Los dedos cortados
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Los dedos cortados

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La antropóloga italiana Paola Tabet es una de las teóricas feministas más apasionantes, innovadoras y audaces de los últimos decenios. Este libro es una sintesís de sus principales trabajos, en el que se despliega su análisis materialista de las relaciones sociales en torno al sexo. En este volumen se ofrece una crítica radical de la naturalización de la procreación y de la división sexual del trabajo y desarrolla, además, su concepto de, que se ha vuelto central en el campo de los estudios feministas. El libro está dividido en tres grandes capítulos. En el primero, Tabet muestra que generalmente la sexualidad entre mujeres y hombres no es un libre intercambio, sino una compensación masculina para una prestación femenina, un pago que puede tomar las más variadas formas (estatus social, dinero o dádiva), a cambio de una sexualidad transformada en servicio. El segundo capítulo cuestiona la naturalización de la procreación y su vínculo con la sexualidad humana, cuya especificidad consiste en que puede estar enteramente separada de la procreación. Entonces, ¿por qué se obliga a las mujeres a pasar de una potencialidad biológica a una procreación impuesta y generalmente maximizada? En el tercer capítulo, Tabet analiza un aspecto central de la división sexual del trabajo; contrario a lo que comúnmente se afirma en la antropologia, esta división no depende de la posibilidad de acceder a las herramientas: cualquiera que sea el grado de desarrollo tecnológico de las sociedades, las mujeres sufren un subequipamiento crónico frente a los hombres.

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Información

CAPÍTULO I

El intercambio económico-sexual: del don a la tarifa*

1) Una mercancía muy demandada

El sexo es una mercancía muy demandada entre los pobres y entre los ricos, y es parte integral de la economía informal de la ciudad.
PRESTON-WHYTE, VARGA ET ÁL., «Survival sex and HIV/AIDS in an African city»
Estamos en Durban, Sudáfrica, donde en los barrios de extrema pobreza, el sexo es objeto de intercambio económico con los barrios de hoteles y turismo, pero en el epígrafe no está dicho algo que parece tan normal y obvio que ni siquiera es necesario decir: es que los que demandan la mercancía son hombres y quienes la ofrecen por lo general son mujeres o, si se trata de hombres, la ofrecen casi al 100 % a otros hombres1.
Y como es fundamental el sentido del intercambio ¿de quién viene y hacia quién va la mercancía?, vale la pena, entonces, decirlo claramente y hacer una pregunta sencilla que puede dar claridad: ¿por qué un hombre, hasta el más pobre, a menudo, incluso en situaciones de pobreza total, puede pagarse el servicio sexual de una mujer, pero una mujer no solamente no puede pagarse los servicios sexuales de nadie, sino que no tiene derecho a su propia sexualidad?
Con el intercambio económico-sexual, nos enfrentamos a una estafa de proporciones gigantescas, basada en la más compleja, sólida y perdurable relación de clases de la historia humana, la relación entre hombres y mujeres. Una estafa que prosigue hasta la actualidad.
Juntando algunos elementos conocidos:
En todo el mundo hay una concentración casi absoluta de las riquezas en manos del sexo masculino.
Las mujeres hacen mucho más de la mitad de las horas de trabajo.
A las mujeres les corresponde casi por entero el trabajo reproductivo2.
Existe una endémica «dependencia económica» de las mujeres.
El intercambio económico-sexual es una constante en las relaciones entre los sexos.
¿Qué relación hay entre estos elementos? Y ¿cómo se articulan entre sí?
«Una mujer que se afirma y se rebela se convierte en prostituta.
Un hombre que lo hace se convierte en emperador».
Proverbio bengalí, Bangladesh.
Lo que se investiga en el presente trabajo es el intercambio económico-sexual, las formas de sexualidad basadas en el pago. Pero, ¿por qué no utilizar el término «prostitución»?:
1) Porque la palabra «prostitución», lo que trivialmente se entiende por prostitución, no incluye todos los tipos de relaciones sexuales que quiero abordar; 2) porque esta palabra está altamente marcada, y en ella se incluye una serie específica de hechos a los cuales se les da una connotación moral negativa; y 3) porque parece que supiéramos precisamente y a priori de qué se está hablando, algo cuya definición fuera consensual, que todo el mundo conocería «desde siempre» (los habituales chistes pesados que la gente, los periódicos, etc., no se cansan de repetir ni les da vergüenza, como: «el trabajo más antiguo del mundo»). Todo el mundo en conclusión «sabe muy bien» cuáles son los contenidos y las características de este fenómeno.
En las sociedades occidentales en particular, la palabra «prostitución» sugiere empleo, tipo de vida, estatus y «estado» de una categoría de mujeres -las prostitutas- vistas como separadas y totalmente distintas de las otras mujeres: por tanto, a un lado están las mujeres honestas, las actuales y futuras madres, y al otro, las putas: «las que se venden por dinero». Una división muy fuerte, como si existiera una diferencia de esencia entre los dos grupos3.
Al mismo tiempo, para el sentido común, por lo menos en los países occidentales, no solamente «siempre ha habido y siempre habrá putas», pero también «todas las mujeres son putas» -siendo esto parte de la «biología», de la «naturaleza» de las mujeres- y cada mujer es susceptible de convertirse en una puta en dado momento de su vida o mejor, de ser marcada como tal. Una vez más, lo que es un producto de las relaciones sociales aparece como un hecho biológico, un dato natural4. La amenaza de la marca, del estigma de puta, «the whore stigma», toca a todas las mujeres. Gail Pheterson, con razón, lo considera «un estigma de género», una marca sobre las mujeres como clase: «La amenaza del estigma de puta es como un látigo que tiene la humanidad femenina en un estado de absoluta subordinación». Y añade: «mientras pueda azotar este látigo, será mantenida a raya la liberación de las mujeres». (Pheterson 1986, 65 y ss.)
He intentado trabajar sobre la definición del objeto, en primer lugar, a través del análisis de la documentación etnoantropológica y también en la parte histórica disponible, para identificar el campo de la investigación. Pero desde el principio (Tabet 1987) surgió un hecho fundamental e inesperado: no hay ningún criterio universal-mente válido y aceptado para la definición de puta, al punto de que lo que cierta sociedad define como legal y permisible o prácticamente obligatorio para las mujeres, en otra sociedad puede implicar la calificación y el estigma de puta.
Las categorías «prostituta», «puta» o «prostitución», de hecho no son algo que se pueda distinguir y definir por un contenido concreto o por características específicas, son, más bien, categorías que se definen con base en una relación y se construyen en las diferentes sociedades en función de las reglas de propiedad sobre las personas de las mujeres. La categoría representa, más precisamente, la transgresión, la infracción a estas reglas. Y se presenta como escándalo, porque cuestiona las reglas fundamentales en las que descansan la familia, la reproducción y los pilares de las relaciones entre los sexos.
La unidad detrás de las aparentemente tan diferentes definiciones de la prostitución, la unidad ideológica que la convierte en un discurso sobre y desde el poder masculino, por diferentes que sean las expresiones y formas de este en las diversas sociedades, nos permite entender por qué algunas formas de relación que implican pago no son para nada transgresoras —las relaciones juveniles en las islas Trobriand, por ejemplo, o las iniciaciones como el tsarance de los hausas de Nigeria y Níger— porque se encuentran en el eje central de la organización social y de la organización del matrimonio en tales sociedades y porque sí son transgresoras, (es decir, putas), esas chicas trobriandesas (véase Malinowski 1929, 489) que toman más iniciativas en su sexualidad de lo que el sistema supuestamente tan «libre» quiere conceder.
La unidad que encontramos es, entonces, una relación política. Esta reflexión no es ni pretende ser, de ningún modo, una «nueva definición de la prostitución», no propone otras características concretas ni otro contenido en lugar de los que dan las diferen- tes sociedades.
Las variadas definiciones de la prostitución constituyen en realidad un discurso sobre la utilización legítima o ilegítima del cuerpo de las mujeres, siendo esta utilización definida por las reglas de propiedad sobre las personas de las mujeres que rigen las diferentes sociedades y culturas. Estas reglas establecen los derechos de las mujeres en la gestión de su cuerpo y de su sexualidad, y los derechos que tienen otros sobre ellas, ya se trate de marido, padre, parientes, etc.; establecen los comportamientos sexuales legítimos y socialmente valorizados —acordes con tales reglas— y los comportamientos ilegítimos, estigmatizados y castigados de múltiples maneras —los que van en contra de las reglas de propiedad y las transgreden—. Y claro está, las transgresiones pueden ser más o menos graves y su condenación oscila en consecuencia5.
Las definiciones de puta y prostituta tienen una función normativa. Estamos frente a definiciones políticas que se refieren a una parte de las relaciones entre los sexos: la gestión de la sexualidad y, con esta, las condiciones sociales de la reproducción y del acceso a los recursos (volveré sobre estos puntos). Estas definiciones constituyen al mismo tiempo una enunciación de las relaciones de poder —que viene, claro está, de la parte dominante— y un instrumento de condicionamiento e imposición de este poder.
Así, el objeto de mi investigación y, ahora, de este ensayo no es la prostitución, sino el intercambio económico-sexual: las relaciones sexuales entre hombre y mujer que implican una transacción económica. La característica común de las formas examinadas es que la dirección del intercambio es definida y fija: la parte femenina provee un servicio o una prestación sexual, variable en modalidad y tiempo, que incluye el acto sexual; la parte masculina provee un pago o una remuneración de cantidad y tipo variable, siempre asociada a la utilización sexual de la mujer, a su accesibilidad sexual6.
En lugar de la dicotomía clara que muchas sociedades han establecido entre matrimonio y relaciones amorosas, por un lado, y prostitución por el otro, aparece, al contrario, un continuum que va desde las relaciones matrimoniales hasta las formas más comunes de prostitución, en las cuales hay una transacción económica regida7 por contratos y tarifas explícitas.
Con esto se produce un salto teórico —y político— radical. La investigación ya no se refiere a un fenómeno marginal o situado en los márgenes de la(s) sociedad(es), sino al corazón mismo de la estructura social, al centro de las relaciones sociales entre los sexos; es decir, a la gestión social de la sexualidad y de la reproducción, a la relación orgánica, nuclear digamos, entre la gestión de la sexualidad, la división sexual del trabajo y el acceso desigual de hombres y mujeres a los recursos. O sea, al núcleo central de las relaciones de clase entre los sexos. A lo que las distingue de las otras relaciones de poder.
Empecé a reflexionar a partir de un hecho que sorprendió a Malinowski (1922 y 1929) en su investigación en las islas Trobriand. En el capítulo titulado «El aspecto comercial del amor», se refiere a algo para él inexplicable: en la sociedad trobriandesa, caracterizada por una gran libertad sexual y en la que las mujeres tendrían «tanta inclinación como los hombres a las relaciones sexuales», los actos sexuales femeninos son definidos como servicios dados por las mujeres a los hombres y, por esto, son recompensadas con regalos; estos o las remuneraciones a las parejas femeninas son obligatorios en todas las relaciones, desde los juegos sexuales de la infancia hasta las relaciones maritales (el marido hará regalos a la mujer por sus servicios sexuales, o como dice el autor «por la hospitalidad sexual permanente» que ella le brinda). Pero ¿por qué son considerados como un servicio los actos sexuales de las mujeres? Malinowski ofrece una respuesta pobre y decepcionante: se trataría de un hecho de costumbre, y como tal, arbitrario e ilógico. El problema que él plantea no es para nada secundario: en el mundo entero aparece como un hecho comprobado que el intercambio económico-sexual (el hecho de que se trate de un servicio que las mujeres dan a los hombres) es un elemento básico del matrimonio. Y así le parece a Marcel Mauss, quien observa:
Malinowski ha hecho, según nosotros, un gran descubrimiento que clarifica todas las relaciones económicas y jurídicas entre los sexos al interior del matrimonio: cada tipo de servicio que el marido presta a la mujer es considerado como una remuneraciónregalo por el servicio que la mujer le presta, cuando le ofrece lo que el Corán llama «el campo». (Mauss 1950, 190; énfasis agregado)
Y más adelante:
Ahora, desde nuestro punto de vista, uno de los hechos más importantes que Malinowski ha indicado y que aporta una clara luz sobre todas las relaciones sexuales en la humanidad entera, consiste precisamente en el combinar el mapula, o sea el pago «constante» del hombre a su propia mujer, con una especie de retribución por la prestación de un servicio sexual. (268; énfasis agregado)
Lévi-Strauss recupera el discurso de Malinowski y lo ubica en el marco general de las «prestaciones totales», o sea el intercambio de bienes materiales, valores sociales y mujeres, de los que el matrimonio es un ejemplo y ocasión. Lo coloca entonces en el marco específico del intercambio de las mujeres y de su circulación entre los g...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Página legal
  4. Contenido
  5. Prólogo
  6. Nota de la traductora
  7. Introducción
  8. Capítulo I. El intercambio económico-sexual: del don a la tarifa
  9. Capítulo II. Fertilidad natural, reproducción forzada
  10. Capítulo III. Las manos, los instrumentos, las armas
  11. Capítulo IV. La gran estafa
  12. Bibliografía
  13. Índice de materias
  14. Cubierta posterior