niño, la tolerancia y la búsqueda de acuerdos; y, cuando los acuerdos no resuelven los problemas diarios del convivir, de inicio, ceder ante las pretensiones de los hijos para evitar los conflictos (López, 2008; González y cols., 2009).
De modo que los principios que se proponen parecen ser di...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. INTRODUCCIÓN
  6. 1. LA DOCTRINA DE LA PROTECCIÓN INFANTIL
  7. 2. EL DELITO Y LAS PRUEBAS
  8. 3. LOS AFECTADOS
  9. 4. COMPILACIÓN HISTÓRICA: ANTECEDENTES DEL SERVICIO DE PROTECCIÓN DE MENORES
  10. 5. EL PROCEDIMIENTO LEGAL I: OBJETIVOS Y CARACTERÍSTICAS
  11. 6. EL PROCEDIMIENTO LEGAL II: «EL TRIBUNAL»
  12. 7. COMPILACIÓN HISTÓRICA: EL MÉTODO INQUISITIVO
  13. 8. RESULTADOS
  14. 9. ¿POR QUÉ SE MANTIENE EL SISTEMA?
  15. 10. COMPILACIÓN HISTÓRICA: LA SOCIEDAD DEL BUEN TRATO
  16. 11. LA BÚSQUEDA DE UNA ALTERNATIVA
  17. EPÍLOGO
  18. ANEXOS
  19. REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS