Inmigrantes y refugiados
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Este libro utiliza las herramientas de la psicología y el psicoanálisis para examinar los asuntos políticos y sociales relacionados con los colectivos, tanto desde el punto de vista de los inmigrantes y los refugiados como también el de los países receptores. La así llamada «crisis de los refugiados» es un fenómeno que ha propiciado tajantes divisiones en la Unión Europea y que ha generado temor y repulsa hacia todo aquello ajeno a los valores locales. Gran parte de nuestra sociedad desea tener una identidad nacional étnicamente pura o ser de un país compuesto solamente de personas procedentes de lugares selectos. Es por ello por lo que resulta de vital importancia comprender los prejuicios benignos, hostiles o maliciosos generados con respecto a los otros. Que los «grandes grupos» se pregunten «¿quiénes somos ahora?» se ha convertido en una cuestión clave en los asuntos mundiales. En efecto, ha provocado el resurgimiento de prácticas centenarias religiosas y culturales en un esfuerzo por estabilizar una «nueva» identidad, así como propiciar el miedo al otro. En este libro se proporcionan las herramientas de acción y reflexión necesarias para afrontar esta compleja y crítica situación.

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Información

Año
2019
ISBN
9788425440731

1. Teorías psicoanalíticas sobre los inmigrantes y los refugiados adultos
La experiencia de inmigración implica numerosas variables. Los recién llegados varían en cuanto a edad, perfil psicológico y el sistema de apoyo que tienen a su disposición. Los bebés y los niños pequeños, que no tienen una constancia objetal estabilizada con respecto a la gente, los animales domésticos y las cosas que dejaron atrás, no pueden ser inmigrantes o refugiados «típicos» como sus padres. León y Rebecca Grinberg señalaron lo siguiente: «Los padres pueden ser emigrantes voluntarios o forzados, pero los niños resultan siempre “exiliados”: no eligen partir y no pueden elegir volver» (1984, p. 150). En este capítulo escribo sobre los adultos en cuanto personas desplazadas.
El desplazamiento abarca un espectro que comprende desde «la inmigración forzosa» (término que no le hace justicia a la verdadera tragedia de los africanos llevados a América como esclavos ni a sus descendientes, así como tampoco a las personas que en la actualidad huyen de lugares como Siria) hasta la inmigración voluntaria de individuos que buscan una vida mejor tanto para ellos mismos como para su familia. En los casos de inmigración voluntaria, la integración en un país nuevo es en general menos conflictiva que la adaptación por parte de un refugiado, si el perfil psicológico del individuo no presenta complicaciones. Ya desde el principio del traslado, un refugiado se encuentra en la situación de sentirse presionado, consciente o inconscientemente, para demostrar que «es merecedor de la misericordia de la tierra que lo recibe. Vive con la necesidad urgente de asimilación y adaptación. Su ira hacia la tierra que se vio obligado a dejar lo lleva a repudiar y a reprimir muchos apegos del pasado. Se siente culpable por aquellas personas que dejó atrás, en situación de peligro» ( Wangh, 1992, p. 17). Estos factores se combinan para frustrar la integración de una persona en un país y una cultura nuevos. Obviamente, la situación es más trágica e incluso más compleja en los casos de «inmigración forzosa».
Hay un elemento común que es clave y que subyace tras la psicología de todos los individuos desplazados. Como trasladarse a un lugar extranjero implica pérdidas —la pérdida de familiares y amigos; la pérdida de los cementerios de los ancestros; la pérdida del lenguaje familiar, de las canciones, de los olores, de la comida en el propio entorno; la pérdida del país; la pérdida de la identidad previa y del sistema en el que se sustentaba—, todas las experiencias de desplazamiento pueden examinarse desde la perspectiva de la capacidad del inmigrante o del refugiado para realizar el duelo y/o para resistir el proceso de duelo.
En Duelo y melancolía, Sigmund Freud (1917e) aborda el asunto de las relaciones objetales internalizadas. Allí hace referencia al trabajo interno de un doliente adulto que ha de vérselas con las imágenes de un objeto perdido y con el destino de la representación mental de dicho objeto. Aquí utilizo el término «representación» para referirme a un conjunto de imágenes. El duelo hace referencia a un intenso examen interno de imágenes de personas o cosas perdidas hasta que esa preocupación por los afectos asociados pierde su intensidad. El grado hasta el cual un individuo es capaz de aceptar intrapsíquicamente esta pérdida determinará el grado de adaptación a una nueva vida. En este capítulo examinaré algunos libros y ensayos clave que versan sobre cuestiones psicodinámicas de los inmigrantes y refugiados; en el capítulo siguiente abordaré detalladamente la psicología del duelo y examinaré con detenimiento las complicaciones que podrían asociarse con el proceso de duelo.
Durante mucho tiempo, los psicoanalistas no se dedicaron al estudio exhaustivo de la psicología de los inmigrantes y refugiados. Esto resulta sorprendente, puesto que hubo y hay muchos psicoanalistas inmigrantes. En mi libro A Nazi Legacy, analicé las múltiples razones por las cuales, hasta décadas recientes, en general los psicoanalistas habían dudado en examinar a fondo el impacto de los acontecimientos externos en los mundos internos de los analizandos ( Volkan, 2015).
Creo que una de las razones principales es que numerosos psicoanalistas judíos escaparon del Holocausto como refugiados; muchos de ellos se convirtieron en figuras clave y en importantes profesores en los centros de formación psicoanalítica. Como señalaron Rafael Moses y Yechezkel Cohen, «el deseo de que los terribles acontecimientos no fueran ciertos, de que no nos tocaran, de que no fuéramos demasiado conscientes de lo sucedido» (1993, p. 130) fue la razón más significativa por la cual dichos psicoanalistas evitaron, o incluso negaron, el papel que los trágicos acontecimientos históricos desempañaron en su vida. Peter Loewenberg (1991) y Leo Rangell (2003) nos recordaron también que algunos aspectos de la historia de un grupo grande generan ansiedad.
Los psicoanalistas que han sobrevivido al Holocausto y sus descendientes deben hacer frente a la ansiedad. Vera Muller-Paisner (2005) recuerda historias sobre su milagroso nacimiento en cuanto primogénita de una superviviente del Holocausto que tenía 44 años. Sin embargo, la historia de su familia presentaba ciertas lagunas. Con el andar del tiempo supo que sus progenitores, que eran judíos, habían reinventado su vida tras el Holocausto. Muller-Paisner escribió: «Los tapices familiares que ocultan el tejido de mentiras con respecto a traumas colectivos impiden que las personas sepan de dónde proceden y quiénes son» (2005, p. 15). En Estados Unidos, conozco a tres psicoanalistas célebres, Henri Parens (2004), Anna Ornstein ( Ornstein y Goldman, 2004) y Paul Ornstein ( Ornstein y Epstein, 2015), que han hablado y escrito sobre sus experiencias como supervivientes del Holocausto y como refugiados solo pasadas muchas décadas.
En 1974 César Garza-Guerrero, de México y formado en Estados Unidos, escribió sobre los inmigrantes que no experimentan grandes traumas durante el desplazamiento. Señaló que los inmigrantes experimentan un « choque cultural» ( Ticho, 1971) debido al cambio repentino de un «ambiente esperable promedio» a uno nuevo e impredecible. Al referirse a un «ambiente esperable promedio», Garza-Guerrero describía la percepción de Heinz Hartmann (1939) con respecto a un entorno que responde a las necesidades psicológicas de un niño. Según Garza-Guerrero, el inmigrante adulto activa la fantasía de que el pasado contenía todas las imágenes «buenas» del self y del objeto, así como sus gratificantes vínculos afectivos. Cuando se establece la realidad del desplazamiento, esas imágenes mentales parecen faltar. En determinado momento, el inmigrante se siente desconectado de las «buenas» imágenes objetales y experimenta una sensación de discontinuidad. En el propio «ambiente esperable promedio», no solo existen los familiares, los amigos y demás individuos, sino también los objetos no humanos.
Harold Searles (1960) subrayó la importancia de los objetos no humanos en el propio ambiente. Más adelante explicaré la conmovedora historia de una familia de refugiados georgianos. Los miembros de la familia, que, abriéndose paso entre cadáveres, habían huido de Abjasia durante la guerra georgiano-abjasia de 1992-1993, se habían convertido en desplazados internos, establecidos junto al mar de Tiflis, cerca de Tiflis, la ciudad capital. La hija de esta familia, que por aquel entonces atravesaba la adolescencia, no quería ni podía nadar en el lago que había en el nuevo lugar donde se habían instalado, puesto que —ella insistía en ello— no se trataba del mar Negro, en cuyas aguas se había bañado con gozo en su vida anterior en Gagra, una ciudad de Abjasia. La añoranza y la nostalgia por el mar Negro, un entorno no humano, no le permitía disfrutar de la natación en el lago de su nuevo hogar.
La iniciación de un proceso de duelo cambia el choque cultural. Según Garza-Guerrero, en cuanto al inmigrante cuyo proceso de duelo puede desarrollarse sin complicaciones, esta persona puede, una vez elaborado el duelo por lo que ha abandonado, formar una identidad nueva que no es ni una sumisión total a la nueva cultura ni la suma de una dotación bicultural. La identidad nueva se reflejará en una remodelada representación de sí mismo que incorpora características selectivas a la cultura nueva que ha sido armoniosamente integrada o que se ha revelado congruente con la herencia cultural del pasado.
Si, tras haber completado el proceso de duelo, el inmigrante aún se siente aceptado en el país que ha dejado atrás, es posible que en la práctica experimente el biculturalismo, lo que daría como resultado la sensación de no pertenecer a ninguna de las dos culturas de forma exclusiva. De hecho, esta persona pertenecerá «por completo a ambas» ( Julius, 1992, p. 56). Demetrios Julius, que es greco-estadounidense, señala:
Lentamente llegué no solo a comprender la importancia del complemento cultural intrapsíquico, sino también a aceptar, lo que es aún más significativo, las grandes diferencias culturales de ambos países [Grecia y Estados Unidos]. Comencé a aceptar ciertas paradojas psicológicas y a sentirme realmente bicultural. (1992, p. 56)
Los sentimientos expresados por Garza-Guerrero y Julius encuentran el apoyo de expertos de otros campos. Por ejemplo, la historiadora Dina Copelman, que señaló que la mayoría de los estadounidenses fue en algún momento un inmigrante, un refugiado o el Otro, escribió:
En vez de dar por sentado que la salud psicológica y cultural se basa en la posesión de identidades coherentes y unificadas, deseo explorar las posibles implicaciones que entrañaría aceptar —e incluso celebrar— el hecho de que es probable que el inmigrante sea un ciudadano de dos (o más) mundos. (1993, p. 76)
Cuando, a los veintitantos, vine a Estados Unidos, procedente de Chipre, tras haber estudiado medicina en Turquía, ya había conseguido un trabajo como médico interno en un hospital. Había planeado regresar a Chipre tras culminar mi formación en psiquiatría, pero llegado el momento decidí, por el contrario, permanecer en Estados Unidos. A la larga, al igual que Demetrios Julius y Dina Copelman, me convertí en una persona «realmente bicultural» y llegué a sentirme cómodo con esa experiencia. No obstante, durante los primeros años en este nuevo país, mi viaje psicológico para alcanzar este estado mental fue complicado debido al grave conflicto étnico entre los grecochipriotas y los turcochipriotas en el país que había dejado atrás. En los últimos años que pasé en la Facultad de Medicina de Ankara, compartí habitación con un joven que también procedía de Chipre y que tenía un futuro prometedor. Pocos meses después de mi llegada a Estados Unidos, un terrorista griego le disparó y lo mató. El ataque se produjo en una farmacia, a la que el joven había ido para comprar medicamentos para su madre, que se encontraba enferma. Este hecho despertó en mí sentimientos de culpa: mi compañero de piso había muerto y yo estaba vivo. Además, mientras que yo vivía a salvo en Estados Unidos, mis familiares en la isla vivían en un enclave sometido a condiciones infrahumanas y peligrosas, rodeados por sus enemigos. Mi proceso de duelo con respecto a la partida voluntaria de un lugar y el traslado a otro se había complicado ( Volkan, 1979, 2013).
Había otro factor que me impedía sentir el mismo grado de comodidad que Demetrios Julius o Dina Copelman en lo concerniente a la condición de persona «realmente bicultural». Ellos habían llegado a Estados Unidos cuando eran niños y habían aprendido a hablar inglés sin acento, mientras que yo hablaba —y aún hablo— inglés con acento. León y Rebecca Grinberg, que se han «trasplantado» en varias ocasiones y que han trabajado en tres países, también pueden ser considerados «observadores participantes» en materia de inmigrantes y refugiados. Han estudiado la teoría del desarrollo del lenguaje y el impacto que tiene en ello la relación madre-niño, especialmente en los casos de separación. Describen la resistencia psicológica del recién llegado a cambiar de lengua nativa y concluyen que la edad es un factor importante. Los niños parecen capaces de identificarse relativamente rápido con un nuevo entorno cultural, así como de dejarse empapar por la nueva lengua. En cuanto a los inmigrantes adultos, la edad les dificulta mucho más la tarea y es posible que nunca logren adquirir la «música» (el acento, el ritmo) de la nueva lengua. Los Grinberg sostienen que la tarea de aprender un idioma nuevo es un gran problema para cualquier inmigrante, especialmente en el caso de un adulto; se trata de un área sumamente vulnerable en la que los mecanismos de defensa desempeñan un papel fundamental ( Grinberg y Grinberg, 1984).
Como hablo inglés con acento, en Estados Unidos siempre se me identificará como «extranjero». El hecho de vivir en Estados Unidos desde hace décadas también ha ejercido influencia en mi acento cuando hablo turco. A lo largo de las últimas dos décadas, en mis visitas a Turquía o Chipre del Norte, decenas de veces alguna persona, en un mercado o en un hotel, ha expresado admiración por mi turco y me ha preguntado dónde he aprendido a hablarlo tan bien. Por lo general respondo que no tuve más opción que aprender turco, pues mi madre me enseñó esta lengua cuando era niño.
Si debemos o no considerar la emigración voluntaria de un adulto como un hecho traumático es un asunto cuestionable. «Trauma» viene de la palabra griega utilizada para denotar una herida invasiva. Laplanche y Pontalis resumen la conceptualización freudiana de trauma. Según ellos, para Freud, el trauma «connota un choque violento, una brecha o un abrirse paso a través de una capa protectora, así como las consecuencias de semejante choque y sus efectos invasivos en la organización psíquica en conjunto» (1967, p. 465). No pongo objeciones a la consideración de la emigración voluntaria como un hecho traumático debido a sus vínculos con el choque cultural, las pérdidas y la lucha por la adaptación. Sin embargo, las situaciones de exilio forzoso y otros traumas, incluidos los que ponen en riesgo la vida, complicarán el duelo y la adaptación. Vuelvo a hacer referencia a León y Rebecca Grinberg, quienes, hasta donde sé, escribieron en forma de libro el primer estudio psicoanalítico integral sobre la migración y el exilio, obra que publicaron en español en 1984 (versión en inglés: Grinberg y Grinberg, 1989). Su comprensión psicoanalítica de las personas desplazadas de forma voluntaria o involuntaria se basaba en las teorías de Melanie Klein (1940, 1946). Klein consideraba que, al nacer, un bebé tiene la capacidad de experimentar ansiedad y algunas funciones yoicas. Creía que al comienzo de la vida posnatal el bebé puede sentir angustia persecutoria debido a fuentes internas y externas. Entendía la experiencia del nacimiento como un ataque externo al recién nacido y se refería al «instinto de muerte» de Freud (1920g) como la fuente interna de la angustia persecutoria ( Klein, 1950). Pensaba que el bebé proyecta amor y odio al pecho de la madre, creando así un pecho «bueno» y otro «malo», un objeto «bueno» o «malo». El objeto malo, en cuanto perseguidor terrorífico, puede inducir a la angustia persecutoria. El bebé desarrolla lo que Klein denominó la «posición depresiva» tras integrar las representaciones «buena» y «mala» de la madre (sus pechos). Klein supone que esta posición comienza a desarrollarse de forma rudimentaria entre los cuatro y los seis meses y que continúa a lo largo de la vida del individuo. La pérdida de una imagen internalizada «completamente buena» da lugar a la pena y a ciertas fantasías dolorosas, puesto que la agresión puede destruir objetos amados y necesarios. La posibilidad de perder el objeto bueno lleva a la culpa. Si un individuo no logra hacer frente a las angustias depresivas, podría desarrollar «defensas maniacas» en las que emerjan las fantasías de control de los objetos, o quizá experimente una regresión a la «posición esquizo-paranoide» anterior, asociada con la fragmentación, la identificación proyectiva, la ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Índice
  5. AUTOR
  6. PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA Jorge L. Tizón
  7. INTRODUCCIÓN
  8. PARTE I. RECIÉN LLEGADOS
  9. 1. TEORÍAS PSICOANALÍTICAS SOBRE LOS INMIGRANTES Y LOS REFUGIADOS ADULTOS
  10. 2. DUELO Y DUELO PERMANENTE
  11. 3. LOS OBJETOS VINCULANTES, LOS FENÓMENOS VINCULANTES Y LA NOSTALGIA DE LOS RECIÉN LLEGADOS
  12. 4. LOS NIÑOS TRASLADADOS Y SUS FANTASÍAS INCONSCIENTES
  13. 5. ESTATUAS VIVIENTES
  14. 6. EL DUELO DOBLE: LOS ADOLESCENTES EN CUANTO INMIGRANTES O REFUGIADOS
  15. 7. LA HISTORIA DE UNA FAMILIA DE REFUGIADOS
  16. PARTE II. ANFITRIONES
  17. 8. EL PREJUICIO EN EL DIVÁN PSICOANALÍTICO
  18. 9. EL OTRO
  19. 10. LA PSICOLOGÍA DE LAS FRONTERAS Y EL TEMOR A LOS RECIÉN LLEGADOS
  20. BIBLIOGRAFÍA
  21. ÍNDICE ONOMÁSTICO Y DE CONCEPTOS
  22. Información adicional